José Abu-Tarbush
La dimensión estatal de Palestina
JOHN QUIGLEY (2010). The Statehood of Palestine: International Law in the Middle East Conflict. Nueva York: Cambridge University Press, 326 págs.
(AWRAQ , 3,  2011).

            La dimensión estatal de Palestina ha estado tradicionalmente vinculada a la prospectiva, en concreto, a la construcción de un futuro Estado palestino. Su establecimiento sería fruto de la resolución del conflicto que enfrenta al Estado israelí y a la sociedad palestina desde hace unas seis décadas, aproximadamente. Sin olvidar que semejante escenario fue resultado de la pugna que previamente, durante el periodo de entreguerras, protagonizaron el movimiento sionista y el nacional palestino por el control exclusivo del territorio de Palestina, entonces bajo mandato británico.

            A su vez, las dos principales opciones para la resolución de la controversia han girado en torno a la extensión territorial que tendría ese hipotético Estado palestino. La primera opción, la de un Estado en «todo el territorio del Mandato británico en Palestina», se corresponde con el programa original de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), centrado en su carácter «democrático y secular», en la igualdad de todos sus ciudadanos ante la ley, sin ningún tipo de discriminación por su origen étnico y confesional. La segunda opción, concretada en la creación de un pequeño Estado palestino en los territorios ocupados por Israel durante la guerra de 1967 —esto es, en la Franja de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, donde residiría su capital—, responde al programa mínimo de la OLP, que aceptó poner fin definitivo a la disputa, limitando su reivindicación estatal al 22% del territorio de Palestina en convivencia segura y pacífica con el Estado de Israel.

            Pues bien, esta tradicional aproximación a la estatalidad de Palestina, siempre referida en términos de futuro y vinculada a la potencial resolución del conflicto, ha sido innovada por el exhaustivo estudio que realiza John Quigley desde la perspectiva del Derecho Internacional Público (DIP). Su visión invierte la óptica predominante en la reflexión política y académica en torno a un Estado palestino. En lugar de centrarse en los futuros o previsibles escenarios, parte desde el ángulo histórico para advertir, con una extraordinaria erudición y documentación, la condición estatal de Palestina como un hecho que estaba implícito desde mucho antes, que ha ido ganando paulatina y crecientemente mayor entidad jurídica, además de reconocimiento internacional.

            En su recorrido a lo largo de la historia del conflicto, el autor remite a la desmembración de las provincias árabes del Imperio otomano para centrarse, seguidamente, en su sucesión por el sistema de Mandato. Los antiguos dominios territoriales turco-otomanos en Oriente Próximo hasta la Primera Guerra Mundial fueron clasificados en la categoría A del sistema mandatario. A diferencia de los de clase B y C, su mayor grado de desarrollo implicaba que «su existencia como naciones independientes puede ser reconocida provisionalmente, a condición de que los consejos y la ayuda de un mandatario guíen su administración hasta el momento en que sean capaces de conducirse por sí mismas», según se recoge en el Artículo 22.4 del Pacto de la Sociedad de Naciones (SDN). Por tanto, durante este tránsito, cuando la SDN otorgó a Gran Bretaña el Mandato sobre Palestina en 1922, se encuentra ya implícita su emergente condición estatal (referenciada como «naciones independientes»). De hecho, la misión que encomienda la SDN a la potencia mandataria es conducir dicho país hacia su independencia. De aquí cabe considerar, según Quigley, la incipiente estatalidad de Palestina, pese a su todavía pendiente emancipación y soberanía nacional. Se trata, básicamente, de un «Estado asistido». Precisamente, la distinción que introduce entre su configuración estatal y su carácter independiente resulta crucial para el desarrollo de toda su argumentación posterior.

            En esta misma dinámica, el autor analiza el creciente reconocimiento jurídico y político de Palestina como entidad estatal, pese a sus evidentes deficiencias en materia de soberanía e independencia. En su desarrollo histórico cabe advertir tres grandes etapas. La primera se corresponde con el Mandato británico en Palestina, periodo durante el que Londres asumió las «relaciones exteriores» de Palestina tanto en su vertiente multilateral como bilateral. Palestina era considerada como un Estado por las partes implicadas en los diversos tratados internacionales. Algunos asuntos fueron bastante elocuentes, por ejemplo, los relativos a la nacionalidad palestina como sucesora de la otomana; el arbitraje de la deuda pública otomana; el trato arancelario preferente que le otorgó el Gobierno británico; y, derivado de la polémica que suscitó lo anterior, asumir que Palestina era un «país extranjero», que no formaba parte del territorio del Imperio británico. Si bien Gran Bretaña ostentaba el poder, Palestina poseía cierto grado de estatalidad. Su condición de Mandato de clase A equivalía a un «Estado administrado» o «asistido» por una potencia mandataria. Su carencia de independencia no necesariamente negaba su diseño estatal.

            La segunda época data de la partición y fragmentación de Palestina. A diferencia de otros países de la región bajo dominio del sistema de Mandato, que fueron accediendo gradualmente a su independencia (Iraq en 1932, el Líbano en 1941, Siria en 1943 y Transjordania en 1946), Palestina no logró secundar esa trayectoria. Por el contrario, su territorio fue objeto de la partición y fragmentación en tres partes: Israel, Gaza y Cisjordania. La creación y expansión del Estado israelí en buena parte del territorio palestino (78%) implicó una importante transformación demográfica (o limpieza étnica) que, sin embargo, no logró desposeer de la identidad palestina a sus legítimos habitantes, transformados de la noche a la mañana en refugiados. Paradójicamente, los refugiados fueron la principal base de apoyo social del consiguiente proceso de recreación de la identidad nacional palestina y de la reemergencia de su movimiento de resistencia y liberación nacional.

            Dependiendo del diferente trato jurídico dispensado por los Estados receptores, los desplazados adquirieron documentos de viaje en los que se hacía constar su nacionalidad palestina. La Franja de Gaza fue administrada por Egipto bajo la premisa de que formaba parte de Palestina, pendiente de alcanzar su independencia. A su vez, Cisjordania fue unida a Jordania, pero los Estados de la región advirtieron su carácter provisional sin reconocer soberanía jordana alguna en ésta o en cualquier otra parte de Palestina. De hecho, la Liga de los Estados Árabes (LEA) consideró a Palestina como un Estado árabe más, pese a su anómala situación. Del mismo modo, buena parte de la comunidad internacional y las propias Naciones Unidas siguieron una fórmula semejante referente a Palestina, ya fuera para centrarse en el «problema de los refugiados» o bien en la propia «cuestión de Palestina». La idea subyacente en esta práctica es, según el autor, que «un Estado puede prolongar su existencia pese a verse privado temporalmente de algunos de sus órganos, ya sea por anexión u ocupación». Los Estados bálticos constituyen el más claro ejemplo.

            Por último, la tercera etapa se refiere a su consideración por la comunidad internacional. Durante este dilatado periodo, la reemergencia del movimiento nacional palestino dotó a su dispersa comunidad nacional de una organización, representación y dirección política. Su creciente reconocimiento regional e internacional elevó a la OLP al rango de representación oficial de Palestina. Su Comité Ejecutivo hizo las veces de Gobierno en el exilio y el Consejo Nacional Palestino (CNP), de donde emanaba su autoridad, equivalía a su Parlamento, también en el exilio. La central palestina pasó a formar parte integrante de algunas organizaciones interestatales: en 1969 fue admitida en la Organización de la Conferencia Islámica; en 1976 en la LEA como miembro de pleno derecho; y, en el mismo año, en el Movimiento de Países No Alineados. No menos importante fue su reconocimiento por la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU) en 1974. Posteriormente, en 1975, ingresó en calidad de observador en su Consejo Económico y Social.

            Sus relaciones multilaterales y bilaterales se vieron multiplicadas, oportunidad que aprovechó la OLP para desplegar y establecer delegaciones, con diferente grado de representación y estatus, en numerosos países. Esto es, representar a Pa- lestina ante otros Estados. De hecho, durante las décadas de los sesenta y ochenta la OLP logró mayor reconocimiento y relaciones político-diplomáticas que el propio Estado israelí. Impulsada por la primera Intifada (1987-1993), la proclamación del Estado palestino, en 1988, supuso una nueva oleada de reconocimiento internacional por más de 100 Estados que, de manera desigual, introducía un grado más avanzado en la constatación de su estatalidad. Finalmente, su adhesión al proceso de paz y el establecimiento de una Autoridad Nacional Palestina (ANP) en las áreas autónomas de Cisjordania y Gaza incrementaron su condición estatal. Pese a la reiterada estrategia dilatoria israelí, su negociación con la OLP/ANP en temas tan cruciales (seguridad, fronteras, recursos naturales, etc.) que por lo general competen a los Estados, implica paradójicamente un reconocimiento de la inexorable condición estatal de Palestina.

            Ahora bien, expuesto lo anterior, y pese a toda su erudición, base documental y muestras crecientes de reconocimiento del Estado palestino, lo cierto es que la doctrina predominante en el DIP para el reconocimiento de la existencia de un Estado sostiene que éste debe cumplir con tres imprescindibles elementos constitutivos. Primero, un territorio; segundo, una población estable asentada en el mismo; y, tercero, un Gobierno que ejerza de manera efectiva sus competencias soberanas sobre el territorio y la población. Aplicada dicha doctrina al caso palestino, su resultado muestra serias insuficiencias para su consideración como Estado en toda regla. De hecho, una parte relevante de los Estados integrantes de la sociedad internacional admiten el derecho que asiste al pueblo palestino a tener su propio Estado dentro de las fronteras de 1967, pero no terminan de reconocer el Estado de Palestina por incumplir con los citados elementos constitutivos que debe poseer todo Estado para materializar su existencia. Ésta es la posición oficial que mantienen tanto Estados Unidos como los Estados miembros de la Unión Europea (UE).

            Por su parte, la OLP/ANP sostiene la tesis contraria, que es un Estado de hecho, con sus elementos constitutivos (territorio, población y Gobierno), pese a no ejercer provisionalmente el control soberano sobre su territorio y población debido a la prolongada ocupación militar israelí. Precisamente por ello, y dado el reiterado fracaso del proceso de paz y la manifiesta renuencia israelí a la formación de dicho Estado, la OLP/ANP demanda de la comunidad internacional su reconocimiento de iure, que le otorgue un estatus jurídico, político y diplomático decisivo para ejercer el principio de soberanía. En particular, considera que si ese reconocimiento procede de los Estados con mayor peso político y económico en la estructura de poder del sistema internacional, mayores garantías se obtendrán para armonizar la existencia de su Estado de facto y de iure. En definitiva, que se reconozca su existencia de hecho y de derecho, otorgándole mayor simetría con la otra parte del conflicto. Sin embargo, la posición que mantienen Washington y Bruselas, al menos de momento y sin que se atisbe ningún cambio sustancial en el horizonte más próximo, es que sólo tomarán nota del reconocimiento de un Estado palestino cuando éste emerja de un acuerdo de paz con Israel. Semejante política refuerza la capacidad de Israel para admitir un Estado palestino a cambio de importantes concesiones de la OLP/ANP.

            Quigley reconoce que, en efecto, ésta es la doctrina predominante en el DIP, pero disiente en que su aplicación sea tan rigurosa como se exige en el caso de Palestina. Por el contrario, muestra la flexibilidad con la que se implementa en otras situaciones igualmente presentes en la sociedad internacional de Estados. En el caso de los Estados bajo ocupación militar extranjera recuerda el ejemplo de Kuwait ocupado por Iraq (1990-1991) o el de la ocupación alemana de Dinamarca y Polonia durante la Segunda Guerra Mundial. En ningún caso desapareció su condición estatal, pese a que vieron mermada su soberanía. Si bien en Palestina no existía un Gobierno antes de su ocupación, el autor no encuentra ningún obstáculo para que un Estado surja durante «un periodo de ocupación beligerante». Namibia representa el precedente más claro, al ser admitida en la ONU y en sus agencias especializadas como miembro estatal pendiente de acceder a su independencia. La cesión de control parcial de Israel a la OLP/ANP de los territorios que ocupa, y sobre los que la OLP/ANP reclama su soberanía, es un claro ejemplo de reconocimiento indirecto que realiza la potencia ocupante del Estado que ocupa.

            Otras situaciones en las que los Estados no han ejercido el control de sus asuntos internos y de su política exterior —por ejemplo, Bielorrusia y Ucrania durante el periodo soviético— no excluyeron su consideración de Estados ni impidieron su integración como Estados miembros en la ONU y sus agencias especializadas e interestatales. Del mismo modo, los Estados fallidos o colapsados, como Somalia, no han dejado de existir. A su vez, Filipinas e India fueron reconocidos como Estados e ingresaron en la ONU en esos términos antes de que alcanzaran su independencia tiempo después. Semejante práctica fue común en muchas colonias africanas, como en la República del Congo, donde el poder colonial había anun- ciado su retirada. En 1992, Bosnia fue reconocida como Estado por los Estados Unidos y la UE, e ingresó en la ONU, pese a sus evidentes carencias de poder. Más recientemente, en 2008, Kosovo vio reconocida su declaración unilateral de in- dependencia por los Estados Unidos y parte de los Estados miembros de la UE, no así de España. Rusia y Serbia tampoco secundaron su reconocimiento. No menos significativos son los micro-Estados que, como Mónaco, no ejercen prácticamente ningún ejercicio de soberanía en su política interna y exterior; o bien, de manera semejante, los antiguos fidecomisos de los Estados Unidos en el Pacífico (la Repú- blica de las Islas Marshall, la Federación de Estados de Micronesia y la República de Palau) y de Nueva Zelanda (las Islas Cook y Niue).

            En contraposición a estas situaciones, cabe realizar las siguientes observaciones. Primero, Palestina posee un territorio definido, pendiente de ajustes en la delimitación definitiva de sus fronteras como muchos otros Estados que mantienen controversias fronterizas. Su discontinuidad territorial (entre Gaza y Cisjordania) es semejante a la que puedan registrar otros Estados archipielágicos (Filipinas e Indonesia), continentales (Pakistán hasta 1971, cuando se independizó Bangladés) y mixtos (Estados con territorio continental e insular como España). Segundo, también tiene una población permanente y asentada en dicho territorio. La extensión de su superficie estatal y el tamaño de su población no son relevantes para su consideración como Estado, sólo basta con recordar la existencia de micro-Estados, sin que sea éste su caso. Por último, tercero, en la esfera del poder, además de su separación en órganos ejecutivo, legislativo y judicial, se advierte un Gobierno en la administración de su territorio y población. Sin olvidar sus importantes relaciones exteriores con muchos otros Estados y organizaciones interestatales, de las que forma parte con pleno derecho o bien con algunas simbólicas restricciones. De hecho, como señala el internacionalista John Whitbeck, los Estados que reconocen a Palestina representan el 80-90% de la población mundial.

            Sin embargo, no es cuestión del número de Estados que reconozcan a otro. El reconocimiento no es un elemento constitutivo del Estado. Su existencia es independiente de que sea reconocido o no. Pero, en el caso de Palestina, dada la limitación de su soberanía, resulta esencial dicho reconocimiento por aquellos Estados que mayor capacidad de poder —político y económico— detentan en la sociedad internacional. Basta con recordar los citados ejemplos para constatar una vez más el doble rasero que se ha establecido en la aplicación de las leyes internacionales. Al fin y al cabo, el ejercicio normativo en cualquier ámbito no deja de reflejar las relaciones de poder subyacentes. El derecho internacional no es precisamente una excepción a esta regla. En no pocas y controvertidas ocasiones, su aplicación dependerá de las conveniencias y el equilibrio de poder de los Estados en cuestión.