José Abu-Tarbush

El 11-M: una nota sobre el terrorismo de nuevo cuño
(Página Abierta, 147, abril 2004) 

El terrorismo no se justifica en ninguna de sus expresiones –estatal, colectiva e individual–, pero se explica. En un mundo crecientemente interdependiente o globalizado, sus tendencias también se globalizan. El 11-S fue una clara y dramática expresión de la globalización del terrorismo de nuevo cuño, el denominado megaterrorismo. A su vez, dicha tendencia ha sido instrumentalizada y exagerada por toda una serie de Estados para propósitos que van más allá de la lucha contra el terrorismo. La razón de Estado o, igualmente, la seguridad han sido un pretexto históricamente utilizado por diferentes regímenes para acallar o simplemente eliminar las voces disidentes u opositoras, además de alcanzar otras metas más allá de sus fronteras. Así se explica –entre otras– la intervención de Estados Unidos en el golfo arábigo-pérsico por su alto valor geoestratégico y económico; la de Israel en los territorios palestinos que ocupa desde hace 37 años para destruir la infraestructura protoestatal de la Autoridad Palestina, impedir la formación de un Estado palestino viable –con continuidad territorial– y reanudar la limpieza étnica parcial y sutilmente emprendida en 1947-48; la de Rusia en Chechenia para eliminar su resistencia y frenar su independencia, además de apropiarse de sus recursos energéticos, etcétera.

Sin embargo, esta instrumentalización no niega el hecho de que el terrorismo sea una amenaza real y seria que afecta a la sociedad mundial, interestatal y civil. Ahora bien, cabe señalar dos problemas al respecto. Primero,  no existe un consenso internacional en torno al terrorismo. Su definición no sólo es académica, sino principalmente política. Un ejemplo muy recurrido es preguntarse por qué los kurdos de Turquía son concebidos como terroristas y no así los de Irak, o bien diferenciar entre las operaciones de la resistencia palestina contra los colonos –paramilitares– y el Ejército en los territorios ocupados por Israel y las acciones terroristas contra la población civil en el seno de Israel. Es decir, el consenso en torno a lo que es terrorismo y quiénes son terroristas es de alcance parcial (pese a que no existen dudas acerca del carácter terrorista de la red Al Qaeda) y coyuntural (depende de quién realice la definición y sobre quiénes la realicen).

Segundo, a la hora de combatir el terrorismo internacional o transnacional se bifurcan las respuestas entre, de un lado, la estrictamente militar y, de otro, la que suma a la cooperación policial internacional una mayor sensibilidad hacia sus posibles causas –que no justificaciones– sociopolíticas, económicas, etc. Estados Unidos es más proclive a la primera y algunos Estados europeos a la segunda. No siempre la opción militar es la más eficaz o pertinente. De hecho, el bombardeo de Afganistán en lugar de disminuir la amenaza terrorista la ha aumentado. Su efecto más inmediato fue dispersar a los talibanes y a los miembros de la red Al Qaeda. Por el contrario, la cooperación internacional en materia judicial, policial y de inteligencia ha logrado capturar más dirigentes de dicho entramado terrorista que toda la campaña bélica contra Afganistán.

Pese a que el terrorismo de ETA es un fenómeno largamente sufrido tanto por los representantes gubernamentales e institucionales como por el conjunto de la sociedad española, el de 11-M introduce una novedad: su alta letalidad. Ésta es precisamente una de las características diferenciadoras entre el terrorismo de base etnonacionalista y el de inspiración religiosa. Se trata, con algunas excepciones, de una diferencia conceptual, no moral: ambos resultan igualmente condenables. No existe una diferencia moral entre ir matando de dos en dos y matar a doscientos de una sola vez, como recuerda Ray Loriga: «Los muertos se cuentan de uno en uno, no al peso, y el resultado final siempre es el mismo. Un individuo es la medida exacta del universo. Una vida arrancada es siempre un exterminio» (El País, 14 de marzo de 2004).

El territorio español ha sido una de las principales bases del entramado terrorista de Al Qaeda en Europa, dada su ubicación geopolítica de cruce entre continentes, sus amplias fronteras marítimas, su mayor vulnerabilidad en comparación a otros países de su entorno, además –dicho con todas las reservas ante cualquier tentación xenofóbica e islamofóbica– de la presencia de una importante comunidad musulmana entre la que se puede ocultar algunos de sus miembros o bien –igualmente– reclutar otros nuevos. De hecho, parte de la logística de los atentados terroristas del 11-S se realizó desde su suelo. Algunos reconocidos expertos en la materia, en concreto Fernando Reinares (Terrorismo global, Madrid, Taurus, 2003, p. 131), advertían de que tanto sus ciudadanos como sus gobernantes podían ser objeto del “terrorismo global”. 

A ello hay que sumar que –en un mundo globalizado– toda acción exterior tiene algún tipo de incidencia en la política interior. En este sentido, la adhesión del Gobierno de Aznar al núcleo duro de los partidarios y promotores de la guerra contra Irak –Estados Unidos y el Reino Unido, principalmente– se ha cobrado un saldo funesto. Además de romper el consenso en política exterior –al menos entre las principales fuerzas políticas–, el Ejecutivo de Aznar ha derrochado el capital político e histórico que había acumulado España en el mundo árabe e islámico, al mismo tiempo que  situó a su sociedad en el punto de mira de la red terrorista Al Qaeda. El atentado en la Casa de España en Casablanca fue un primer aviso para navegantes. Claro que, por otra parte, la amenaza terrorista no debe ser un chantaje para la acción exterior española ni europea en dicho mundo. Pero tampoco se puede sortear irresponsable y alegremente ésta por alinearse sin autonomía e incondicionalmente con la hegemónica política exterior de Estados Unidos en Oriente Medio, asumiendo costes y riesgos innecesarios, sin otra contrapartida visible que poner los pies sobre la mesa junto a los de Bush o salir en la foto de las Azores.

El Estado español ocupa el espacio de una potencia mediana en las relaciones internacionales, y por mucho “síndrome de Bonaparte” que haya sufrido Aznar, queriendo equipararlo con las grandes potencias o la única superpotencia, su estatura política internacional es la que es: no se puede forzar ningún estiramiento sin cosechar consecuencias indeseadas. Sin olvidar, por último, la oposición mayoritaria de la ciudadanía, que finalmente retiró su apoyo al Partido Popular no sólo por su adhesión a la guerra, sino por las consecuencias domésticas de ésta y su gestión o, mejor dicho, manipulación informativa. Paradójicamente, la amenaza terrorista de Al Qaeda se transformó en una profecía que se autocumplió, pues fue uno de los principales argumentos esgrimidos –junto a la supuesta existencia de las armas de destrucción masiva– para justificar el apoyo del Gobierno del PP a la guerra de Irak. Antes de ésta, dicha amenaza resultaba muy remota, pero después de la adhesión de Aznar a la guerra –sumándose con tropas españolas a la ocupación militar de Irak durante la posguerra–, la citada amenaza se hizo más cercana y real que nunca, hasta terminar cristalizando, dramáticamente, en el 11-M. 

Al Qaeda es una red terrorista de alcance transnacional, de carácter confesional o fundamentalista y de composición multiétnica. A diferencia de los movimientos islamistas de corte radical y violentos que operan en sus respectivos países, con agendas nacionales propias, la diferencia sustancial que introduce Al Qaeda es la de poseer una agenda global, que rebasa las fronteras nacionales o estatales. En esta empresa, instrumentaliza los agravios y las frustraciones del heterogéneo mundo islámico: Bosnia, Chechenia, Cachemira, Irak, Palestina, etc. Sin embargo, no existe una relación de causa-efecto entre dichas situaciones y la emergencia de Al Qaeda. Ésta responde al contexto de la guerra fría y, muy concretamente, a la vinculación sellada entre los brigadistas islamistas o yihadistas que, procedentes de las más variadas y diversas partes del mundo árabe e islámico, engrosaron la resistencia islámica contra la ocupación soviética de Afganistán durante la década de los ochenta. El apoyo recibido en su momento por los servicios secretos estadounidenses (la CIA), además del brindado por los de Pakistán (el ISI) y los de Arabia Saudí (dirigidos entonces por el principe Turki Ben Faisal al Saud) son bastante elocuentes.  Tanto la ausencia de canales institucionales de participación sociopolítica en dicho mundo como la de una amplia fuerza de oposición o la tolerancia de ésta explicaría, en buena medida, la mayor tendencia a recurrir a la violencia política extrema o, igualmente, al terrorismo. 

Al Qaeda no es un grupo en el sentido estricto del término, sino un entramado o red. Sus partes están interconectadas, pero al mismo tiempo mantienen –en algunos casos– cierta autonomía financiera y operativa. Su elasticidad impide que sea un blanco militar fácil, pues –entre otras cosas– no se limita a una base territorial. Cuenta con una estructura jerárquica, pero también con la suficiente horizontalidad para reemplazarla en caso de desaparición o apresamiento. En definitiva, la red Al Qaeda encarna –como ninguna otra expresión– el terrorismo de nuevo cuño, el megaterrorismo, el de la era global o, igualmente, el de la globalización del terrorismo.