Jorge Rodríguez Guerra y Pablo Ródenas Utray
Los derechos de ciudadanía en la España actual
(Revista Internacional de Filosofía Política, nº 28, noviembre de 2006)
El sorpresivo cambio de gobierno ocurrido en España tras las elecciones generales de la primavera de 2004 fue fruto —en mayor medida de la que los medios suelen admitir— de la demanda de un amplio sector de la población de alcanzar una mejora real en los derechos de ciudadanía, entre otras aspiraciones que también intervinieron en aquella difícil coyuntura. La mayoría parlamentaria relativa obtenida por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el acceso a la presidencia del Gobierno de su candidato, José Luis Rodríguez Zapatero, apoyado por otras fuerzas políticas, tanto de izquierdas como nacionalistas, supuso un giro a la izquierda en cierta sintonía con los que desde finales del siglo XX se han venido produciendo en algunos países de Latinoamérica. Como es obvio, el caso español está más cercano a lo que se puede llamar un giro hacia un “centro-izquierda moderado” que hacia un “radicalismo populista”, pese a que hasta ahora el gesto más definitorio de Zapatero haya sido la primera decisión que tomó como presidente —para asombro del Gobierno estadounidense: la orden de retirada de las tropas españolas de Irak, tomada incluso antes de que se reuniese el nuevo Gobierno.
1. Advertencias introductorias
Se puede considerar que en España la sustantivación y ampliación de los derechos de ciudadanía es, en primera instancia, una de las grandes prioridades programáticas que han ocupado al actual ejecutivo social-liberal. Así al menos lo quiere considerar éste, en contraste diferenciador con la evidente regresión liberal-conservadora del Gobierno anterior de José María Aznar. De la realidad compleja de este asunto es de la que nos vamos a ocupar en este trabajo, aunque con toda seguridad es aún demasiado pronto para evaluar con rigor las políticas de derechos que se están realizando. Sin embargo, en nuestro favor está el hecho, ya suficientemente contrastado por algunos politólogos, de que en las democracias occidentales un nuevo gobierno pone en marcha sus principales iniciativas en los primeros doce meses de su actividad; a partir de ahí suelen estar más ocupados en mantener bajo control la situación política, y acostumbran a terminar las legislaturas tratando de perpetuarse en las instancias de poder, con una gestión dirigida a golpe de encuestas y sometida a ese conocido desasosiego electoralista que sólo conduce a atender —y ceder— ante la opinión publicada.
Pero una realidad social no se cambia únicamente durante los inicios de una legislatura con iniciativas legislativas bien intencionadas. Si éstas no cuentan con una firme y continuada voluntad de materialización y si no se las dota de los recursos económicos necesarios, más allá de la oposición que en la mayoría de las ocasiones ejercen los poderes fácticos(1), y si además no cuentan con el suficiente apoyo social, se convierten en poco tiempo en juridisprudencia obsoleta, en “papel mojado”. Por otro lado, como decíamos, cualquier iniciativa política precisa de un cierto periodo de tiempo para su realización y consolidación; en el caso del Gobierno Zapatero, el tiempo de gestión transcurrido es aún insuficiente para poder apreciarlo con rotundidad (nuestro análisis llega hasta finales de 2006 y ya se pueden observar con preocupación algunas regresiones, por ejemplo, respecto a las iniciales políticas de inmigración)(2). Por todo ello, la nuestra no puede ser más que una interpretación provisional de los muchos asuntos en cuestión, más orientada a evaluar un conjunto de iniciativas y de inercias que a valorar nuevas realidades ya del todo arraigadas en la sociedad española.
Dado que el tema central de este número de la Revista Internacional de Filosofía Política es el análisis de los giros políticos en Latinoamérica y España, debemos hacer algunas aclaraciones más para así poder contextualizar adecuadamente el caso español y la interpretación que hacemos del proceso que está en marcha. España es un país europeo desarrollado (aunque realmente forme parte del furgón de cola de la Unión Europea). Esto marca una diferencia fundamental con la mayoría de los países de América Latina, que son tal vez y en diverso grado países menos desarrollados en lo que respecta al reconocimiento efectivo de los derechos de ciudadanía(3). Por esta razón, lo que quizá hoy sea un sueño para muchos habitantes al sur de Río Grande puede que sea ya una realidad para los del sur de los Pirineos. Quiere esto decir que probablemente la situación española actual suscita en primera instancia valoraciones diferentes en uno y otro lados del Atlántico(4). Poniéndonos del lado de la orilla atlántica occidental, presumimos que una buena mayoría de latinoamericanos se daría hoy por satisfecha con obtener en un plazo de tiempo prudencial lo que en algunos sentidos ya se tiene en la orilla oriental.
Sin embargo, desde esta orilla pensamos que una mayoría equivalente quiere más y mejores derechos, y para ello tiene bastantes y buenas razones(5), como vamos a exponer. Con todo, esto no significa en modo alguno que a un lado y otro del océano las poblaciones deban exigir grados diferentes de expansión de los derechos de ciudadanía. Para nada suscribiremos aquí semejante relativismo político-cultural. Antes al contrario, los derechos del ciudadano deben ser considerados como subsumidos bajo los derechos de la persona, puesto que el ámbito moral, político y jurídico de la personalidad es más amplio que el de las diversas ciudadanías. Así, los derechos de ciudadanía deben ser entendidos —a nuestro juicio— en un doble sentido, ya que (al menos desde Kant) no se deben confundir “legalidad” y “moralidad”: como exigencias ético-políticas generales y particularizables a la vez que como exigencias jurídico-políticas concretas y universalizables. Interpretamos, por una parte, las exigencias ético-políticas como derechos potenciales (y los derechos, por tanto, como exigencias ético-políticas satisfechas)(6). Por su parte, concebimos las exigencias jurídico-políticas como expectativas (positivas y negativas) adscritas a los sujetos, personas y ciudadanos, según normas de Derecho que rigen la acción política constitucional; en cualquier caso, hay que entender que, como mínimo, los derechos de ciudadanía han de ser subsumidos bajo los derechos fundamentales(7) positivizados en los tratados internacionales. Por tanto, todos los seres humanos tenemos en principio igual derecho a los derechos, es decir, al logro de su reconocimiento y satisfacción plena(8). Y en esta dirección deberíamos laborar, al menos si fuésemos razonables —por ejemplo, utilizando como punto de partida herramientas teóricas del estilo del “velo de ignorancia” rawlsiano. No obstante, como es obvio, las situaciones socio-históricas no son iguales en los dos lados del Atlántico y éste es un hecho que sería absurdo ignorar a la hora de que las mayorías sociales modulen sus exigencias político-morales de reconocimiento y satisfacción de derechos.
Debemos advertir que, más allá de nuestra concepción particular de los derechos de ciudadanía y de las condiciones materiales y simbólicas que consideremos necesarias para su pleno ejercicio, nuestro punto de referencia respecto a su viabilidad actual va a ser aquí la comparación con los países europeos más avanzados en materia de derechos de ciudadanía. Esta elección no la hacemos por eurocentrismo (aunque quizá no siempre sea fácil librarse de él). Tampoco porque consideremos que el modelo social europeo, si es que de tal puede hablarse con rigor, sea el modelo de “buena sociedad” al que aspirar(9). Sucede que la Europa realmente existente es el entorno político-económico más inmediato en el que estamos insertos. Y a su modelo es al que de momento la mayoría de los españoles quiere acercarse (no es trivial que sigamos siendo uno de los países más europeístas de todo el continente). En concordancia con esta realidad, la mayoría de los partidos políticos españoles tienen como gran objetivo —y parece ser que muy especialmente el PSOE— “alcanzar” a Europa, bien es verdad que con urgencia en algunos ámbitos y parsimonia en otros. Los Estados de bienestar europeos, particularmente los nórdicos, muestran hasta dónde han podido hacerse avanzar los derechos de ciudadanía en el marco del propio sistema capitalista. No ignoramos que el alcance que estos tienen en Europa está en relación con las graves limitaciones que sufren otras regiones continentales, como Latinoamérica, sin ir más lejos; se plantea así la cuestión de en qué medida podrían avanzar los derechos de ciudadanía en las sociedades dependientes del Sur empobrecido, y si es factible hacerlo —mientras el sistema dominante a nivel planetario sea capitalista y esté controlado además por la Tríada hegemónica (Norteamérica, Unión Europea y Japón)— sin romper de alguna forma con sus asimétricas estructuras político-económicas (no podemos, sin embargo, ocuparnos aquí de esta crucial cuestión).
Hechas estas aclaraciones, debemos consignar también que en los dos últimos años se ha producido un avance notable (aunque de forma desigual e insuficiente) en las políticas de los derechos de ciudadanía en España, globalmente considerados. Si por comodidad partimos de la clásica —y también tópica— distinción marshalliana entre derechos civiles, políticos y sociales(10), entonces se hace necesario señalar que el progreso se ha experimentado con bastante intensidad en el ámbito de los primeros y de forma escasa y más bien errática en el espacio de los segundos y, más aún, en el de los terceros. Se ha mejorado de forma sustancial en aquellos derechos de las personas que no suponen una alteración apreciable de la estructura social y económica, mejora que, en general, está costando poco dinero al erario público; como consecuencia, por ejemplo, las tasas de desigualdad social y pobreza en el Reino de España se han mantenido prácticamente inalteradas. Así pues, si alguna “radicalidad” ha habido en el Gobierno Zapatero se ha mostrado más en la expansión de los derechos típicamente liberales, los civiles, que en aquellos otros que se podrían considerar de impronta más republicana y/o socialista, los políticos y sociales(11). En cualquier caso, damos por supuesto que el lector entenderá que los avances en las políticas de derechos que vamos a constatar no pueden considerarse más que como progresos políticos —y, en algunos casos, culminación de estos progresos— como consecuencia de largas y arduas luchas individuales y colectivas, muchas veces minoritarias, realizadas casi en solitario y recibidas en demasiadas ocasiones con indiferencia si no escarnio: téngase presente que se trata de luchas que hunden sus raíces en la noche del franquismo, por no remontarnos más atrás.
Para tratar de mostrar todo ello organizaremos este trabajo en tres apartados. En el primero se realizarán algunas precisiones conceptuales sobre los derechos de ciudadanía: el objetivo es clarificar cómo los vamos a entender y qué alcance y relación entre ellos les vamos a atribuir. Aunque consideramos estos derechos como indivisibles, en el segundo apartado nos ocuparemos tanto de los derechos civiles como de los políticos. Y en el tercero, de los derechos sociales, que son los que hoy siguen resultando ser los más problemáticos. Con esta estructura queremos enfatizar la existencia de un cierto “subdesarrollo social de España”, tal como oportunamente se ha señalado(12).
2. Derechos de ciudadanía: algunas precisiones
No vamos a abordar aquí el complejo debate que en la teoría social, política y jurídica se viene produciendo en torno a la ciudadanía y sus derechos (y deberes)(13). Entendiendo los “derechos de ciudadanía” como exigencias ético-políticas generales y particularizables tanto como exigencias jurídico-políticas concretas y universalizables, nos limitaremos a precisar de forma escueta el contenido y alcance con el que vamos a utilizar el concepto, de cara a facilitar un buen entendimiento de cómo interpretamos su situación en la España actual. Esto nos exige —por razones de espacio y de mera comodidad expositiva— que optemos por la clasificación sociológica estándar, aunque ya hemos anotado que no nos parece que ésta sea hoy, en el marco de la teoría de los derechos, una opción satisfactoria.
Con estas constricciones, entenderemos que los derechos de ciudadanía son los conocidos convencionalmente como “derechos civiles, políticos y sociales” propuestos por Thomas H. Marshall(14) en unas conferencias de 1949, hoy muy revalorizadas aunque sólo sea como punto de partida de la crítica. Más tarde los llamados derechos sociales fueron a su vez reclasificados como “derechos económicos, sociales y culturales” por los organismos internacionales(15). Así, los derechos civiles, aceptando esta terminología realmente imprecisa, incluyen los conocidos desde una perspectiva liberal como derechos-poderes de autonomía y libertad negativa, pues implican la no interferencia de los poderes estatales en las formas de vida, disfrute, decisión y actuación de las personas: el derecho a la vida y a la integridad física y moral, el derecho a la libertad de pensamiento y expresión, el derecho a la libertad ideológica y religiosa, el derecho de propiedad (empezando por la del propio cuerpo), el derecho a asociarse y a establecer contratos válidos, el derecho a la igualdad ante la ley, por citar algunos de los más importantes.
Por su parte, los derechos políticos son de raigambre más bien liberal-republicana y los concebiremos como derechos-poderes de autonomía y libertad positiva de los ciudadanos, ya que implican su capacidad para participar en los asuntos estatales: el derecho genérico a intervenir en el ejercicio del poder político, constituido de forma democrática, y hacerlo en todos los órdenes de la sociedad. Esto lleva aparejado —más allá de la capacidad de elegir, de ser elegido y de ocupar cargos— un ramillete de derechos como el de asociación, de reunión y de manifestación política, el derecho a la tutela de la justicia, el derecho al autogobierno y la autodeterminación, entre otros. Tanto los derechos civiles de las personas como los derechos políticos de los ciudadanos son derechos de abstención o de obligación negativa del Estado de Derecho democrático, además de que son derechos que los poderes estatales han de garantizar y proteger. Por último, los derechos sociales son de impronta liberal-comunitarista, y de forma predominante socialista, aunque también el conservadurismo (de forma muy distinta) muestra interés por ellos. Integran el derecho a un bienestar material que posibilite una vida plena, empezando por el logro de ciertas cotas de seguridad económica: todo esto incluye asuntos tales como el derecho a un trabajo decente (utilizando la terminología de la Organización Internacional del Trabajo), el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda, etcétera.
Hay que tener en cuenta que los derechos de ciudadanía no han sido definidos y catalogados de una vez y para siempre. Son la construcción de consensos que son fruto de la resolución de disensos previos entre distintas fuerzas sociales; disensos y consensos que no puede darse nunca por concluidos. Los derechos de ciudadanía están, además, íntimamente relacionados con las necesidades de los seres humanos —en realidad no deben ser mas que una herramienta para satisfacer esas necesidades— y éstas no sólo varían históricamente sino que —por definición, entonces— son ilimitadas(16). Conviene, pues, mantener una actitud abierta acerca de la cuantía, contenido y delimitación de esos derechos. Por esta razón, de cara al análisis empírico, es necesario identificar al menos dos planos. En primer lugar, el de aquellos derechos positivizados que conforman el entramado imprescindible sobre el que se ha de asentar toda ciudadanía constituida en un Estado social de Derecho que realmente lo sea, que son derechos siempre exigibles de forma jurídico-política. En segundo lugar, el plano de aquellas otras exigencias ético-políticas que se consideran democráticamente deseables, y que son reivindicaciones constituyentes enriquecedoras de la ciudadanía, pero cuya positivización dependerá en último término de la voluntad soberana de los individuos y pueblos en la trama de su historia(17). En ninguno de los dos planos es fácil el acuerdo y ambos encierran fuertes conflictos socio-políticos. Aquí nos moveremos en el primero de estos planos, tal y como hemos planteado, es decir, nos centraremos básicamente en la pregunta por los derechos de ciudadanía que consideramos exigibles de forma jurídico-política en la España actual.
Al partir de la distinción convencional entre derechos civiles, políticos y sociales se hace del todo preciso reafirmar su indivisibilidad esencial. Este principio está ya, afortunadamente, muy ampliamente aceptado, aunque sólo sea a nivel formal. Sirva de ejemplo la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1986. En ella se afirma: “Todos los derechos humanos y las libertades fundamentales son indivisibles e interdependientes; debe darse igual atención y urgente consideración a la aplicación, promoción y protección de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales” (cursiva nuestra). Existe, pues, en el derecho internacional una íntima e indisociable relación entre ellos; cada uno de los derechos es una condición necesaria para el ejercicio real y pleno de los otros. De hecho, clasificar un derecho como civil, o como político, o como social, es con frecuencia imposible y suele llevar aparejado una buena dosis de arbitrariedad(18).
Es importante insistir en esta indivisibilidad especialmente en lo que se refiere a los derechos sociales. Estos, pese al consenso formal existente en torno a la citada Declaración de la ONU, siguen siendo frecuentemente considerados en la práctica política como de segundo orden, a veces exigencias éticas reivindicables pero no exigencias jurídicas reclamables, es decir, judicializables. Su satisfacción se suele condicionar a la voluntad de los gobiernos y a la disposición de los recursos necesarios. Y de esta manera es muy fácil observar que en las democracias capitalistas avanzadas se limitan o niegan en diverso grado estos derechos, mientras que se reconocen sin grandes problemas los políticos, y se garantizan y protegen razonablemente bien los civiles (de sus ciudadanos, no tanto los de las personas inmigrantes)(19). Contrariamente, por ejemplo, en los antiguos países del llamado “socialismo real” se atendían más los derechos sociales básicos mientras se negaban o limitaban severamente los derechos civiles y políticos. Así, la priorización de unos derechos sobre otros ha respondido históricamente a concepciones socio-políticas distintas y contrapuestas. Sin embargo, a nuestro juicio y en cualquier caso, la ruptura de la indivisibilidad fáctica de los derechos de ciudadanía es de todo punto inaceptable. El resultado es siempre la fragilización del status de la ciudadanía misma. Porque para ser ciudadano de una polis y poder participar plenamente en su vida pública hay que disponer de una mínima posición socio-económica. Esta es una idea compartida mayoritariamente por los teóricos de la ciudadanía(20). Los derechos sociales, pues, no deberían en ningún caso ser considerados como no fundamentales, de segundo orden y en cierto modo graciables(21).
En un orden democrático concreto, consideraremos entonces que son derechos de ciudadanía exigibles jurídico-políticamente los que estén positivizados (es decir, los contemplados constitucionalmente, aunque no tengan la fuerza normativa necesaria para su indefectible realización, y los incluidos en los tratados internacionales suscritos por el orden político en cuestión). A ellos añadiremos (como exigibles ético-políticamente) los contemplados en los programas electorales con los que los partidos acceden a la acción de gobierno. Entender de esta forma los derechos de ciudadanía supone aceptar la necesidad de una amplia mediación político-estatal en su salvaguardia, provisión y ejercicio. La satisfacción plena de los derechos de ciudadanía no es posible desde la concepción liberal clásica del Estado mínimo que no interviene para garantizar la protección de los derechos civiles, para garantizar la participación según los derechos políticos y para garantizar las prestaciones que requieren los derechos sociales(22). Esa posición hoy tiene como consecuencia el relegamiento de los derechos sociales, convertidos —en el mejor de los casos— en puro asistencialismo mediante comprobación de medios, o —en el peor— en mera caridad particular. La protección de los derechos civiles, la realización de los derechos políticos y, sobre todo, la práctica de los derechos sociales exige inexorablemente la acción positiva del Estado social de Derecho. En concreto, éste debe destinar recursos allegados del conjunto de la sociedad a la provisión y prestación de los servicios sociales necesarios y, al mismo tiempo, debe garantizar su universalidad. Se presupone así la intervención normativa y efectiva de los poderes estatales tanto en la producción como en la distribución de la riqueza (el Estado ha de ser, por tanto, algo más que mero redistribuidor, dado que si sólo se limitara a serlo reduciría enormemente su capacidad —y su obligación— de garantizar el ejercicio pleno de los derechos de ciudadanía —y esto que es relevante para los países desarrollados lo es aún más para los subdesarrollados)(23).
En la opción que elegimos acerca de la exigibilidad jurídico-política de los derechos de ciudadanía podría haber al menos dos sesgos que queremos señalar y que creemos haber afrontado y evitado. El primero consiste en el riesgo siempre presente del estatocentrismo en la concepción de la salvaguardia, provisión y ejercicio de los derechos(24). De incurrir en él, se correría el riesgo de perpetuar el autoritarismo, tecnocratismo, burocratismo y clientelismo que, por ejemplo, ha caracterizado a diferentes formas del Estado de bienestar. Éste es un peligro cierto. En nuestra opinión, sin embargo, semejante dificultad puede y debe ser conjurada con la profundización en el ejercicio efectivo de los derechos civiles y políticos; y ello lleva a la defensa de mayores cotas de democracia deliberativa y participativa en todos los ámbitos de la esfera pública, estatal y no estatal. Los riesgos estatocéntricos sólo se pueden evitar mediante la acción decidida y no subordinada de las personas y asociaciones autónomas de la sociedad civil (viejos y nuevos movimientos sociales, ONGs, partidos políticos, etcétera), que son las llamadas a jugar o seguir jugando un papel esencial en la conquista, ejercicio y garantía de los derechos de ciudadanía. Precisamente por ello, los deberes y las responsabilidades del Estado democrático no pueden ser obviados(25).
El otro posible sesgo aparecería si se entendiese que estamos planteando que no se pueden reivindicar exigencias que no hayan sido previamente positivizadas (en un orden estatal determinado, o en el derecho internacional —por ejemplo, el derecho de las generaciones venideras a que el disfrute del presente no impida el bienestar en el futuro). Con el objeto de no diluir y trivializar el significado del concepto “derechos”, hemos optado —en efecto— por referirlo sólo a exigencias ético-políticas satisfechas, es decir, exigencias que han sido transformadas en exigencias jurídico-políticas positivizadas al convertirse en expectativas adscritas por normas jurídicas a sujetos que disponen de un status determinado. Que no vayamos a ocuparnos entonces aquí de las reivindicaciones ético-políticas potenciales (con la excepción de las recogidas en los programas de los partidos que acceden a la gobernación), no implica que se pueda negar la legítima exigibilidad de nuevas reivindicaciones igualitarias que estén justificadas de forma razonable y se propongan de forma democrática (cualquier exigencia ético-política de este tipo ha de formalizarse en primer lugar como expectativa jurídica para su postrera materialización política). No en vano, siguen existiendo graves problemas que afrontar de manera improrrogable, que ni las constituciones democráticas, ni los tratados internacionales, ni los programas de los partidos abordan satisfactoriamente.
¿Quién ha de ostentar la titularidad de los derechos de ciudadanía en una determinada sociedad? ¿Sólo las personas que disponen de forma legal de la nacionalidad del país en cuestión? ¿Qué ocurre con las personas que en viven en él y han migrado desde otros territorios? Éste es un viejo problema que está adquiriendo una envergadura cada vez mayor (y que tiene mucho que ver con las contradicciones internas del liberal-conservadurismo que hegemoniza los procesos de globalización(26)). Se está manteniendo un vivísimo debate, a veces soterrado, tanto en las sociedades enriquecidas (generalmente interesadas en limitar a sus “nacionales” la titularidad de los derechos de ciudadanía) como en las empobrecidas (la inmigración no sólo es una importante válvula de escape para el conflicto social, sino que, además, las remesas de los emigrantes son un renglón cada vez más importante en su recursos económicos). Como es obvio, las incertidumbre y angustia mayores, que a veces terminan en tragedia, están en los propios inmigrantes o aspirantes a inmigrantes, que son los que sufren discriminación tanto en las sociedades de llegada como en las de salida(27).
En fin, consideramos los derechos de ciudadanía como un componente esencial de los derechos humanos de la persona. Todos los seres humanos, sea cual sea su nacionalidad, etnia, religión, etcétera, son titulares de esos derechos y, consecuentemente, deben poder ejercerlos allí donde quiera que se encuentren. La sociedad receptora de personas inmigrantes es la responsable de garantizárselos, superando la mera retórica de los derechos(28). Esta afirmación podría ser considerada como maximalista si se entendiese con la pretensión añadida de su aplicación automática como derechos de ciudadanía. Pero no lo es si se toma como un obligado horizonte normativo hacia el que hay que avanzar(29). Desde nuestra perspectiva, progresar en el ejercicio político pleno de los derechos de ciudadanía (aun sólo de los consagrados en las constituciones democráticas y en los tratados internacionales) supondría avanzar mucho en la realización de lo mejor de las promesas incumplidas de la modernidad. La libertad y la igualdad (y la siempre compleja relación entre ambas) son el núcleo de tales promesas. ¿Ha avanzado en esta dirección la actual sociedad española?
3. Derechos civiles y políticos: el estado de la cuestión
Los derechos civiles y políticos conforman la llamada (de forma no muy acertada) “primera generación” de derechos de la persona y el ciudadano. Los derechos civiles, en concreto, se sitúan en el ámbito legislativo en el que con más ambición, consistencia e intensidad se ha manifestado la actividad reformista gubernamental española (aunque ya hay indicios de que el ímpetu inicial, dos años después, está siendo frenado de manera bastante consciente). Los abordaremos en primer lugar.
a) Novedades político-jurídicas en la relación entre ciudadanos.
El notable avance de los derechos civiles en España ha dado lugar a una incuestionable ampliación de las libertades que disfrutan los españoles, mayoritariamente deseosos, según todas las encuestas de opinión, de superar la anterior etapa política, una etapa de conservadurismo autoritario y desmesurada influencia de la jerarquía eclesiástica. Este hecho sitúa a este país entre los más avanzados de Europa y del mundo. Nos detendremos aquí sólo en algunas de las principales acciones y omisiones que consideramos relevantes en estos dos años largos de Gobierno social-liberal: legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, defensa jurídica de la identidad de género, reforma de la legislación sobre el divorcio y cuestiones pendientes como el aborto y la eutanasia(30).
En abril de 2005 el Congreso de los Diputados aprobó la modificación del Código Civil de tal modo que a partir de ese momento las personas del mismo sexo pudieran contraer matrimonio. Éste, a tenor de los cambios introducidos, tiene la misma consideración y efectos jurídicos y administrativos que el de los contrayentes heterosexuales, incluida la posibilidad de adopción de menores. De esta forma, la legislación española actual se asemeja a la de los países más avanzados en esta materia —Bélgica, Holanda y Canadá— e incluso va aún más allá en el terreno de la adopción. Esta iniciativa contó con una amplia aceptación de los españoles: según el Centro de Investigaciones Sociológicas en torno al 60% de los mismos, porcentaje que asciende al 78% en el caso de los jóvenes(31). Sin embargo, fue duramente rechazada por los sectores sociales más conservadores liderados por el Partido Popular (PP) y, como no podía ser menos, por la Conferencia Episcopal Española. La argumentación en contra consistió en afirmar que esta modificación legislativa supondría la destrucción de la familia y que los niños eventualmente adoptados por tales parejas sufrirían terribles consecuencias personales. Todo esto acarrearía, en fin, la destrucción de la propia sociedad española. Más allá de estos falaces y apocalípticos argumentos, hay que señalar que en el fondo la oposición a los matrimonios homosexuales se sustentó sobre la idea de que estos van contra el “orden natural de las cosas”. De esta forma, se recurrió a la tan frecuente táctica mediática de naturalizar una construcción social contingente, como es la familia concebida de modo tradicional, y se llegó a negar incluso la potestad del Parlamento para legislar contra la “ley natural”(32). Pese a ello, las fuerzas sociales y políticas que exigían y apoyaban tal medida aguantaron la embestida y la Ley salió adelante con un amplio respaldo. El conjunto de la sociedad española ha aceptado luego con gran sensatez este tipo de matrimonios. Hasta el momento de escribir estas líneas se han celebrado unos 5.000 (entre ellos, algunos de miembros del PP), y ya sólo son noticia por la celebridad “en rosa” de los contrayentes (a veces personas conocidas de la derecha española) o de quien oficia la ceremonia civil (en ocasiones cargos municipales de ese partido).
Debe tenerse en cuenta, no obstante, que este importante paso adelante en la ampliación de derechos se encuentra con severas limitaciones en la práctica, debido sobre todo a la estructura de desigualdades existente en España. Pueden señalarse tres peculiaridades que ponen en evidencia cómo un derecho, reconocido por igual a todos los españoles, no es de hecho ejercido por todos aquellos que probablemente desearían hacerlo. En primer lugar, una realidad ya suficientemente contrastada: la inmensa mayoría de los matrimonios homosexuales se contraen entre varones (en torno al 70%)(33), lo que nos hace suponer que las desigualdades de género existentes en España se manifiestan con toda claridad en el ejercicio de este derecho(34). En segundo lugar, aunque aún no disponemos de suficientes datos empíricos que lo corroboren, a partir de evidencias dispersas y fragmentarias, podemos conjeturar que es un hecho el que los matrimonios homosexuales se estén produciendo mayoritariamente entre sujetos pertenecientes a las clases medias; las clases trabajadoras y la alta burguesía española, en parte por razones semejantes y en parte diferentes, no parecen ejercerlo —sobre todo las primeras— en un porcentaje que, atendiendo a su peso en el conjunto de la población, sea semejante al de las clases medias. En tercer lugar, también como conjetura, adelantamos que parece que ya se puede afirmar que los matrimonios homosexuales se celebran mayoritariamente entre hombres blancos de —digámoslo así— cultura europea (ni la ya considerable, y creciente, población musulmana de origen magrebí y subsahariano, ni tampoco la muy importante, y también creciente, población de procedencia latinoamericana parecen hacer uso de tal derecho). Cabe señalar entonces, en relación a esta última conjetura, que es preciso tener en cuenta no ya sólo razones de carácter cultural, sino también de la extracción social de los inmigrantes, pues es bien conocido que pertenecen en su inmensa mayoría a las clases trabajadoras(35).
En estrecha relación con esta reforma hay una interesante iniciativa: el proyecto de Ley de “identidad de género” o de “regulación de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas”. Su objetivo es tratar de combatir la discriminación (y con frecuencia persecución) que sufren, en múltiples formas, las personas transexuales(36). A partir de su aprobación ya se podrán hacer coincidir identidad sexual administrativa y real. Se podrá cambiar el nombre y sexo que aparece en los documentos oficiales, sin tener que someterse a ninguna operación de “reasignación de sexo”. Lo que se establece es que para modificar la identidad administrativa bastará una “prueba de vida”: aportar un diagnóstico médico de transexualidad y vivir en armonía con su sexo real. Tal modificación legislativa podrá ser considerada como una de las más avanzadas del mundo. Mientras tanto, aquellos que desean cambiar de sexo y nombre en el Registro Civil siguen necesitando someterse a una operación quirúrgica de genitales y obtener una sentencia judicial favorable. Lo que aún no se va a establecer es que sea la Sanidad pública la que se haga cargo de los costosos gastos médico-quirúrgicos que implica la reasignación de sexo para aquellos transexuales que deseen someterse a tales intervenciones (algunas comunidades autónomas gobernadas por el PSOE —Andalucía y Extremadura, en concreto— ya lo hacen). El Gobierno seguirá sin incluir estas prestaciones en el catálogo de servicios que la Sanidad pública debe ofrecer obligatoriamente en todo el Estado. Y es evidente que de no hacerlo esta importante iniciativa quedará seriamente lastrada por las desigualdades sociales y territoriales existentes en este país de países.
Otra relevante medida reformadora ha sido la facilitación y el abaratamiento del divorcio. Su legalización ha sido objeto de una larga lucha en España. La primera Ley que lo autorizaba fue promulgada en 1932 durante la Segunda República. Naturalmente, fue derogada y el divorcio prohibido en 1939 por la dictadura franquista, para satisfacción de la Iglesia católica. El asunto fue retomado a finales de los años setenta del siglo pasado, en los inicios de la transición democrática, y se aprobó una importante aunque restrictiva Ley de divorcio en 1981. Una vez más, la jerarquía eclesiástica se opuso frontalmente —junto a los sectores sociales y políticos más conservadores— alegando que provocaría la destrucción de la familia y de España, y negando que el divorcio fuera un derecho civil de las personas. Se puede afirmar que la Ley de 1981, al mismo tiempo que autorizaba el divorcio, disuadía de que fuera solicitado. La lentitud en su tramitación y obtención, las cautelas de todo tipo y trabas legales, y su alto coste económico dificultaban enormemente su uso, sobre todo —claro está— a las mayorías desfavorecidas(37).
Con todo, hasta mediados del año 2006 se habían producido en España en torno a un millón de separaciones y unos 700.000 divorcios (en el 70 por ciento de los casos a iniciativa de las mujeres: con ello puede calibrarse la importancia que para las mujeres ha tenido, pese a todo, la Ley de 1981). No obstante, para contextualizar adecuadamente estos datos, debe consignarse que según el Instituto Nacional de Estadística la tasa de divorcio en España en el año 2000 fue del 0,9 por mil, aun creciendo aceleradamente; quiere esto decir que era entonces la mitad de la media existente en la Unión Europea, muy por debajo además de países como Bélgica y Holanda, que rondaban el 3 por mil(38). En definitiva, la reforma de la Ley de 1981, aprobada en abril de 2005, previsiblemente agilizará y abaratará notablemente el divorcio. Porque ya no es necesaria la separación previa, ni se precisa alegar causa alguna; basta con que uno de los miembros de la pareja lo desee. De esta forma, al menos en el plano legal, el Estado español se sitúa en el mismo plano de la mayoría de Estados europeos y se desembaraza, al menos en el ámbito de los derechos formales, de la ominosa y alargada sombra de la Iglesia católica, cuya cúpula ha vuelto una vez más a anunciar todas las catástrofes morales y sociales imaginables al respecto.
En el ámbito de los derechos civiles también debemos señalar, para terminar, dos importantes omisiones en lo tocante al derecho al aborto y a la eutanasia. Seguimos donde estábamos. Ambos asuntos, al margen de su indudable carácter de derecho de las personas, figuraron en el programa electoral del PSOE para el periodo 2004-2008 y en la Constitución española no hay ningún impedimento para su total despenalización. Por un lado, la reforma legislativa del derecho al aborto figura como una promesa concreta, con el fin de eliminar las trabas que existen en la normativa vigente y para reconocer el pleno derecho de las mujeres a decidir libremente; en todo caso, la única restricción sería la fijación de un sistema de plazos por razones puramente de salud. Por otro lado, se prometía la creación de una Comisión del Congreso de los Diputados para abrir el debate sobre el reconocimiento formal del derecho a la eutanasia, en la perspectiva de consensuar una primera regulación, como ya ocurre en Bélgica y Holanda. Pero ninguna de estas dos promesas se ha cumplido. Y a tenor de lo manifestado por el Gobierno, son cuestiones que han sido aplazadas sine die, pese a la oposición del resto de las fuerzas de izquierda que ayudan a su sostenimiento parlamentario.
Todo parece indicar, pues, que en estos dos asuntos el Gobierno sí se ha plegado a las presiones de la jerarquía eclesiástica y a los sectores sociales y políticos que le son afines(39); cuando menos, hay que pensar que el ejecutivo que preside Zapatero no se ha atrevido a abrir estos nuevos frentes de confrontación con esos sectores tan conservadores e, incluso, reaccionarios. La mayoría de los ciudadanos españoles, sin embargo, está a favor de la despenalización total del aborto y dispuestos a continuar el intenso debate que se ha producido en los últimos años en torno a la eutanasia, un debate que parece indicar también que existe un amplio apoyo a su regulación —sobre todo porque el muy pronunciado envejecimiento de la población española está poniendo en primer plano la necesidad de garantizar una muerte digna a un número creciente de personas(40).
b) Sin novedad en el frente de los derechos políticos.
En lo referente al desarrollo y enriquecimiento de los derechos políticos la acción gubernamental ha sido bastante menos brillante. Apenas hay iniciativas que reseñar y sí serias promesas incumplidas. En su programa electoral, por ejemplo, el PSOE defendió una “democracia de ciudadanos y ciudadanas” de carácter “participativo”. Prometió también una ley básica de participación institucional y un plan estratégico de fomento de la participación. Casi nada se ha hecho al respecto y no parece que haya voluntad de hacerlo. Tampoco se han realizado modificaciones del sistema electoral, aun con el limitado y discutible alcance que se había prometido: desbloqueo de las listas electorales y elección directa de los alcaldes. Sí se ha aprobado la paridad de sexos (al hilo del inicialmente llamado proyecto de Ley de igualdad de género, sobre el que volveremos en el próximo apartado) en la composición de las candidaturas electorales.
La calidad de nuestra democracia sigue siendo baja, aunque cabe decir que en esto no nos diferenciamos sustancialmente del resto de Europa. La inmadurez de la cultura democrática en España, empezando por la de las cúpulas de los detentadores de poder social, es hoy muy grande. Los ciudadanos de a pie apenas tenemos posibilidades reales de participar en el debate público y mucho menos en los procesos de toma de decisiones, en cualquiera de sus niveles. El debate está casi exclusivamente en las manos de unos pocos (líderes políticos, económicos y religiosos; intelectuales orgánicos de una u otra opción política; “tertulianos” profesionales en la nómina de los grandes medios de comunicación,…), que normalmente no se salen de la corriente principal de pensamiento de las conformistas democracias occidentales y que se limitan diligentemente a apoyar o a criticar al Gobierno (y asociados) o al solitario y principal partido de la oposición. Hasta los politólogos cercanos al poder reconocen que “los ciudadanos son muy críticos con los partidos” y focalizan en ellos “buena parte de las insatisfacciones respecto al proceso de representación política”(41). La toma de decisiones se concentra formalmente en el poder ejecutivo, en cualquiera de sus ámbitos (gobierno central, gobiernos autónomos, corporaciones municipales, etcétera), y en los grupos de presión más poderosos del país, nucleados en torno a las distintas fracciones del capital y de la jerarquía episcopal. Los parlamentos central y autonómicos suelen limitarse a convalidar esas decisiones. Sin embargo, no se puede ignorar que todo ello está mediatizado por la existencia de numerosas organizaciones sociales que luchan tenazmente por influir en esos procesos de toma de decisiones, organizaciones que a veces pueden apoyarse en las opiniones públicas mayoritarias de las diferentes nacionalidades y regiones, que no siempre están dormitando y dejando hacer a voluntad de los hegemonizadores del sistema político.
Casi sin excepción, los partidos y sindicatos están bien sujetos a la “ley de hierro de la oligarquía” y controlados —por tanto— por pequeños grupos, en general más atentos a su propia perpetuación que a la lucha por objetivos de cambio social (no en vano, estos objetivos suelen ser arduos y puedan desestabilizar las rutinas profesionalizadas). Este hecho es particularmente llamativo en las cúpulas de los sindicatos mayoritarios (CCOO y UGT), que han abrazado sin reservas la ideología del crecimiento económico y la creación de empleo según la lógica capitalista del beneficio privado como “única solución” a los problemas de las clases trabajadoras(42). Los llamados “nuevos” movimientos sociales (ecologistas, feministas, pacifistas, etcétera) no logran, pese a sus denodados esfuerzos, ganar un espacio sustantivo de influencia (salvo en momentos muy concretos, como —por ejemplo— la catástrofe ecológica provocada por el hundimiento del “Prestige” o la guerra de Irak); además, desde el acceso del PSOE al Gobierno parecen encontrar más dificultades para alentar a la movilización social. Las ONGs, por su parte, se limitan —dicho sea en términos generales— a paliar problemas en algunos ámbitos en los que el Estado no ha asumido nunca, o ha abandonado en diverso grado incluso, sus responsabilidades; lo hacen en la mayor parte de los casos, además, con recursos económicos proporcionados por los propios poderes públicos, razón por la cual inevitablemente están sometidas de facto a una fuerte (aunque poco visible) dependencia.
Mientras la intelectualidad orgánica, universitaria o no, está más activa que nunca, la inorgánica, universitaria o no, se mantiene silenciada, sumisa e impotente. Por su parte, los grandes medios de comunicación de masas están en España cada vez más controlados por potentes grupos corporativos con intereses económicos, políticos e ideológicos muy precisos, que con frecuencia poco tienen que ver con los intereses de las mayorías sociales y con el derecho a recibir una información veraz y completa(43). Estos medios apoyan o bien al Gobierno (o a fracciones del Gobierno) o bien a la oposición conservadora (o a alguno de sus grupos), y a la vez tratan de marcar la agenda política de toda la sociedad sin apenas disimulo. Las televisiones estatal y autonómicas, las privadas, junto a las principales cadenas de radio y de prensa, y la Agencia Efe se mantienen en lo “políticamente correcto”, cuando no apoyan los intereses del gran capital español (en sus alianzas internas y externas) y al Gobierno, del que en mayor o menor medida dependen, quedando de esta manera el pluralismo restringido a sus más estrechos márgenes(44).
Nuestra democracia sigue, pues, “congelada” en los términos en que fue definida en los diversos pactos de la transición democrática. Parece que su construcción se da por concluida y apenas hay ambición en el sistema partitocrático por mejorarla y enriquecerla (a veces incluso ha sido empobrecida)(45). Así, la política de los derechos políticos está quedando circunscrita en exclusiva a lo aceptado según el férreo dictat de la opinión publicada (que oscila según coyunturas) y de la ideología dominante (que está anclada de forma estructural). Dos muestras concretas pueden servir (pese a su dificultad) para ilustrar la miopía de esta anómala situación, que es una situación que no deja de pasar constantes facturas en el deterioro de la convivencia cívica. Nos referimos al mantenimiento de la legislación contra la “izquierda” abertzale y al no reconocimiento de derechos políticos a los “inmigrantes” legalizados. Por una parte, amparándose en las necesidades de la lucha contra el terrorismo nacional, el PP y el PSOE pactaron contra el resto del arco parlamentario, mientras gobernaba Aznar, una Ley de partidos que tenía entre otros objetivos impedir la actividad política de la llamada “izquierda radical vasca”. De esta forma, bastantes decenas de miles de ciudadanos vieron como —de facto— sus derechos políticos eran restringidos (se limitó su libertad de expresión, de asociación, de representación política, etcétera). El acceso del PSOE al Gobierno no ha conllevado, hasta este momento, ningún cambio en esa situación legislativa, aunque, para cualquier observador no unilateral del difícil proceso de paz en marcha, parece evidente que la desaparición del injustificable terrorismo etarra va a estar condicionada por la restitución de estos y otros derechos políticos. Esos derechos deberían ser una exigencia ética, política y jurídica para toda la ciudadanía (pese a que acogen —y precisamente porque acogen— los de aquellos ciudadanos que, identificados con ETA, tienen a gala despreciar los derechos fundamentales de los demás)(46).
Por su parte, el problema de los derechos políticos de los inmigrantes —excepción aparte de los procedentes de la Unión Europea, que pueden ejercerlos en las elecciones municipales— sigue sin abordarse. Este asunto ni siquiera aparece en el programa electoral del PSOE, aunque sí está presente en el de su aliado Izquierda Unida. Precisamente en agosto de 2006 ambas fuerzas parlamentarias presentaron una proposición no de Ley para que les fueran reconocidos a los inmigrantes regularizados sus derechos políticos en las elecciones municipales(47). Pero la propuesta-prospección fue abortada rápidamente por el Gobierno, alegando razones de tiempo y oportunidad política, y así el reconocimiento de tales derechos —aun en el limitado nivel municipal— ha sido pospuesto indefinidamente.
Es necesario señalar, finalmente, un avance considerable, aunque insuficiente, en la institucionalización de la “España plural”, como eufemísticamente la llaman el Gobierno y algunos de sus aliados para aludir —y eludir— su condición plurinacional. El desarrollo político-jurídico de la descentralización del Estado español está avanzando hasta su conversión práctica en un Estado que algunos autores consideran “federalizante”(48). El Gobierno Zapatero ha impulsado de forma audaz un proceso de reforma general de los estatutos de autonomía, con el propósito expreso de ampliar las competencias de los gobiernos autónomos y de reconocer ciertas particularidades identitarias de los distintos pueblos que integran España. A estas alturas parece claro que el máximo límite de autonomía que Parlamento y Gobierno centrales permitirán (a expensas de la resolución de la cuestión vasca) es el establecido en el nuevo Estatut catalán. Éste supone, ciertamente, un avance notable en la capacidad de autogobierno y en el reconocimiento de algunas señas de identidad específicas de la ciudadanía de Cataluña; está sirviendo, además, de referente para el resto de las Comunidades autónomas. La derecha españolista, junto a algunos sectores de izquierda con el mismo apellido, tienden a oponerse frontalmente, en nombre de la “sagrada unidad” de España, a cualquier ampliación de competencias y reconocimientos identitarios (el PP ha presentado un recurso ante el Tribunal Constitucional contra el Estatut y se ha dividido ante la reforma del Estatuto andaluz; no es improbable, pues, que el primero de esos textos sufra algunas modificaciones más, a añadir a las ya practicadas por el Congreso en relación a lo que había aprobado con un amplísimo respaldo el Parlamento catalán en el otoño de 2005).
El proceso de reforma autonómica está aún abierto y en marcha (y a todas luces va servir como pretexto para seguir alimentando en los próximos años, con pretensiones electoralistas, el mismo clima de crispación mediática de los pasados). PSOE y PP pretenden cerrarlo, sin una profunda revisión constitucional, al término de las modificaciones estatutarias pendientes (con el problemático interrogante sobre el fin del terrorismo etarra por medio). En cualquier caso, nuestra interpretación no puede obviar la mención, en relación a la reforma de los estatutos de autonomía, de dos de las restricciones más graves que menoscaban los derechos políticos de ciudadanía (pues son restricciones que llevan a que cualquier pretensión de “cierre” constitucional se haga en cierto modo en falso). A saber, el no reconocimiento del derecho de autodeterminación nacional (consagrado por la ONU, aunque no reconocido por la Constitución española, y que es con toda seguridad el nudo gordiano de la cuestión vasca)(49), y el no reconocimiento del derecho de los ciudadanos de las naciones de España que democráticamente consideren serlo a definirse jurídicamente como tales. Así, pues, pese al positivo impulso del actual Gobierno, pensamos que desafortunadamente la configuración político-jurídica del modelo autonómico de Estado seguirá siendo una cuestión abierta en la vida española por muchos años más.
4. Derechos sociales: un déficit encubierto
El reconocimiento y desarrollo de los derechos sociales como derechos de ciudadanía está íntimamente relacionado con la configuración y expansión en los países capitalistas avanzados del Estado de bienestar (o Estado de “organización del malestar”)(50). El análisis de la situación de los derechos sociales en España exigiría, por tanto, el estudio de la génesis, desarrollo y situación actual de su Estado de bienestar. Esta es una tarea que no podemos abordar aquí(51). Nos limitaremos a señalar algunas de sus características y rasgos actuales en relación con la situación media del Estado de bienestar en la Unión Europea.
a) El contexto estatal de las políticas de bienestar social.
El desarrollo del Estado de bienestar en España es tardío, débil y contradictorio. Si bien se pueden encontrar alguno de sus antecedentes en el debate en torno a la llamada “cuestión social” a finales del siglo XIX y en la frustrada agenda reformista de la Segunda República, no será hasta los años sesenta del siglo XX cuando se materialicen algunas políticas que se pueden considerar propias del Estado de bienestar(52). Con todo, se considera muy ampliamente que su establecimiento en España no se produce hasta finales de los años setenta con la reinstauración de la democracia. Esto ocurre, entonces, justo precisamente cuando el ultraliberalismo desregulador (el llamado con poco acierto “neoliberalismo”, que tiene como uno de sus objetivos teóricos —y retóricos— desmantelarlo) se convirtió en la ideología económica dominante a nivel planetario(53), empezó a ser puesto en práctica con diversa intensidad por gran parte de los gobiernos del mundo, ya fueran conservadores ya se declararan “progresistas”. De esta forma, el intento más serio de consolidar un Estado de bienestar en España se produjo a destiempo y a contracorriente de la tendencia político-económica general. Esto ayuda a explicar la debilidad y contradictoriedad de las políticas puestas en práctica desde entonces. Pese a todo, es constatable que hasta mediados de los años noventa del siglo XX los gobiernos españoles han realizado un esfuerzo sostenido para acercar los niveles de gasto social y protección pública a la norma europea. Aunque no se superase del todo el atraso inicial, en ese periodo se produjo, en consecuencia, un proceso real de “convergencia social” con Europa.
Sin embargo, como muestra —entre otros— Vicenç Navarro, a partir de 1993 empieza a desacelerarse el crecimiento del gasto social en España, y su expansión queda por debajo de la media europea; en esos momentos se inicia, pues, un proceso real de “desconvergencia social” que dura hasta el momento presente(54). Debe hacerse notar que este proceso liberal-conservador se pone en marcha a partir de las políticas económicas del último Gobierno González, siendo Ministro de Economía y Hacienda Pedro Solbes, un educado y connotado defensor de la ortodoxia liberal en política económica, que ha vuelto a ocupar el mismo Ministerio en el Gobierno Zapatero (después de haber sido además Comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios). Entre el Gobierno González y el Gobierno Zapatero, la desconvergencia se acentuó con los Gobiernos Aznar, que en este aspecto no hicieron sino mantener e intensificar las políticas liberal-conservadoras iniciadas a partir de 1993. Así, pues, no podemos calificar las políticas económicas y sociales del actual Gobierno más que como continuistas. No disponemos aún de datos homologados para poder comparar la situación, a día de hoy, con la de la UE, pero todo indica que si —en el mejor de los casos— el proceso de desconvergencia se hubiese desacelerado, a buen seguro no se habrá revertido.
Las razones esenciales del continuismo político-económico hay que buscarlas, creemos, en la ortodoxia económica plasmada en el Tratado de Maastrich y en la asunción entusiasta del mismo que han hecho los gobiernos españoles(55). El Tratado obligaba a los países que quisieran integrarse desde el principio en la “zona euro” (y finalmente a todo el conjunto de la Unión Europea) a adoptar políticas económicas y sociales de corte ultraliberal: eliminación rígida de los déficit presupuestarios, reducción sustancial de la deuda pública, control severo de la inflación, políticas estrictas de ajuste estructural, contención inflexible del gasto social, recorte de prestaciones, etcétera. Tales compromisos fueron cumplidos sobradamente por España, pero no fue eso, sin embargo, lo que ocurrió en otros países europeos, como por ejemplo Alemania, Francia e Italia. A consecuencia de ello, el crecimiento de la economía española “va bien” (lleva diez años ininterrumpidos con un crecimiento medio del 3,5 del PIB), pero no se puede decir lo mismo respecto a la situación económica de las clases trabajadoras. La llamada “economía del goteo” se ha revelado una vez más como el mito encubridor de una realidad social que los últimos gobiernos no quieren dar a conocer. He aquí lo que ocurre: la ya débil protección social se ha degradado, ha perdido universalidad y se ha vuelto más asistencial; ha sido mercantilizada y, en consecuencia, ha perdido intensidad protectora. Los servicios públicos —sanidad, educación y justicia, entre otros— siguen manteniendo muy graves carencias y son causa de una permanente insatisfacción ciudadana. Veamos: España heredó de la dictadura franquista el gasto social más bajo de Europa(56). En 1982 se limitaba a un 15% del PIB, pero fue creciendo, como hemos señalado, hasta alcanzar el 23,4% en 1993, unos cuatro puntos porcentuales por debajo de la media europea (27,4% del PIB). Pero a partir de ese año se produjo la inversión de este proceso, de tal forma que en 2002 el gasto social había bajado en España hasta el 19,7% del PIB y la distancia con nuestro entorno político y social había aumentado hasta 7,2 puntos (casi el doble de la que era en 1993). Todo esto ocurrió, además, en un periodo en el que el crecimiento de la economía española fue notablemente superior a la media comunitaria, lo que resulta muy elocuente y significativo. Es por ello que Navarro ha podido concluir afirmando que “está claro que el mayor crecimiento de la economía no se ha utilizado parar corregir el déficit social con Europa”(57).
Con el objeto de examinar lo ocurrido desde el acceso del PSOE al Gobierno en 2004, y de verificar si se han producido cambios y en qué grado en la política social, analizaremos a continuación las políticas presupuestaria y fiscal de estos años y la evolución del empleo y desempleo, junto a sus características más notables (en tanto que sobre la esfera del trabajo se sustentan por lo general los derechos sociales en el capitalismo avanzado)(58). Finalmente, haremos una valoración de dos de las iniciativas más importantes del Gobierno en materia de derechos sociales: la conocida como Ley de igualdad de género y la Ley de dependencia(59).
b) Las políticas presupuestarias y fiscales en relación a los derechos sociales.
Las políticas presupuestaria y fiscal seguidas por el Gobierno Zapatero hasta el momento deben se calificadas también como continuistas. Las constricciones del Tratado de Maastrich y las convicciones profundas del liberalismo social acerca de la bondad de la ortodoxia económica explican este hecho. España ha tenido superávit presupuestario los años 2005 y 2006 y se espera que así sea también en 2007. La deuda pública ha bajado al 43% del PIB, que es un porcentaje de los más bajos de Europa (la media de la deuda pública comunitaria se mantiene en el 70,8% del PIB).
Dadas estas coordenadas, el esfuerzo presupuestario por superar nuestro subdesarrollo social ha sido escasísimo. Así, aunque se ha producido un ligero aumento del porcentaje del presupuesto destinado al gasto social, todo parece indicar que la distancia con Europa se mantiene. Si observamos los Presupuestos Generales del Estado de 2006, que son los primeros que el gobierno considera como propiamente suyos, los objetivos declarados se proponen conseguir: un crecimiento económico más sólido y sostenible, una mejora en la competitividad de la economía española y el logro del equilibrio presupuestario(60). Debido a ello la orientación de los Presupuestos está dirigida fundamentalmente a la mejora de la productividad. El gasto público señala como prioridades las infraestructuras, el complejo I+D+I (con un fuerte componente de gasto militar) y la educación (entendida ésta no tanto como un servicio público destinado a elevar la formación general de los españoles y satisfacer sus necesidades culturales, artísticas y científicas, sino más bien como una inversión en “capital humano”, en la más estrecha acepción de la economía neoclásica). En dichos Presupuestos el gasto social (pensiones, servicios sociales, acceso a la vivienda, fomento del empleo, sanidad, educación, cultura, etcétera) era el 50,2% del total (en torno a unos cuatro puntos porcentuales menos que la media europea). El dato cobra más significación si se tiene en cuenta que el gasto social en el año 2004, bajo el Presupuesto del último Gobierno del PP, fue el 49,4% del total. La variación es prácticamente insignificante y evidencia que, más allá de la retórica política, en la práctica la preocupación social del PSOE no ha sido sensiblemente mayor que la del PP.
El Proyecto de Presupuestos para 2007, en trámite parlamentario en el momento de la redacción de estas líneas, presenta la misma orientación, aún cuando muestre un ligero aumento porcentual del gasto social. Se prevé un nuevo superávit presupuestario (0,2% del PIB) y que el gasto social ascendería al 50,5% del total presupuestado. Este leve incremento va destinado sobre todo a una moderada elevación de las pensiones mínimas, a gastos en inmigración, a la ayuda al desarrollo, al acceso a la vivienda y a la puesta en marcha de la Ley de dependencia. Debemos precisar, no obstante, que las cifras anteriores miden el esfuerzo en gasto social con relación a otras actividades del Estado, a gobiernos anteriores y a la media de la UE. Por lo tanto, también es cierto que los recursos económicos en términos absolutos destinados al gasto social han aumentado notablemente, debido a los efectos del crecimiento sostenido del PIB en los últimos diez años y al consiguiente aumento del volumen absoluto de recursos de que dispone el Estado. Esto se explica, en primer lugar, porque España es hoy más rica (sin referirnos ahora a la distribución interna de esa riqueza) que hace diez años, y no porque se haya producido un “giro social” real en la política gubernamental. En cualquier caso, en segundo lugar, este aumento de los recursos en términos absolutos no ha servido para subsanar el carácter mísero de una buena parte de la prestación en pensiones, ni las enormes dificultades de amplios sectores sociales para acceder a la vivienda, ni las carencias en sanidad, educación, etcétera (más adelante lo ejemplificamos en un problema concreto, el de la pobreza).
Si a esta política presupuestaria le añadimos una política fiscal regresiva, como la que de hecho se está practicando, el panorama se vuelve más incierto. La reforma fiscal que entrará en vigor el 1 de enero de 2007 establece, muy en el espíritu de los tiempos, una rebaja de la imposición directa, muy especialmente en el Impuesto de Sociedades. Concretamente, el gravamen general del 35% se reducirá en dos años al 30% para las grandes empresas. Para las PYMES, por su parte, bajarán en un sólo año del 30% al 25%(61) (a pesar de ello el Gobierno estima que la recaudación por el IRPF aumentará un 3,5% —debido al incremento del empleo— y la del Impuesto de Sociedades un 11% —a causa del aumento del beneficio empresarial). Todo ello, se argumenta, tiene por objetivo mejorar el poder adquisitivo de los españoles y, sobre todo, aumentar la competitividad de las empresas. Sin embargo, que las empresas quieren pagar aún menos impuestos es obvio; que ese sea el deseo de los españoles no lo es tanto. Según una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas de octubre de 2005, el 42,2% de los ciudadanos preferiría pagar más impuestos —pese a lo difícil que resulta aceptarlo— para que el Estado pueda aumentar y mejorar los servicios que presta (por el contrario, el 38,9% escoge pagar menos impuestos, aunque ello suponga reducir algo los servicios públicos)(62). A nuestro juicio, esto muestra con claridad el sentir mayoritario de la ciudadanía en favor de una mejora y ampliación de los derechos sociales. Una vez más este Gobierno, al igual que los precedentes, parece estar más atento a las exigencias de las minorías detentadoras del capital que a las de los ciudadanos.
Lo que esta política fiscal evidencia, en definitiva, es que la representación política no tiene un interés firme y real en redistribuir mejor la riqueza y atajar la profunda desigualdad social que divide a la sociedad(63) (tampoco siquiera hay interés en reducir la brecha fiscal con Europa —la presión fiscal en España es del 38,7%, mientras que la media de la UE es del 45,3%)(64). Todo esto sorprende aún más cuando se traviesan coyunturas económicas boyantes, con un superávit presupuestario continuado (y un inquietante superávit, también continuado, de la Seguridad Social: en estos momentos hay acumulados en torno a 40.000 millones de euros en su Fondo de Reserva)(65). La situación se vuelve inaceptable desde el punto de vista de las políticas de derechos sociales, sobre todo si se tiene presente que España está entre los países con mayor nivel de pobreza de toda Europa: el 19,9% de la población es pobre (índice sólo superado por Grecia, Irlanda y Portugal). De igual modo, e íntimamente relacionado con lo anterior, la población española, junto a la de los países citados, es la que más desigualdad social sufre en el contexto de la Unión Europea(66). Un reciente estudio de Cáritas titulado “La pobreza en España”(67) pone de manifiesto que un 3% de la población española vive en estado de pobreza severa (más de un millón trescientas mil personas) y ocho millones en pobreza moderada(68). Las causas profundas de este fenómeno están en la desigualdad social que caracteriza la estructura económica española, que es una desigualdad que comparten las sociedades capitalistas. No obstante, más allá de este hecho estructural, debe señalarse que las razones del alto índice de la pobreza en España, en relación con la media europea, han de ser encontradas en la baja intensidad protectora de los poderes estatales. La tasa de pobreza en España antes de las transferencias sociales realizadas por el Estado se sitúa en torno al 22% de la población y la política social apenas logra reducirla tres puntos, hasta el 19,9% ya citado (en el caso de la Unión Europea, la media de reducción de la pobreza gracias a las transferencias sociales es, por el contrario, de nueve puntos —el triple que en España—, y en países como Suecia la reducción llega a alcanzar los dieciocho puntos porcentuales —seis veces más que la reducción en España)(69). Es obvio, por tanto, que el desarrollo de los derechos sociales en España está muy por detrás de la media comunitaria y que casi un quinto de la población está de hecho excluida del ejercicio de los derechos de ciudadanía (si aceptamos que, como ya se ha señalado, “para ser ciudadano de la polis y participar plenamente de la vida pública hay que tener una cierta posición socioeconómica”).
c) Las políticas de empleo en relación a los derechos sociales.
Por otra parte, los gobiernos de España de la última década han depositado el grueso de sus expectativas de mejora de la situación social en la creación de empleo(70). Y, en efecto, el éxito en este ámbito ha sido muy notable, al menos en apariencia. Se ha pasado de tasas de desempleo de más del doble de la media europea a situarse en esa media —8,1% en octubre de 2006— y en casi continuo descenso(71).
Ahora bien, este dato debe ser contextualizado y precisado. En primer lugar, la tasa de actividad en España sigue siendo más baja que la de la media comunitaria (66% UE, 62% España), y lo es sobre todo la de las mujeres (57% UE, 48% España), aunque es cierto que esta última ha crecido notablemente en los últimos años (de hecho, la incorporación de la mujeres al mercado de trabajo —junto a la de los inmigrantes— es la que explica el crecimiento de la población activa en el último decenio). En segundo lugar, hay una desigualdad de género muy sensible en el paro, pues casi es del doble (6,3% de desempleo masculino frente a 11,5% de paro femenino). En tercer lugar, los salarios medios son notablemente más bajos en España que en la UE y, además, en el caso español (que no es muy diferente en este aspecto al entorno europeo) las mujeres ganan en torno a un tercio menos que los hombres. Finalmente, las tasas de precariedad laboral en España son mucho más altas que la media europea (más del doble), siendo una precariedad que afecta sobre todo a las mujeres, los jóvenes y los inmigrantes (en España el trabajo temporal asciende a un 34% del total, mientras que en la Unión europea ronda el 15%)(72). En resumen, se ha creado ciertamente mucho empleo pero un empleo de baja calidad, precario y mal pagado; se ha creado lo que se ha dado en llamar “trabajo indecente”, un trabajo que con mucha frecuencia no permite escapar a la pobreza (como los datos más arriba mostrados atestiguan). No debe ignorarse que un trabajo precario implica de suyo una vida precaria y una ciudadanía precaria.
La problemática del empleo afecta muy especialmente, además, a los inmigrantes: es el sector de la sociedad que más sufre la precariedad, el trabajo “negro” y los bajos salarios. Por esta razón, el tipo de empleos que por lo general ocupan las personas inmigrantes limita enormemente sus derechos sociales, que en el muy extendido caso del trabajo “negro” anula todo tipo de derechos(73). A principios de 2005 se aprobó realizar, a partir del Reglamento de Extranjería, un proceso masivo de regularización de inmigrantes ilegales al que pudieron acogerse unas seiscientas mil personas. A nuestro entender, tal proceso tenía dos objetivos fundamentales: desactivar, en primer lugar, la “bomba de relojería” que suponía el creciente número de inmigrantes ilegales viviendo en España (alrededor de un millón en esos momentos), y hacer aflorar, en segundo lugar, una parte de la economía sumergida. Pese a la retórica del Ministro de Trabajo, no parece claro que reconocerles derechos de ciudadanía a estas personas estuviera entre los principales objetivos perseguidos (el proceso se detuvo en los aspectos laboral-residenciales, sin llegar al reconocimiento pleno de todos los derechos de ciudadanía: todo aquel inmigrante que lograra un contrato legal de trabajo de al menos seis meses de duración podía ser “legalizado” y se le reconocerían los derechos sociales derivados del trabajo).
De este proceso se pudieron beneficiar los inmigrantes “regularizados”, y éste fue en sí mismo un hecho bastante positivo. Pero no se puede ignorar que quien se está beneficiando es sobre todo la propia sociedad española, dado que el muy notable crecimiento de la afiliación a la Seguridad Social y el superávit presupuestario al que antes nos hemos referido tienen mucho que ver con la incorporación de las personas inmigrantes a la economía española(74). Así, se ha podido recordar que los cuatro millones de inmigrantes en 2005 (que representan el 9,3% de la población activa española) se distribuyen en “proporciones muy notables en algunos segmentos (el 25% de los trabajadores de la hostelería, el 30% de la población de 30 a 34 años en Baleares, o el 79% de las empleadas domésticas de Madrid)”(75). Quiere esto decir que, por lo general, las personas inmigrantes ocupan puestos de trabajo necesarios, puestos que los ciudadanos españoles, por las condiciones de empleo y salario, ya no quieren desempeñar. Las personas inmigrantes son, además, activos consumidores, tanto de bienes duraderos como de consumo inmediato, y esto en parte explica que la demanda interna haya podido ser una locomotora para la economía de los últimos años. Finalmente, se puede añadir que la crisis demográfica española —dado que España tiene una de las tasas de natalidad más bajas del mundo— y el intenso proceso de envejecimiento de la población están pudiendo ser atenuados gracias precisamente a la inmigración sobrevenida.
Pese a todo, se produjo en su momento, y se ha intensificado en la actualidad, un fuerte rechazo del proceso de regularización por parte del PP y sectores sociales afines (españoles y europeos). Ante las presiones continuadas, de tipo xenófobo casi siempre, el Gobierno Zapatero se ha replanteado la política migratoria en parecidos términos a los defendidos por las opciones neoconservadoras: se ha planteado —como dijimos al inicio— ir hacia una inmigración muy selectiva (de entrada, con contrato de trabajo), repatriando a todas las personas mal llamadas “ilegales” y tratando de contener la inmigración hacia España y Europa en origen (y esto, como no podía ser de otro modo, mediante políticas represivas y “compra” de gobiernos para que impidan salir a sus ciudadanos y acepten la repatriación de los que han logrado llegar a territorio español), etcétera. El reconocimiento de los derechos de ciudadanía de las personas inmigrantes tendrá, pues, que esperar.
d) Algunas políticas improrrogables en relación a los derechos sociales.
Para finalizar nuestra interpretación del estado actual de los derechos de ciudadanía en España nos ocuparemos de algunas cruciales iniciativas en el ámbito de los derechos sociales, iniciativas que afectan en buena medida a las mujeres: las llamadas “Ley contra la violencia de género” y “Ley de igualdad entre hombres y mujeres”, por una parte, y la “Ley de dependencia”, por la otra.
La situación de las mujeres en España es de notable desigualdad con respecto a la de los hombres(76). Tomando como referencia los países del entorno europeo puede afirmarse que las mujeres en España viven en peores condiciones que la media de las condiciones en las que vive el conjunto de las mujeres europeas. En apretada síntesis: tienen menos empleo, éste es más precario y peor pagado, disfrutan de menos ayudas públicas para conciliar trabajo productivo y trabajo reproductivo, participan menos del debate público, tienen menos acceso a los altos cargos políticos y ocupan menos puestos de dirección en las empresas privadas y en las instituciones públicas(77). Una de las grandes promesas electorales del PSOE fue precisamente atacar las desigualdades de género y promover la igualdad entre hombres y mujeres. En este contexto hay que situar la temprana aprobación de la Ley integral contra la violencia de género, así como el proyecto de Ley de igualdad entre mujeres y hombres, en este momento en trámite parlamentario.
La violencia contra las mujeres no cesa en España(78). Al cabo de un año de aplicación, la Ley contra la violencia de género ya está empezando a ser valorada (de forma diversa) desde diferentes ámbitos (organizaciones de mujeres, colectivos profesionales, instituciones públicas, etcétera). El expresivo título que lleva el balance realizado por Amnistía Internacional, “Más derechos, los mismos obstáculos”, tal vez pueda sintetizar el estado de la cuestión, merecedora tanto de un elogio, por el avance jurídico, como de una crítica, por las dificultades de aplicación (ese informe finaliza señalando que “la falta de medios materiales y humanos sigue siendo una constante en todos los eslabones de la cadena de instancias encargadas de la asistencia, protección y justicia ante la violencia de género”)(79).
La Ley de igualdad entre hombres y mujeres, actualmente en proceso de tramitación, parte del principio de discriminación positiva como herramienta para poder avanzar cotas en la igual libertad. De entre sus previsiones podemos destacar la obligación de incluir “planes de igualdad” en las empresas de más de 250 trabajadores y “medidas” de igualdad en las de menor plantilla. El objetivo es “mejorar la posición sociolaboral de las mujeres” y evitar que, como ocurre en la actualidad, el acceso a determinadas categorías laborales, planes de promoción, salarios y pluses, etcétera, sea más desfavorable para las mujeres. Por otro lado, con el ánimo de facilitar la conciliación entre empleo y vida personal, se contemplan permisos de paternidad, maternidad y lactancia; se amplía el derecho a solicitar excedencias hasta que los hijos cumplan ocho años, el derecho a la reducción de jornada, etcétera. No puede obviarse, sin embargo, que en el proyecto de Ley la conciliación está pensada principalmente para las mujeres, no para los hombres; el trabajo reproductivo sigue siendo considerado de hecho como propio de las mujeres, por lo que se intenta hacerlo compatible con su acceso a la esfera pública (a los hombres sólo se les pide amablemente que cooperen en estas tareas con las mujeres)(80). En otro orden de cosas, la Ley impone también la llamada paridad en las listas electorales (el número de personas de cada sexo no puede ser superior al 60% ni inferior al 40%, tomadas de cinco en cinco) e impulsa que los Consejos de Administración de las empresas se abran a la participación de las mujeres. En general, este proyecto de Ley ha sido bien acogido por la ciudadanía (excepción hecha de la patronal de los empresarios, que la considera “un rejón de muerte al diálogo social”), aunque ciertos colectivos sociales —sindicatos, organizaciones de mujeres, etcétera— lo consideran insuficiente(81). Más allá de de las críticas, puede considerarse como una iniciativa importante, aunque su alcance real sólo podrá ser comprobado dentro de unos años.
Terminaremos refiriéndonos a la problemática de las personas en situación de dependencia(82). La llamada Ley de dependencia (“Ley de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia”) fue aprobada por el Congreso en septiembre de 2006 con un amplísimo consenso. Con ella se pretende reconocer, y hacer exigible jurídicamente, un derecho de ciudadanía muy demandado: “el derecho a ser atendido en situación de dependencia”. Contempla la creación de un “sistema nacional de dependencia” y una serie de modalidades de prestación social a las personas en inferioridad de condiciones: mayores, enfermos mentales y discapacitados físicos y psíquicos (según estimaciones de la propia Ley, muy por debajo de la realidad, hay en España en torno a 1.100.000 personas, distribuidas en “gran”, “severa” y “moderada” dependencia). La Ley establece un régimen de colaboración y participación de todas las administraciones públicas y un sistema de financiación compartido de las prestaciones contempladas (en España las cuestiones referidas a la protección social son casi en su totalidad competencia de las comunidades autónomas y el papel del gobierno central consiste en regular las condiciones básicas para garantizar la igualdad territorial mínima): ayuda a domicilio, tele-asistencia, plazas en centros residenciales, plazas en centros de día; a ello habrá que sumar prestaciones económicas directas en el caso de que la oferta pública de servicios no pudiese satisfacer la demanda. De este modo el derechohabiente a las prestaciones debería poder comprarlas en el mercado(83).
La iniciativa ha sido presentada por el Gobierno como la más ambiciosa de la legislatura y conformaría lo que se ha denominado el “cuarto pilar” del Estado de bienestar (junto a los sistemas de salud, educación y pensiones). Si se aplica de manera acorde a las necesidades, supondrá un gran avance social. No sólo porque puede ayudar a atender muchas de las necesidades de las personas en situación de dependencia (un colectivo que, dada la intensidad del envejecimiento de la población española, va a crecer muy significativamente en los próximos lustros), sino porque, al mismo tiempo, abrirá la posibilidad de redimir —aunque sólo sea de modo parcial— a muchas mujeres de este exceso de responsabilidad, y de facilitarles de este modo la formulación de planes de vida más autónomos(84). Sin embargo, en fin, no se deben ignorar algunas de las insuficiencias e interrogantes que esta Ley en trámite plantea: la posibilidad de que se produzca una desigual atención a las personas dependientes según cual sea la comunidad autónoma de residencia (los poderes estatales, al igual que ocurre con el sistema de salud, establecen las prestaciones básicas exigibles de forma igualitaria en todo el territorio del Estado pero cada Comunidad Autónoma podrá elevar esas prestaciones básicas); no se contempla la participación de los usuarios o sus familiares en la toma de decisiones; no se aborda adecuadamente la prevención de las situaciones de dependencia; se establece un sistema de copago a los usuarios en función de su nivel de renta (aunque se asegure que nadie quedará privado del servicio por razones económicas, este procedimiento no puede dejar de suscitar algunas dudas muy serias)(85).
Jorge Rodríguez Guerra es Profesor titular de Sociología de la Universidad de La Laguna (Islas Canarias). Ha centrado su investigación en el análisis de tres fenómenos sociales y la interrelación entre ellos: la educación, el trabajo y el Estado. De entre sus últimas publicaciones cabe destacar “Capitalismo flexible y Estado de Bienestar” (Comares, Granada, 2001) y “La transformación de la sociedad salarial y la centralidad del trabajo” (Talasa, Madrid, 2006). Es miembro del Consejo de Redacción de “Papers. Revista de Sociología”.
Pablo Ródenas Utray es Profesor titular de Filosofía Política y Moral de la Universidad de La Laguna (Islas Canarias). Ha centrado su investigación en la crítica filosófica de la política y en la reconstrucción del filosofar político. De entre sus últimas publicaciones cabe destacar los capítulos de libros o artículos “El ciudadano como sujeto de la política” (UNED, 2002), “Política con razonabilidad” (Anthropos, 2004), “Repensar la guerra” (Icaria, 2004), “Defensa de la poli(é)tica” (Isegoría 29, 2005) y “Orden mundial y ciudadanía” (Icaria, 2007).
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(1) Desde que el PSOE entró en 2004 en el gobierno, éste se ha visto acosado por una poderosa, intransigente y ruidosa coalición política-económica, con importantes apoyos en la judicatura y los medios, que trata de recuperar la gobernación casi a cualquier precio. La manipulación bullshit ha contaminado la información política (sobre todo en lo que se refiere a los atentados del 11 de marzo de 2004, al proceso de paz en Euskadi, a la estructuración político-territorial del Estado y a las políticas de inmigración); en consecuencia, la vertiginosa sucesión de campañas y contracampañas de hostigamiento mediático está distorsionando cada vez más el debate público. Sin embargo, esta penosa realidad cotidiana española no debería ser esgrimida nunca para justificar restricciones gubernamentales en las políticas de derechos.
(2) Cfr. Bernabé López, “Las cosas por su nombre”, El País, 26-9-2006.
(3) No se debe mitificar la condición ciudadana como panacea para todos los problemas de una sociedad, pues tanto es una condición de nivelación de desigualdades (a partir del reconocimiento de la igualdad ante la ley) como de encubrimiento de otras (desde la invisibilización de las desigualdades de género, etnia, clase, cultura, etcétera, hasta la invisibilización de las personas no ciudadanas, inmigrantes pobres, etcétera).
(4) Este argumento comparativo mostraría percepciones aún más desiguales si se comparasen los actuales derechos reconocidos a los ciudadanos españoles con los reconocidos a los ciudadanos magrebíes o subsaharianos que en el presente están tratando de migrar desde África hacia España y Europa.
(5) Sirva como sencillo asiento para esas razones la tasa española de pobreza relativa que (aunque muchísimo menos alta que la latinoamericana) es uno de los marcadores de la conexión de los derechos a exigir en relación a las necesidades que son improrrogables. La “Encuesta de condiciones de vida” del Instituto Nacional de Estadística español de 2005 ha reconocido que en la sociedad española actual “la pobreza existe. Y no en pequeña proporción: un 19,9 % de la población española, o sea, al menos ocho millones de personas, viven en condiciones de precariedad” (véase: Silverio Agea, “Lo que no queremos ver”, El País, 22-01-2006). En comunidades como Extremadura y Andalucía la tasa de pobreza relativa llega hasta el 37 % y 31,1%, respectivamente, según la misma Encuesta. Para una reflexión de largo alcance: T. Pogge, La pobreza en el mundo y los derechos humanos, Paidós, Barcelona, 2005.
(6) Así lo ha planteado Javier Muguerza en “La alternativa del disenso (En torno a la fundamentación ética de los derechos humanos)”, en J. Muguerza y otros, El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1989.
(7) Como ha planteado Luigi Ferrajoli en diversos escritos, los derechos fundamentales son “todos aquellos derechos subjetivos que corresponden universalmente a ‘todos’ los seres humanos en cuanto dotados del status de personas, de ciudadanos o de personas con capacidad para obrar”. Este autor entiende además por derecho subjetivo “cualquier expectativa positiva (de prestaciones) o negativa (de no sufrir lesiones) adscrita a un sujeto por una norma jurídica”, y entiende por status “la condición de un sujeto, prevista asimismo por una norma jurídica positiva, como presupuesto de idoneidad para ser titular de situaciones jurídicas y/o autor de los actos que son ejercicio de éstas” (L. Ferrajoli, Los fundamentos de los derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2001, p. 19).
(8) Cfr. E. Fernández, Igualdad y derechos humanos, Tecnos, Madrid, 2003.
(9) Nuestra perspectiva de los derechos de ciudadanía conlleva de suyo una concepción teórico-práctica más amplia que la que aquí podemos abordar, pues implica un ideario social-liberal de tendencia igualitaria, o lo que a nuestro juicio es lo mismo, un pensamiento democrático de disposición liberal, republicana y socialista (por aludir así, desde un talante democrático, a los tres paradigmas originarios de los derechos de ciudadanía, concebidos en sentido estándar como derechos civiles, políticos y sociales). Pero no podemos demorarnos ahora en él, máxime si se tiene en cuenta la complejidad de la actual postración de las izquierdas a escala planetaria, izquierdas que se encuentran sin proyecto alternativo. Como se ha escrito, la “falta de capacidad para diseñar una visión compartida de un futuro distinto es la base de la quiebra del proyecto socialista, en cualquiera de sus versiones: la socialdemocracia abdicó hace un siglo de tener una perspectiva de cambio estratégica, la izquierda comunista se sumergió en la defensa y crítica de las prácticas en las sociedades posrevolucionarias, la izquierda anarquista no alcanzó a superar el fracaso de la revolución española, la izquierda religiosa, como su reino no es de este mundo, limita su quehacer teórico a la crítica ético-moral” (J. Arriola (ed.) Derecho a decidir. Propuestas para el socialismo del siglo XXI, El Viejo Topo, Barcelona, 2006, p. 10).
(10) La distinción así planteada está hoy desfasada y conduce a errores que aquí no podemos tratar. Presupone de forma errónea la existencia de ámbitos separados (lo “civil”, lo “político” y lo “social”) en los que se constituirían de forma diferenciada los derechos (“civiles”, “políticos” y “sociales”). Cualquier mínima reconstrucción conceptual de lo social exige replantear sus relaciones inclusivas con lo civil y lo político, así como entre lo civil (como supuesto ámbito de la privacidad) y lo político (como supuesta esfera ajena a ese ámbito), tal como uno de nosotros ha hecho en otros lugares (por ejemplo, P. Ródenas, “Política con razonabilidad (Una tentativa de reconstrucción programático-conceptual de lo razonable político)”, en F. Quesada (ed.), Siglo XXI: ¿un nuevo paradigma de la política?, Anthropos, Barcelona, 2004).
(11) Este hecho encaja bastante bien con la tradición política del PSOE. Desde Fernando de los Ríos, pasando por Julián Besteiro, hasta llegar a Felipe González en los ochenta y principios de los noventa (si exceptuamos el corto paréntesis de preeminencia de Francisco Largo Caballero durante la Segunda República), la concepción doctrinal prevaleciente en el PSOE ha estado casi siempre enmarcada en alguna suerte de liberalismo social paniaguado, de socialdemocracia muy moderada, en el que prima lo “liberal” sobre lo “social”. No hay, pues, gran novedad ideológica en la política actual de José Luis Rodríguez Zapatero.
(12) Véase el libro de V. Navarro, El subdesarrollo social de España. Causas y consecuencias, Anagrama, Madrid, 2006.
(13) Una útil síntesis de este debate puede encontrarse en el artículo “Ciudadanía y derechos” de Nora Rabotnikof (recogido en M. Canto Chac (ed.), Derechos de ciudadanía. Responsabilidad del Estado, Icaria, Barcelona, 2005).
(14) Cfr. T. H. Marshall (1950), “Ciudadanía y clase social” (en T. H. Marshall y T. Bottomore, Ciudadanía y clase social, Alianza, Madrid, 1992). La obra de Marshall generó un amplísimo debate y sigue siendo uno de los puntos de referencia esenciales en cualquier análisis sobre esta cuestión. La bibliografía al respecto es cuantiosa por lo que aquí nos limitaremos a citar dos textos sociológicos: para un análisis desde el punto de vista liberal, Ralf Dahrendorf, El conflicto social moderno (Mondadori, Madrid, 1990); y desde una óptica socialista, Tom Bottomore, “Ciudadanía y clase social, cuarenta años después” (en T. H. Marshall y T. Bottomore, op. cit.). Al margen de la tipología de Marshall, son muchos los autores que han planteado otras clasificaciones más refinadas. Una bastante potente es la del mencionado Ferrajoli (véase “De los derechos del ciudadano a los derechos de la persona”, en L. Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil, Trotta, Madrid, 1999, artículo en el que la crítica al esquema marshalliano está bien fundamentada en muchos aspectos).
(15) Principalmente, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales acordado por la Asamblea General de la ONU de diciembre de 1966, que entró en vigor en enero de 1976.
(16)Véase L. Doyal e I. Gough, Teoría de las necesidades humanas, FUHEM/Icaria, Madrid, 1994.
(17) Si hubiese que ilustrar este tipo de exigencias quizá el mejor ejemplo sería la reivindicación de una renta básica universal (al respecto puede verse: Y. Vanderborght y Ph. van Parijs, La renta básica. Una medida eficaz para luchar contra la pobreza, Paidós, Barcelona, 2006.
(18) Véase V. Abramovich y C. Courtis, Los derechos sociales como derechos exigibles, Trotta, Madrid, 2002, pp. 21 y ss. También J. Martínez de Pisón, Políticas de bienestar. Un estudio sobre los derechos sociales, Tecnos, Madrid, 1998, pp. 69 y ss.
(19) Aunque la mendaz “guerra contra el terrorismo” propugnada por la administración estadounidense desde el 11-S esté poniendo en cuestión la integridad de casi todas las políticas de derechos.
(20) Véase, por ejemplo, G. Procacci, “Ciudadanía y pobres, la ciudadanía social y la crisis del Estado de bienestar”, en S. Lukes y S. García, Ciudadanía: justicia social, identidad y participación, S. XXI, Madrid, 1999.
(21) La Constitución española devalúa los derechos sociales al considerarlos sólo como “principios rectores de la política social y económica” y no como derechos fundamentales (L. Prieto Sanchís, Estudios sobre derechos fundamentales, Debate, Madrid, 1990, pp. 185-192; y J. Martínez de Pisón, “La efectividad de los derechos sociales: de las necesidades básicas al desarrollo humano”, en J. Martínez de Pisón y A. García Inda, Derechos fundamentales, movimientos sociales y participación. Aportaciones al debate sobre la ciudadanía, Dykinson, Madrid, 2003, pp. 142-148).
(22) El Estado mínimo es en realidad un mito histórico. En el capitalismo, el Estado siempre ha sido fuertemente interventor. Ocurre que su intervención la ha hecho principalmente en favor de unos (las oligarquías y clases burguesas) y en contra de otros (las mayorías trabajadoras). Se trataría, pues, si no de invertir, al menos de equilibrar la acción estatal (hasta donde esto es posible en el actual sistema socio-económico), favoreciendo en primer lugar a los más desfavorecidos (como exige el pensamiento consecuentemente social-liberal, es decir, liberal igualitario).
(23) La llamada “edad dorada” del Estado de bienestar —situada entre los años cincuenta y setenta del siglo XX— coincide, y no es casual, con un periodo en el que los sectores económicos estratégicos estaban en manos de los poderes estatales. Esto fue lo que proporcionó un cierto margen de maniobra a las sociedades para reorientar socialmente la política económica sin estar fuertemente sometido a las exigencias del gran capital privado, como ocurre con el ultra-liberalismo en la actualidad.
(24) Puede encontrarse un análisis interesante sobre esta cuestión en J. R. Capella, Los ciudadanos siervos, Trotta, Madrid, 1993, y en A. García Inda, “Derechos humanos, movimientos sociales y ONG”, en J. Martínez de Pisón y A. García Inda, op. cit.
(25) M. Canto Chac (ed.), Derechos de ciudadanía. Responsabilidad del Estado, op. cit.
(26) En relación a esas contradicciones cuando están referidas a la libertad de movimiento de las personas, puede verse: W. Kymlica, Fronteras territoriales, Trotta, Madrid, 2006; para un vívido relato de las contradicciones internas de la globalización, con una curiosa amalgama de buena y mala conciencia, pueden verse los libros de J. Stiglitz, El malestar en la globalización, Los felices 90, y Cómo hacer que funcione la globalización, en Taurus, Madrid, 2002, 2003 y 2006, respectivamente.
(27) CEAR, La situación de los refugiados en España. Informe 2006, Catarata, Madrid, 2006.
(28) Obviamos aquí el debate —muchas veces inmerso en esa retórica— acerca de la deseabilidad y viabilidad de una “ciudadanía cosmopolita”, sea ésta lo que se quiera que sea.
(29) Véase J. de Lucas, “Inmigración, ciudadanía, derechos: el paradigma de la exclusión”, en M. E. Rodríguez y A. Tornos (eds.), Derechos culturales y derechos humanos de los inmigrantes, UPCO, Madrid, 2000; J. de Lucas y F. Torres (eds.), Inmigrantes: ¿cómo los tenemos? Algunos desafíos y (malas) respuestas, Talasa, Madrid, 2002; J. Giró, “Ciudadanía y participación: el caso de la inmigración”, en J. Martínez de Pisón y A. García Inda, op. cit.; A. M. López Sala, Inmigrantes y Estados: la respuesta política ante la cuestión migratoria, Anthropos, Barcelona, 2005; y J. C. Velasco y otros, “Inmigración, Estado y ciudadanía”, Revista Internacional de Filosofía Política 27, Madrid, 2006.
(30) No abordaremos aquí un componente esencial de los derechos civiles y políticos: el derecho a poder desarrollar relaciones civiles justas y a tener una justa (y eficiente) administración de justicia. La complejidad y la envergadura de esta problemática en España exigiría para su análisis riguroso un espacio del que no disponemos aquí. Sólo podemos adelantar que la burocratización y la carencia de los recursos humanos y materiales necesarios para su mejora sigue siendo una de sus características más relevantes de la justicia española, como lo es también su carácter clasista y sexista, y su falta de independencia política. Una justicia rápida y transparente, social y políticamente más imparcial, sigue siendo una de las grandes asignaturas pendientes de la administración política española. Poco realmente importante ha hecho el actual gobierno para remediar esta situación, pese a sus ambiciosas promesas electorales. Sobre la situación general de la justicia en España pueden verse T. López-Fragoso Álvarez, “La falta de medios materiales y personales en la administración de justicia”, Revista Vasca de Derecho Procesal y Arbitraje 2, 1991; M. Carmena, “La situación de la justicia en España”, en VV. AA., Políticas sociales y Estado de Bienestar en España: informe 1999, Madrid, 1999; J. González Pérez, “La justicia en España ante el siglo XXI”, Anales de la Real Academias de Ciencias Morales y Políticas 77, 2000; J. J. Toharia y J. García de la Cruz, La justicia ante el espejo: 25 años de estudios de opinión del CGPJ, CGPJ, Madrid, 2005. También tienen mucho interés para esta cuestión las Memorias Anuales del Consejo General del Poder Judicial, particularmente su capítulo “Panorama de la justicia” referido a cada año en cuestión, disponibles en la web www.poderjudicial.es.
(31) Véase el artículo-resumen: “Más de la mitad de los españoles está a favor de los matrimonios homosexuales, según el CIS”, El País, 30-04-2005.
(32) Una excelente muestra de la argumentación conservadora contra este tipo de matrimonio puede encontrarse en el largo artículo de opinión de Rafael Termes, reconocido miembro del Opus Dei, “No puede ser en derecho lo que no es por naturaleza”, El País, 27-10-2004.
(33) Véase el artículo-informe: “El 73,6% de los matrimonios homosexuales es entre varones”, El País (edición Andalucía), 15-01-2006.
(34) Estamos presumiendo que la homosexualidad real se distribuye aleatoriamente entre la población, independientemente de la clase social, el género o la cultura a la que se pertenezca. Otra cosa bien distinta es, como se ve, su manifestación pública.
(35) Esta desigualdad en el ejercicio de un derecho reconocido a todos es un ejemplo paradigmático de la indivisibilidad de los derechos de ciudadanía, pues muestra cómo cada uno de ellos es condición necesaria del desarrollo de los demás. Como desigualdades de este tipo han estado también presentes en estos últimos años en el ejercicio de los restantes derechos, en adelante no nos detendremos más en ello.
(36) Véase P. Zerolo, “TransEspaña”, El País, 1-07-2006.
(37) D. Ruiz Becerril, Después del divorcio, CSIC, Madrid, 1999, y M. José Díaz de Tuesta, “Lo que cuesta un divorcio”, El País, 21-12-2003.
(38) Véase “25 años de divorcio en España”, Revista Impar, www.revistaimpar.com.
(39) Como una simple muestra de la opinión ampliamente extendida en los sectores progresistas de que el gobierno se ha plegado a la Iglesia, puede verse: M. Torres “Lo del aborto, que lo cuenten”, El País, 11-08-2004.
(40) Este debate fue favorecido enormemente, por otra parte, por el éxito nacional e internacional de la película Mar adentro, de Alejandro Amenábar, que narra el caso real de Ramón Sampedro (interpretado por Javier Bardem) y su larga lucha por conseguir una muerte digna (finalmente obtenida gracias a “una mano amiga”).
(41) M. Méndez, “La representación política en España: percepciones de diputados y ciudadanos”, en A. Martínez (ed.), Representación y calidad de la democracia en España, Tecnos, Madrid, 2006. Al tiempo, no puede dejarse de reconocer “la valoración negativa de los ciudadanos españoles sobre la influencia que sus opiniones tienen en las decisiones de sus representantes” (I. Crespo y A. Martínez, “Receptividad y accountability en España”, op. cit.).
(42) Cfr. J. Rodríguez Guerra, La transformación de la sociedad salarial y la centralidad del trabajo, Talasa, Madrid, 2006.
(43) R. Reig, Medios de comunicación y poder en España: Prensa, radio, televisión y mundo editorial, Paidós, Barcelona, 1998; J. L. Castillo Vegas, “Democracia mediática, concentración de medios de comunicación y mentira política”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez 34, 2000; J. Rota Iglesias (2002), “El papel de la comunicación en el desarrollo de la democracia”, Investigación y desarrollo. Revista del Centro de Investigaciones del Desarrollo Humano 2, 2002; M. Tellería, Los medios de comunicación al servicio del poder. La influencia mediática en la sociedad global, Erasmus, Barcelona, 2005.
(44) Poco se ha hecho, por ejemplo, más allá de la retórica en torno a la pluralidad, neutralidad y profesionalidad, para cambiar este estado de cosas en RTVE. Es muy difícil, por otra parte, encontrar análisis críticos satisfactorios respecto a la fuerte conexión oculta que existe entre “clase política” y “clase mediática”, más allá de su obvia función de mediación comunicativa con la ciudadanía.
(45) La restricción de derechos justificada con la denominada “guerra contra el terrorismo” se viene realizando en España en sintonía con las políticas de recortes que imperan en Europa y el resto del mundo.
(46) Sobre la inmadura cultura democrática de la cúpula de Batasuna véase la pedagógica columna de Javier Ortiz “Otegi dice” (11-11-2006, en www.javierortiz.net). Más inquietante resulta, sin embargo, “Hace falta un muerto” (9-11-2006) en la que se anticipa a los posibles planes ultraderechistas de acabar con el proceso de paz.
(47) A. Gutiérrez Vegara, “El voto de los inmigrantes”, La Vanguardia, 31-08-2006.
(48) Sin embargo, a nuestro juicio, las similitudes práctico-políticas que se pueden descubrir entre Estado federal y Estado autonómico han de ser muy atenuadas en el plano teórico-político y jurídico. Véase, por ejemplo: G. Trujillo, “Identidad constitucional del Estado autonómico”, en Lecciones de Derecho constitucional autonómico, Tirant lo Blanch, Valencia, 2004; y M. Caminal, El federalismo pluralista. Del federalismo nacional al federalismo plurinacional, Paidós, Barcelona, 2002.
(49) En casi todo el mundo, y también en España, el reconocimiento del derecho de autodeterminación nacional se ha convertido en un tema tabú: sin embargo, ha sido exigido por los Parlamentos vasco y catalán, y como tal derecho recientemente ha sido aplicado con éxito en Occidente para la reunificación de las dos Alemanias, para la separación de la antigua Checoeslovaquía, para dirimir las relaciones de Québec y Canadá, etcétera. Al respecto puede consultarse: J. Villanueva, Diccionario crítico de la autodeterminación, Gakoa, Donostia, 1990; D. Miller, “La autodeterminación nacional”, en Sobre la nacionalidad, Paidós, Barcelona, 1997; D. Copp, “La democracia y la autodeterminación comunal”, en R. McKim y J. McMahan, La moral del nacionalismo, Gedisa, Barcelona, 2003; J. J. Solozabal, “Autodeterminación y Constitución”, en Nación y Constitución. Soberanía y autonomía en la forma política española, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004.
(50) J. Rodríguez Guerra, Capitalismo flexible y Estado de Bienestar, Comares, Granada, 2001.
(51) Afortunadamente existe ya una abundante literatura científica sobre este asunto. Nos parecen especialmente relevantes las siguientes obras: S. Muñoz, J. L. Delgado y L. González Seara (dirs.), Las estructuras del Bienestar: Derecho, Economía y Sociedad en España, Cívitas, Madrid, 1997; J. Adelantado (coord.), Cambios en el Estado de Bienestar, Icaria, Barcelona, 2000; G. Rodríguez Cabrero, El Estado de Bienestar en España: debates, desarrollos y retos, Fundamentos, Madrid, 2004; V. Navarro (dir.), La situación social de España, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005; y V. Navarro, El subdesarrollo social de España, op. cit.
(52) En la obra antes citada, Rodríguez Cabrero llama a la política social franquista política del “Estado Autoritario de Bienestar”.
(53) Preferimos el término “ultraliberalismo” al más extendido de “neoliberalismo”, para evitar ciertos equívocos que este último suele arrastrar. El primero y más importante es el de alentar la ilusoria creencia de que cabe situarse frente a todo posible liberalismo sin sentenciar a la vez el derecho a la igual libertad de todos los seres humanos.
(54) Véase V. Navarro, op. cit. Idéntica conclusión se puede extraer del trabajo de M. L. Setién Santamaría, “Gasto social en España”, en C. Alemán y T. Fernández (coords.), Política Social y Estado de Bienestar, Tirant lo Blanch, Valencia, 2006.
(55) En el caso de los socialistas la aceptación de estas políticas está relacionada con la buena (aunque cada vez más vergonzante) acogida que tuvo la “tercera vía” blairista entre sus filas. Recordemos que el Prólogo de la edición en español del libro de Tony Blair, La tercera vía (El País-Aguilar, Madrid, 1998), fue de la autoría del candidato del PSOE de entonces a la presidencia del Gobierno, Josep Borrell. Otro buen exponente de esa aceptación política es el libro de Jordi Sevilla, De nuevo socialismo (Crítica, Barcelona, 2002), prologado en este caso por José Luis Rodríguez Zapatero, luego presidente del Gobierno, una publicación que pretendió orientar su fugaz “nueva vía”.
(56) Los datos que a continuación presentamos pueden contrastarse en la siguientes obras: V. Navarro, op. cit.; M. L. Setién Santamaría, op. cit.; G. Rodríguez Cabrero, op. cit.; y P. Gutiérrez Junquera, “El Estado de Bienestar en España. Una visión de conjunto”, en R. Muñoz de Bustillo (ed.), El Estado de Bienestar en el cambio de siglo, Alianza, Madrid, 2000.
(57) V. Navarro, op. cit., p.48.
(58) Debido a ello la ciudadanía en estas sociedades ha sido definida como “trabajocéntrica”. Véase J. A. Noguera, “El concepto de trabajo y la teoría social crítica”, Papers. Revista de Sociología 68, 2002.
(59) No nos detendremos en analizar una de las grandes promesas electorales del PSOE: mejorar sustancialmente el acceso a la vivienda por parte de los sectores sociales más desfavorecidos. Pese a la creación de un Ministerio al efecto y pese a la elevación —modesta— de las dotaciones presupuestarias, al día de hoy la política de vivienda puede considerarse como rotundamente fracasada. La vivienda en España sigue siendo es cada vez más cara y el acceso para amplios colectivos sociales es prácticamente imposible (cfr. J. M. Naredo, “Perspectivas de la vivienda”, Información Comercial Española 815, 2004).
(60) Véase Presupuestos Generales del Estado, 2006. Libro Amarillo (resumen), disponible en la web del Ministerio de Economía y Hacienda: www.meh.es. Los datos presupuestarios que en adelante manejamos están tomados de esa página oficial.
(61) Esta rebaja de la presión fiscal puede considerarse como particularmente grave cuando se tiene en cuenta que las empresas tienen numerosísimos cauces legales para desgravar impuestos y cuando se sabe que en España se mantiene una gran bolsa de fraude fiscal, que se concentra precisamente en el beneficio empresarial como han denunciado los propios Inspectores de Hacienda. Para una visión moderadamente crítica de esta reforma fiscal puede verse: J. Herrera, “Reforma fiscal, ¿para qué, para quién?”, El País, 18-05-2006.
(62) EFE, “El 42,2% preferiría pagar más impuestos”, El País, 17-11-2005.
(63) Tanto el Gobierno como el principal partido de la oposición prefieren ignorar que el empresariado ha obtenido un espectacular aumento de beneficios en los últimos años (del orden del 30% anual), mientras que los salarios reales han permanecido estancados. La desigualdad social, pues, no ha hecho otra cosa que incrementarse. Véase V. Navarro, “España: la creciente polarización social”, El País, 26-7-2006.
(64) Véase A. Antón, “El déficit de gasto social y la política del gobierno”, Página Abierta 71, 2006.
(65) X. Fontcuberta, “El (inquietante) superávit de la Seguridad Social española”, Sin Permiso, www.sinpermiso.info.
(66) J. F. Martín Seco, “La pobreza en España y en Europa”, La Insignia, www.lainsignia.org.
(67) Véase una entrevista a su autor con un resumen de los datos más significativos en “España sigue pobre”, Fusión. Revista mensual, www.revista fusion.com. A parecidas conclusiones llega el Boletín Informativo del Instituto Nacional de Estadística de julio de 2006. Véase “El 20% de los españoles al borde la pobreza”, Cinco Días, 01-08-2006.
(68) El análisis parte del concepto de “pobreza relativa”, que la ONU, utilizando criterios de pobreza absoluta, fija en el umbral de dos dólares al día. El estudio de Cáritas define la pobreza severa como un ingreso individual inferior al 25% de la media nacional y caracteriza la pobreza moderada a partir de un ingreso inferior al 50% de la media (y debe recordarse que la Unión Europea es más exigente, porque fija el umbral de la pobreza en el 60% de la renta media del país de que se trate). El hecho de que los datos se refieran a pobreza relativa no le resta gravedad al problema. La pobreza es también un fenómeno relacional: su significado más profundo se pone en evidencia cuando se relaciona con la riqueza de otros. Convenimos así con José Antonio Alonso en que “habrá quien piense que ese modo de determinar la pobreza resta severidad al fenómeno en el caso de los países desarrollados. No obstante, conviene recordar que la percepción de la pobreza —como señaló A. Smith— está asociada a las carencias de quien la padece respecto a su entorno social de referencia, que son las que impiden acceder a las condiciones de lo que se considera una vida digna” (J. A. Alonso, “El paraíso en la otra esquina”, El País, 22-01-2006).
(69) Véase G. Rodríguez Cabrero, op. cit., y V. Navarro, op. cit.
(70) Esto los sitúa también en una línea ortodoxa de política económica y social, muy especialmente en las tesis de la “tercera vía” del viejo “nuevo laborismo” británico. Piensa esta corriente ideológica que “la mejor política social es el empleo” (véase T. Blair y G. Schroeder, “La Tercera Vía. Europa: The Third Way/Die Neue Mitte”, en M. Jacques (ed.), ¿Tercera Vía o neoliberalismo?, Icaria, Barcelona, 2000; también, A. Giddens, La renovación de la socialdemocracia, y La tercera vía y sus críticos, Taurus, Madrid, 1999 y 2001, respectivamente).
(71) Para tener una visión más detallada de los datos en torno al empleo, el desempleo y sus rasgos más relevantes pueden verse los números 77 y 78 —mayo y septiembre de 2006— de Coyuntura Laboral, revista publicada por el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, disponibles en la web: www.mtas.es. Estos datos son los que vamos a interpretar aquí.
(72) El problema de la precariedad laboral en España es de tal gravedad que el gobierno ha planteado como una de sus grandes iniciativas una “reforma laboral” consensuada con la patronal y los sindicatos “más representativos” (CCOO y UGT). Podemos resumir el contenido de esta reforma con el titular de un periódico económico: “Despido más barato contra la precariedad” (en Cinco Días, 13-10-2006). La paradoja que encierra el titular es un buen indicador de qué solución se pretende dar al problema: crear la ilusión estadística de la creación de empleo fijo. Si para evitar la precariedad se facilita y abarata el despido lo que realmente se consigue es hacer que todo el empleo sea más precario. De esta forma, cambiar contratos eventuales por contratos fijos no es más que una modificación nominal. El problema aquí es la política de fondo, que permanece inalterada: crear empleo como sea y en las condiciones que sea. Como el empleo en las economías capitalistas lo crean principalmente las empresas privadas, hay que establecer las condiciones en las que les sea rentable crearlo. Por eso, además de abaratar el despido, gracias a esta reforma las empresas que conviertan trabajo eventual en fijo recibirán una bonificación del Estado de ochocientos euros anuales por cada contrato y se les rebajará la cotización al desempleo. Es ésta una reforma, en fin, realizada a la medida del empresariado, reforma que los grandes sindicatos atrapados en la lógica de creación de empleo empresarial-capitalista han aceptado sin resistencia alguna.
(73) Sobre la cuestión de la inmigración se ha realizado en España una importante labor investigadora en los últimos años. Además de los trabajos citados en la nota 28, sugerimos también la consulta de: A. Izquierdo (dir.), Inmigración: mercado de trabajo y protección social en España, CES, Madrid, 2004; y M. J. Campo Ladero, Opiniones y actitudes de los españoles ante el fenómeno de la inmigración, CIS, Madrid, 2004.
(74) Véase, por ejemplo. “Los inmigrantes cambian el paso”, El País, 04-09-2005.
(75) G. Oglietti, “Los beneficios económicos de la inmigración en España”, Revista Pueblos/Sin Permiso, 18-10-06 (www.sinpermiso.info).
(76) Existe ya una inabarcable literatura científica sobre esta cuestión. En tanto se considere que las tripas estructural-sincrónicas de la desigualdad se sitúan en el acceso y condiciones de empleo de la mujer (así como en la articulación de la dimensión laboral con el resto de dimensiones de su vida personal y pública), recomendamos los excelentes análisis generales recogidos en M. Maruani, Trabajo y empleo de las mujeres, Fundamentos, Madrid, 2002, y C. Borderías, C. Carrasco y C. Alemany (comps.), Las mujeres y el trabajo. Rupturas conceptuales, Icaria, Barcelona, 1994.
(77) Véase A. Carbajosa, “España, por debajo de la media europea”, El País, 04-03-06.
(78) Sirva como indicador la siguiente noticia (surgida del Observatorio de Violencia Doméstica y de Género del Consejo General del Poder Judicial): “Los jueces de violencia condenan a 16.000 maltratadores en un año”, El País, 1-11-2006.
(79) Más derechos, los mismos obstáculos, Amnistía Internacional, junio de 2006, p. 67. Como ilustración de las discrepancias en el debate actual pueden verse: E. Pineda y otras, “Un feminismo que también existe”, y D. Blanco y E. Arnedo, “Por la autonomía de las mujeres”, El País, 18-3-2006 y 16-04-2006, respectivamente.
(80) Muchas mujeres quieren bastante más. Véase A. Rodríguez, G. Goñi y G. Maguregui (eds.), El futuro del trabajo. Reorganizar y repartir desde la perspectiva de las mujeres, BAKEAZ/CDEM, Bilbao, 1996.
(81) Por ejemplo: B. San José, “Ley de Igualdad”, carta al director, El País, 16-05-06.
(82) L. C. Pérez Bueno (2005), “La configuración de la autonomía personal y la necesidad de apoyos generalizados como nuevo derecho social”, Revista del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales 60, 2005; M. A. Durán, “Dependientes y cuidadores: el desafío de los próximos años”, Revista del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales 60, 2005.
(83) En términos presupuestarios se contempla un gasto público en 2015, cuando el sistema esté totalmente implantado, de unos 26.000 millones de euros (el 1% del PIB), asumidos a partes iguales entre el Estado central y las Comunidades Autónomas. Para el año 2007, en el que se inicia el proceso de despliegue el Sistema Nacional de Dependencia, los Presupuestos Generales del Estado recogen una dotación de 400 millones de euros, que como se aprecia es una dotación muy insuficiente. Para esto último, valga esta demanda como botón de muestra: “En primer lugar, espero —escribe una persona dependiente— que sea una ley que defienda mi derecho a la autodeterminación, es decir, que a mis 30 años me dote de recursos suficientes para ejercer mi ciudadanía en igualdad de oportunidades. Para esto, espero que en dicha ley se contemple la necesidad de asistencia personal sin tope de horas; espero también que no se me culpe por haber nacido y vivir con una diversidad funcional haciéndome pagar más impuestos que al resto de ciudadanos; espero que en esta ley se contemple que sólo yo y nadie más tengo que decidir mi proyecto de vida, que no me vea obligada por falta de recursos a internarme en una residencia. Espero algún día poder levantarme, acostarme o ir al baño sin tener que abonar una cuota por derecho, no por caridad ni por infracción” (M. Alonso, “Ley de dependencia”, carta al director, El País 26-8-2006).
(84) En España son las mujeres quienes mayoritariamente se ocupan del cuidado de estas personas en el ámbito familiar, sin ningún tipo de compensación ni reconocimiento público. Por otra parte, con toda probabilidad van a ser en su mayoría mujeres las que ocupen los 250.000 puestos de trabajo que se estima creará el futuro sistema nacional de dependencia. Ocurrirá así que las mujeres seguirán asumiendo las mayores responsabilidades, pero ya en una buena parte como asalariadas o recibiendo una compensación económica estatal por la realización de su labor, de forma reconocida.
(85) Véase M. T. Bazo, “El reto de la dependencia”, El País, 20-05-06.
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