José Abu-Tarbush
La soledad palestina
21 de agosto de 2006
(Página Abierta, 173, septiembre de 2006)
A su prolongada situación de debilidad política y división interna, los palestinos suman ahora una tercera: la soledad. No se trata de una opción elegida, sino impuesta. Por tanto, resulta más pertinente hablar de un auténtico aislamiento físico y político. Su objetivo está destinado a minar su voluntad de resistencia a la ocupación militar israelí; a asfixiar su capacidad de movilización de recursos en esa misma dirección; y, por último, pero no menos importante, a preparar el terreno para que los palestinos terminen aceptando las condiciones unilaterales de paz (léase de rendición) israelíes.
Debilidad, división y aislamiento no son condiciones excluyentes; por el contrario, se refuerzan mutuamente. No pueden ser analizadas de forma separada, sino interrelacionada. No obstante, no cabe concluir alegremente que una determinada situación haya conducido automáticamente a la otra. Pero tampoco puede negarse que semejante condición ha propiciado un escenario en lugar de otro. Una visión global, de conjunto, permite dilucidar cómo han llegado los palestinos a la actual situación que, por otra parte, no es nueva, pero es más extenuante que cualquier otra anterior.
1. La debilidad palestina no tiene que ver tanto con la naturaleza de su movimiento de liberación nacional, la de ser un actor no estatal, como con la fortaleza de su contrincante. De hecho, la condición no estatal no necesariamente implica debilidad. Existen numerosos ejemplos de actores no estatales, independientemente de su índole política o económica, con mayor poder e influencia que algunos Estados. Basta citar, por no salir del marco regional, la mayor capacidad de algunas compañías petroleras para imponer o lograr su voluntad frente a la más mermada de otros actores de la sociedad internacional que, por su condición estatal, no son precisamente más fuertes. A su vez, el poder en la vida política internacional es de difícil y controvertida medición. De ahí que suela ser evaluado en relación con qué o con quién. En este sentido, la desproporción de fuerzas entre el actor palestino y el israelí es tan evidente que se hace innecesario hacer mayores comentarios.
En cualquier caso, merece la pena destacar que la OLP se adentró en el proceso de paz de Oslo (1993) «desde la debilidad y por debilidad», como señaló en su momento el analista de política internacional William Pfaff. No menos importante o ajeno a ello fue la lectura que hizo la dirección palestina de los acontecimientos internacionales y regionales: fin de la Guerra Fría, desaparición de la Unión Soviética y guerra del Golfo (1990-91). Así como la de sus repercusiones más inmediatas en el conflicto israelí-palestino: desequilibrio de poder en el sistema internacional favorable a Estados Unidos y, por extensión, a Israel; fin del contrapeso y del apoyo político y material propiciado por Moscú a la OLP; reordenamiento regional más propicio a los aliados árabes de Washington; crisis económica de la OLP ante el corte de suministros de los Estados árabes del Golfo arábigo-pérsico por su ambigüedad ante la invasión iraquí de Kuwait; y temores de la dirección palestina en la diáspora a ser reemplazada por el nuevo liderazgo (nacionalista e islamista) emergente en los territorios ocupados durante la primera Intifada (1987-1993).
2. La división interna de los palestinos es de índole política e ideológica, pero también estratégica. No sólo es consustancial a las contradicciones inherentes a un proyecto político de su envergadura o naturaleza. Pues además del debate en torno a los medios más adecuados para la consecución de sus objetivos, lo que también está en discusión es la propia delimitación de sus propios fines estratégicos. Teórica y empíricamente la OLP había superado esta fase, reemplazando su programa máximo (la liberación de toda Palestina) por su programa mínimo (la creación de un miniestado palestino en la franja de Gaza y Cisjordania, con capital en Jerusalén Este). Sin embargo, el debate se ha reabierto con la emergencia del Movimiento de Resistencia Islámica, Hamás, que, ubicado fuera del marco institucional de la OLP, ha logrado un notable ascenso en los territorios; y su consolidación como la principal fuerza política después de Fatah e incluso su triunfo sobre esta organización, tradicionalmente mayoritaria en las filas palestinas, tras las elecciones legislativas celebradas en enero de 2006.
La actual rivalidad política e ideológica entre los nacionalistas de Fatah y los islamistas de Hamás ha venido a reemplazar la tradicional competencia entre nacionalistas e izquierdistas en el seno de la OLP. La diferencia sustancial entre la etapa anterior y la actual reside en que la histórica oposición de izquierda en la OLP era ejercida por grupos minoritarios, de obediencia marxista, como el Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP) y el Frente Democrático para la Liberación de Palestina (FDLP), sin bases sociales de apoyo significativamente amplias, pero que otorgaban pluralidad interna a la OLP sin amenazar el predominio ostentado por la opción nacionalista de Fatah.
Ahora, por el contrario, el ascenso y auge de Hamás ha supuesto la coexistencia con una oposición mucho más potente, que cuenta con un amplio respaldo social y con una clara vocación para transformarse en una alternativa real de poder (como finalmente ha ocurrido). A diferencia del FPLP y del FDLP, Hamás ha erosionado la primacía política e ideológica ejercida históricamente por Fatah en el conjunto del movimiento de liberación nacional palestino. Pero la victoria de Hamás en las legislativas no se explica sin el fraccionamiento interno de Fatah, unido, obviamente, a otros factores que, sin ánimo exhaustivo, se relacionan con el colapso del proceso de Oslo, el desgaste de Fatah al frente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), el incremento de la agenda nacionalista de Hamás y la lectura triunfalista que realizó de sus acciones armadas tras el repliegue israelí de la franja de Gaza. En cualquier caso, cabe subrayar que la división interna del movimiento palestino no se reduce a la existente entre una y otra formación política, sino también a la que se advierte dentro de cada una de ellas.
3. El aislamiento internacional de los palestinos es doble, físico y político o, si se quiere, geopolítico. La fragmentación del territorio palestino por la potencia ocupante no es azarosa, responde a un plan milimétricamente concebido que persigue, como se comentó al principio, estrangular hasta la extenuación la capacidad y voluntad de resistencia de la población ocupada. La lógica de la represión israelí, que en muchas ocasiones se antoja gratuita, cumple esa finalidad: deteriorar la vida de los palestinos hasta el límite de la supervivencia, de manera que terminen aceptando las propuestas finales de Israel como si de un auténtico salvavidas se tratara.
Obviamente, la fragmentación y el aislamiento del territorio palestino responden también al empeño israelí de hacer económicamente inviable un eventual Estado palestino, carente de continuidad territorial y de la necesaria cohesión social que, al mismo tiempo, alienta las tendencias centrífugas de los localismos y regionalismos fuertemente arraigados en la cultura política palestina. Todo lo más que, de momento, está dispuesto a permitir Israel es a que se cree una entidad subestatal (aunque se denomine Estado), débil y dependiente, tutorizada y sin independencia real.
La construcción del muro (cuyo trazado, cabe recordar, ha sido considerado ilegal por el Tribunal Internacional de La Haya), la desconexión de la franja de Gaza (que no la retirada) y el anuncio de futuras desconexiones puntuales de Cisjordania (ahora relegadas por el mismo que las propuso, Ehud Olmert) son muestras del unilateralismo israelí que, sin tener en cuenta a la contraparte palestina, se rige por la ley del más fuerte. De hecho, a lo largo de todo el fallido proceso de Oslo se ha constatado lo siguiente: que el mismo ritmo de las negociaciones, su implementación, su vigencia, su continuidad e incluso su existencia, de si existe realmente un proceso de paz o no, ha dependido de la voluntad política israelí; que, por otro lado, no ha desperdiciado ninguna ocasión para responsabilizar a la parte palestina de su parálisis o fracaso.
La paralización del proceso de paz
El impasse del proceso de paz tuvo su punto de inflexión en el fracaso de las negociaciones mantenidas en Camp David en julio de 2000. Pese a que meses después, en enero de 2001, se avanzó de manera significativa en Taba, entonces se cortaron unilateralmente las negociaciones con la convocatoria de elecciones anticipadas por Ehud Barak. Existen dos vertientes sobre dichas conversaciones que, no necesariamente contradictorias, e incluso interpretadas como complementarias, consideran, de un lado, que su avance se debió a la poca credibilidad que le prestó el primer ministro israelí, que dejó que fluyeran en la creencia de que no se registraría ningún progreso realmente serio; y, de otro lado, que fue precisamente su inesperado desarrollo el que animó a Ehud Barak a cortarlas.
Sin embargo, la imagen que trascendió, gracias al eficaz aparato de propaganda israelí en el exterior, fue que era demasiado tarde para retomar el proceso de paz, dado que, primero, había un clima de violencia y desconfianza entre las partes con la irrupción de la segunda Intifada a finales de septiembre de 2000 (recuérdese que las negociaciones en Taba duraron hasta enero de 2001 y que, además, no se decía nada de la violenta represión israelí); y, segundo, el Ejecutivo israelí se había visto obligado a convocar elecciones anticipadas ante la pérdida de sus apoyos parlamentarios.
Los hechos y acontecimientos que siguieron hablan por sí solos. A Ehud Barak le sucedió como primer ministro Ariel Sharon en marzo de 2001. El proceso de Oslo había naufragado. La estrategia de cooperación entre israelíes y palestinos fue reemplazada por la del enfrentamiento. Las áreas autónomas de Cisjordania fueron nuevamente ocupadas por el Ejército israelí. Las infraestructuras construidas recientemente con la ayuda de la cooperación internacional, fueron bombardeadas. Todo parecía indicar que el objetivo de esta nueva escalada bélica era precisamente el embrión político e institucional de un futuro Estado palestino que, en ese momento, representaba la ANP.
Una de las mayores paradojas a la que se asistió fue la de exigir a la ANP que velara por la seguridad de la potencia ocupante, al mismo tiempo que dicha potencia se encargaba de destruir la infraestructura de seguridad con la que la ANP podía acometer esa ingente tarea. No menos paradójico resultó que, amparándose en el nuevo discurso de la guerra contra el terrorismo acuñado por la nueva Administración estadounidense, el Gobierno israelí adoptara como objetivos militares las instituciones civiles palestinas: por ejemplo, por mencionar unas pocas, su instituto de estadísticas y su registro de la propiedad, este último databa incluso de la época otomana. Se estaba asistiendo a un nuevo memoricidio. Como el propio Ariel Sharon declaró entonces: «La guerra de 1948 no ha concluido». De hecho, esta agresión fue su única respuesta a la propuesta de paz que, sin precedentes, realizó la Cumbre Árabe de Beirut en marzo de 2002. Esto es, alcanzar una paz global y definitiva, con la retirada israelí a las fronteras anteriores a la guerra de 1967, la creación de un Estado palestino y, en contrapartida, el reconocimiento, normalización e integración de Israel en la región.
Sharon se vio reforzado con el apoyo brindado por el nuevo presidente estadounidense George Bush, que incluso llegó a declarar que Sharon era un hombre de paz. Es más, algunos destacados miembros de su Administración y de su círculo de influyentes asesores mantenían un firme y familiar compromiso no sólo con el Estado israelí, sino con una de sus opciones políticas más ultraconservadoras y chovinistas, la representada por el partido Likud que lideraba el mismo Sharon. Dicho de otro modo, la sintonía entre Washington y Tel Aviv era de clara armonía.
La apuesta israelí por el conflicto
El nuevo clima internacional creado tras los atentados del 11-S no hacía más que contribuir a la apuesta israelí de reemplazar las negociaciones por el conflicto, sabiéndose imbatible como la parte más fuerte para imponer su solución a la más débil. El unilateralismo israelí fue moneda común a partir de entonces, apoyado en la “luz verde” otorgada por Washington que, a su vez, se había inhibido del proceso de paz al comprobar que no podía obtener ningún beneficio después de la implicación, incluso personal, del anterior presidente, Bill Clinton; y ante la impotencia de la denominada comunidad internacional (en este caso, de la Unión Europea) para ejercer algún tipo de influencia efectiva en la zona que compensara la parcialidad y, en tiempos, la pasividad estadounidense. En efecto, el panorama internacional había cambiado tras el tristemente afamado 11-S. Si bien no se había producido ninguna transformación en la estructura de poder del sistema internacional, como algunos medios y creadores de opinión daban a entender (incluso hasta la fecha), no menos cierto fue que se configuró una nueva coyuntura mundial en la que la seguridad ocupaba el primer lugar en la agenda global. Dicha seguridad, obviamente, era siempre entendida desde el punto de vista de la nueva Administración estadounidense, de carácter ultraconservador y, como luego se constataría en sus campañas de Afganistán e Irak, belicista. En este contexto, no fue muy difícil para Sharon el identificar los atentados que venía sufriendo Israel con los registrados en Estados Unidos. Del mismo modo, tampoco fue muy complicado para el premier israelí adoptar la legitimidad que se arrogaba Washington para combatir el terrorismo mediante medidas primordialmente, cuando no exclusivamente, bélicas. En la nueva e interesada visión maniqueísta del mundo, de dicotomías diseñadas teológicamente, de buenos y malos, en la que no cabía la complejidad ni las matizaciones, no fue particularmente difícil que el discurso israelí, siempre amparado en el estadounidense, intentara identificar la red terrorista de Al Qaeda con el movimiento de resistencia nacional palestino a su ocupación militar. De hecho, Sharon declaró que Arafat era el Osama bin Laden de Israel. A su vez, parte del movimiento palestino, enfrentado a su problema más inmediato y crucial, no supo ver, en unos casos, o bien no quiso ver, en otros, esta nueva coyuntura mundial. Peor aún, se mostró incapaz de adoptar una estrategia común que contrapesara la posición de privilegio y fuerza en la que se encontraba Israel, reforzada además por su conocida capacidad para identificarse con los valores e intereses estadounidenses y extraer notables réditos de la nueva situación mundial y regional. En concreto, desaparecida la amenaza de la exagerada expansión del comunismo en la región, el nuevo papel geoestratégico del Estado israelí era de seguir siendo una punta de lanza frente a la nueva amenaza del terrorismo yihadista. La cuestión palestina perdía, así, cualquier condición nacional y nacionalista para ser reemplazada por un problema de seguridad. La imagen proyectada era que el oasis de la democracia israelí estaba siendo seriamente amenazado por el desafío islamonacionalista palestino, de corte autoritario y violento.
El descrédito de los dirigentes palestino
El principal objetivo de Sharon, como se ha dicho, era destruir la infraestructura protoestatal de la ANP. Pero, previamente, para acometer ese objetivo, tuvo que desacreditarla y criminalizarla con el fin de legitimar su acción, por si hiciera falta, ante Estados Unidos. El resto de los Estados e instituciones de la sociedad internacional le importaba bien poco. Sólo basta recordar sus declaraciones sobre el alto representante de la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea, Javier Solana, de que «no quiero ver más su cara por allí».
En el descrédito de la ANP, Sharon tenía buena parte del terreno recorrido. Sólo tuvo que continuarlo y concluirlo. Por una parte, se personalizó la ANP en la figura de Arafat. Criticar a la ANP y a Arafat era lo mismo. Por tanto, en esa lógica, invalidar el liderazgo palestino equivalía a invalidar los derechos de los palestinos. Por otro lado, como se ha señalado, ese camino estaba parcialmente recorrido, pues el fracaso de las mencionadas negociaciones en Camp David fue seguido por una campaña de descrédito de Arafat por haber rechazado “la generosa oferta de Barak”. Pese a que los tres mandatarios participantes en la citada cumbre se habían comprometido a no culpar a ninguno por el atasco de las negociaciones, Ehud Barak y, luego, Bill Clinton lanzaron esa campaña contra el presidente palestino. La nota dominante fue, uno, que Arafat había desperdiciado una oportunidad histórica y, en consecuencia, dos, que Arafat ya no era un interlocutor serio, del que se pudieran fiar.
El mensaje era evidente: la parte palestina carecía de un interlocutor “válido” con el que negociar y cerrar un acuerdo de paz definitivo. De hecho, Ehud Barak declaró que se limitaba a esperar a que surgiera un nuevo interlocutor palestino con el que reanudar las negociaciones. Esta actitud no era nueva en la clase dirigente israelí. El movimiento sionista ha ido construyendo la imagen del otro, el árabe-palestino, en función de su agenda política. De ahí sus diferentes registros: el palestino inexistente, nómada, refugiado, filocomunista, terrorista e islamista. Su denominador común reside en la descalificación y la negación de su identidad nacional.
Pese a su inicial inhibición del conflicto israelí-palestino, Estados Unidos tuvo que prestarle mayor atención tras los trágicos acontecimientos del 11-S, dado que necesitaba contar con el apoyo de sus aliados en la región para llevar adelante su campaña militar en Afganistán primero y, después, en Irak. Dicho de otro modo, tenía que realizar algún gesto de cara al pasillo para aligerar la presión de la ciudadanía árabe sobre sus desacreditados Gobiernos. Siempre alineada con Israel, la Administración presidida por Bush se sumó a la campaña de desprestigio de Arafat, con quien no tuvo ningún encuentro ni siquiera una conversación telefónica. En su esperado discurso, de lo que sería la nueva aproximación del Gobierno estadounidense al conflicto, del 24 de junio de 2002, Bush exigió la reforma de la dirección política de la ANP, la reestructuración de sus fuerzas de seguridad y la supervisión de su economía. Esto es, Washington secundaba nuevamente la campaña de inhibición israelí en la búsqueda de un interlocutor palestino válido. En contrapartida, y en aras de una mediación mínimamente equilibrada, no exigía nada significativo a la parte israelí, ni tan siquiera la salida de su Ejército de las ciudades palestinas reocupadas.
Paradójicamente, la oposición interna a la ANP era también partidaria de una profunda reforma de ésta, pero por motivos bien diferentes a los estadounidenses e israelíes. Mientras estos últimos deseaban una dirección palestina más dócil a sus exigencias, la oposición palestina, fuera de obediencia nacionalista, islamista o izquierdista, abogaba por una ANP más firme en las negociaciones con Israel y más democrática en el ámbito palestino. Durante mucho tiempo estas voces fueron desoídas, mientras se miraba para otro lado ante el creciente autoritarismo y represión de la ANP. Pero cuando Arafat cayó en desgracia, dejó de ser el “interlocutor válido”, se sacó a relucir su deriva autoritaria.
En el cúmulo de paradojas, los pasos dados por la ANP, en función de la nuevas exigencias estadounidenses, siempre fueron catalogados de insuficientes por Sharon, que parecía ahora velar por una auténtica democracia palestina, pero, eso sí, bajo ocupación militar israelí. El nombramiento de un primer ministro (Abu Mazen) y el traspaso de competencias, además de su dimisión y sucesión por otro (Abu Alaá), tampoco solucionó el principal escollo para, teóricamente, reanudar el proceso negociador. Sólo tras la muerte de Arafat, en noviembre de 2004, parecía que se despejaban las dudas, pues desaparecía el principal obstáculo para la paz, según la versión israelí. Sin embargo, tras los acontecimientos que siguieron, los interrogantes siguen deambulando sobre el horizonte político de la región.
La sucesión de Arafat por Mahmud Abbas en la presidencia de la ANP, confirmado en elecciones democráticas celebradas en enero de 2005, como muy pocos otros presidentes en el mundo árabe pueden lucir, incluidos los más acérrimos aliados estadounidenses, tampoco ha obtenido ningún cambio digno de reseñar en la actitud israelí. Por el contrario, frente a su discurso de que no encuentra un interlocutor válido en el lado palestino, cabe concluir que donde no se encuentra interlocutor alguno es en la parte israelí. Más allá de algún gesto simbólico, como recibir al nuevo presidente palestino en la Casa Blanca, en octubre de 2005, merece la pena preguntar ¿qué más ha hecho Estados Unidos para contribuir a la paz en la zona desde entonces?
Hamás al frente de la ANP
Pero la sucesión de contradicciones no acaba aquí. Después de la victoria de Hamás en las legislativas de enero de 2006, Israel y Estados Unidos, secundados por la Unión Europea, han encontrado un nuevo obstáculo para la paz: la victoria electoral de Hamás. Parece poco serio que se exija la democratización de la ANP, incluso en circunstancias tan anómalas como las que imperan bajo una ocupación militar extranjera, y luego no se respeten sus resultados. ¿Qué era lo prioritario: el proceso de paz (esto es, acabar con la ocupación militar) o construir una democracia palestina? ¿Era compatible alcanzar los dos objetivos al mismo tiempo? ¿Acaso el fracaso del primer objetivo no ha terminado influyendo en el resultado del segundo?
En cualquier caso, no deja de llamar la atención que cuando Arafat ocupaba la presidencia de la ANP se ejerció una enorme presión desde el exterior para que las fuerzas de seguridad dependieran del primer ministro (cargo ocupado entonces por Mahmud Abbas), y no del presidente de la ANP, con el fin de continuar debilitándolo en el confinamiento al que fue reducido en su Muqata de Ramallah. Ahora se ha invertido la dirección de la presión, pues se pretende fortalecer la figura del presidente de la ANP en detrimento de la del primer ministro exigida entonces. ¿Alguien puede contestar en qué se había quedado?
En definitiva, todo el proceso de paz ha estado basado en una fórmula de “paz a cambio de territorios”, en la que se avanzaba en el buen entendido de que, a cambio de recuperar los territorios que les fueron arrebatados en la guerra de 1967, los palestinos obtendrían su independencia e Israel gozaría de paz y de seguridad con sus vecinos. Sin embargo, cerca de dos décadas después de iniciado el proceso de paz la ocupación militar israelí continúa y, peor aún, no tiene visos de concluir a corto o a medio plazo. La frustración de las expectativas creadas por el proceso de paz es bastante elocuente. De ahí el actual descontento y decepción reinantes en la sociedad palestina, de las que se hacen eco las sociedades árabes por simpatía y empatía.
Por su parte, Israel no es más seguro hoy que antes, sino justo lo contrario. Curiosamente, su inseguridad no procede sólo del entorno exterior, como ocurrió a lo largo de la Guerra Fría, sino también del espacio interior que ocupa. Israel sólo se sostiene por su poder duro (poder militar), pues éste nunca ha sido una fuente de legitimidad muy duradera, menos aún en un territorio ajeno y desposeído por la fuerza. Peor aún, el mensaje que transmite el unilateralismo militarista israelí es que el único lenguaje que entiende es el de la fuerza, animando a ser combatido y desafiado continuamente por nuevas generaciones de insurgentes. La simpatía suscitada en el mundo árabe por la resistencia de Hezbolá es un buen ejemplo de ello. En síntesis, la intransigencia israelí es la elección adoptada por un sector de su élite política y militar, que apuesta por la renovación del papel geoestratégico de Israel en una zona donde, eventualmente, Washington podría muy bien prescindir de su apoyo y, en particular, retirar su comprometida y costosa alianza en aras de sus intereses más globales que los más estrechos del ultranacionalismo israelí.
En medio de este desolador panorama, la debilidad y división palestina contribuyen de manera significativa a su soledad. Los palestinos estás solos en el sistema internacional interestatal. Aquellos actores con poder para influir de manera eficaz en Israel, como Estados Unidos, se muestran cómplices de sus desatinos. A su vez, aquellos otros que desean, parcialmente, complementar y equilibrar la supremacía estadounidense en la zona, como la Unión Europea, se muestran incapaces, incluso, de llegar a algún acuerdo y acción efectivas en su relación con Israel. El resto de los Estados parecen contar con menos poder e influencia alguna en la región.
Tampoco cabe librar de este recuento a la denominada sociedad civil transnacional o global. Reconociendo su carencia de poder duro (militar y económico), merece la pena destacar su creciente poder transnacional (desde la creación de corrientes de opinión hasta campañas “efectivas” de boicot). Más allá de algunas miras de corto alcance, provincianas u oportunistas, que suelen confundir la solidaridad internacional con la nacional o partidista o asociativa, merece la pena destacar la ausencia de una movilización generalizada en contra de la ocupación militar israelí o, igualmente, en favor de la independencia palestina, a semejanza de la campaña realizada contra el régimen del apartheid en Sudáfrica y la más reciente en contra de la guerra en Irak. Aunque resulte anecdótico, pero también sintomático, muchas de las movilizaciones actuales por Palestina y Líbano surgieron después de la agresión israelí al Líbano y la invasión de este país, pese a que los bombardeos sobre la franja de Gaza eran anteriores y continuaron después del precario alto el fuego alcanzado.
La última evidencia de la soledad palestina ha sido el llamamiento infructuoso de su primer ministro, Ismael Haniye, para que la comunidad internacional vuelva sus ojos al conflicto entre Israel y Palestina, relegado por la guerra en Líbano. Es la voz del que clama en el desierto. La de miles de hombres y mujeres de Palestina, jóvenes y viejos, bajo la ocupación y en el exilio. Es la voz impotente del que se sabe solo y aislado en un mundo de connivencias y componendas.
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