Joseba Arregi
Esperanza
(El Correo, 21 de agosto de 2004)
Quizá no sea la época de las vacaciones estivales el mejor momento para molestar al lector con preocupaciones y problemas. O quizá sea el momento adecuado, puesto que en la época de trabajo nunca hay tiempo para reflexionar con algo de distancia sobre los temas importantes. Muchos ciudadanos vascos estarán de vacaciones. Muchos las pasarán fuera de Euskadi. Muchos estarán de viaje. Algunos en sus segundas viviendas. Otros en sus pueblos de origen. Algunos en el extranjero. Muchos pueblos y ciudades vascos celebran sus fiestas patronales. Y a pesar del paro, de problemas económicos que existir existen, a pesar de tragedias personales y familiares, no es una barbaridad afirmar que en este mes de agosto de 2004 la sociedad vasca es una sociedad básicamente satisfecha.
Estas impresiones contrastan con la pervivencia del terrorismo de ETA y con un discurso político centrado en el tema del conflicto, contrastan con el discurso de los profundos problemas políticos, del problema secular e histórico no resuelto, y todo ello en el marco de la provisionalidad institucional, estatutaria y constitucional. Algún día habrá que analizar eso que, a primera vista y en el fondo, es una esquizofrenia, una seria contradicción. Habrá que analizar por qué se da en la sociedad vasca, qué significa y cuáles son sus consecuencias.
Dejando para otra ocasión llevar a cabo un análisis más completo de la situación descrita, sí conviene llamar la atención sobre algunos elementos que han cambiado profundamente la situación de la sociedad vasca en los últimos años y que, bien entendidos, deberían permitir plantear el futuro político vasco con una nueva esperanza.
En la lucha contra ETA ha existido durante demasiados años un muro infranqueable que ha hecho que esa lucha fuera ineficaz: el mito de su imbatibilidad. ETA era, según ese mito, un ave fénix que resurgía siempre de su propias cenizas. Nadie era capaz de terminar con ETA. Nadie lo había sido. Si se detenía a un comando, se tenía la seguridad de que inmediatamente se formaría otro, aparecería otro. ETA era virtualmente interminable. Y este mito abocaba necesariamente a una conclusión: para pensar en un final de ETA era preciso plantear un escenario de negociación.
En los últimos años, básicamente gracias al acuerdo entre el PP y el PSOE, la sociedad -vasca y española- ha interiorizado lo contrario: es posible pensar en el fin de ETA, ETA no es imbatible, se puede batir, se puede derrotar a ETA. La convicción de que es posible acabar con ETA, la destrucción del mito de la imbatibilidad de ETA es el primer paso para hacer efectivo su fin. Lo cual no significa que ETA no vaya a actuar más, que no intente matar de nuevo, que no trate de imponer su presencia a la sociedad vasca. Pero la situación ha cambiado radicalmente. Y ese cambio ha venido de los partidos citados, y no de la mano del nacionalismo vasco, lo cual también tiene un significado nada despreciable.
Junto a la destrucción del mito de la imbatibilidad de ETA, junto a la interiorización social de la convicción de que es posible derrotar a ETA, acabar con ella, ha venido su debilitamiento gracias a la actuación policial, y además la anulación de su prolongación política, secando ese espacio de protección en el que se movían aquéllos que pretendían aprovecharse de las dos lógicas: la lógica del sistema democrático con todas sus estructuras de derechos, y la lógica de la negación violenta del sistema.
Ese cambio cualitativo permite plantear toda la política vasca de forma diferente, con una nueva esperanza. Ya no son necesarios planes 'políticos' para acabar con ETA, para acabar con el terrorismo. La deslegitimación radical del pacto estatutario -ETA- ya no está en situación de condicionar la política vasca. El pacto estatutario -ya fuera de los condicionantes de la violencia terrorista de ETA- tiene recursos y procedimientos para acometer la solución de sus propios problemas. La esperanza en la nueva política vasca reside en la renovación del pacto estatutario, con su debida puesta a punto. El pacto estatutario va más allá de esta u otra competencia: implica la constitución de la sociedad vasca mediante pacto entre diferentes formas de entenderla. Preservando este espíritu estatutario, se pueden encontrar nuevas formas de actualización, sin que ello pueda llevar nunca a oscurecer o negar el pacto inicial y básico.
El pacto lo deben renovar quienes lo suscribieron en primer término. No cabe duda de que sería mejor que se incorporaran también quienes en su día se negaron a ello, creyendo que a través de la violencia conseguirían deslegitimarlo definitivamente. Derrotado el mito de la imbatibilidad de ETA, sin embargo, las nuevas incorporaciones tienen tiempo. No es cuestión de andar de forma apresurada.
La gestión gubernativa del pacto renovado debe estar en nuevas manos, en las de quienes por un lado han contribuido a derrumbar el mito de la imbatibilidad de ETA, y por otro se saben herederos del fuerismo liberal, de lo que implicó la frase de Muñagorri «paz y fueros», del doble patriotismo, vasco y español -que fue la característica de la identidad colectiva vasca del siglo XIX-. La gestión gubernativa del pacto renovado debe estar en manos de quienes se asientan tranquilamente en la herencia de lo mejor de la historia vasca del XIX, aceptando el reto del constitucionalismo, sabiendo que la combinación de ambos, de la herencia del XIX vasco y del reto del constitucionalismo, nunca ha encontrado mejor solución que la vía estatutaria. La gestión del pacto renovado debe estar en manos de quienes recogen la herencia del Indalecio Prieto capaz de llevar al nacionalismo a la vía estatutaria integrada en el sistema constitucional, y no renuncian a sentirse herederos también del primer Gobierno vasco, fruto de aquel Estatuto.
Con un pacto estatutario renovado es posible una nueva política y una nueva esperanza. Es posible dar vía libre al sueño de un Mario Onaindía que creía que la aceptación de la vía estatutaria invalidaba la división entre nacionalistas y no nacionalistas, porque todos creían en la nación cívica, porque todos eran nacionalistas, o nadie lo era más que los demás. Éste es el sentido de su frase del postnacionalismo: no la proclamación de la defunción de un sentimiento, sino la celebración del reconocimiento mutuo y de su institucionalización política en el Estatuto. La celebración de que todos son ciudadanos vascos en igualdad de condiciones y nadie es más de aquí que otro cualquiera.
En la historia vasca tiene una gran tradición la imagen de la casa para referirse, primero, a alguno de los territorios históricos, más tarde al conjunto de las provincias vascas, hasta que el nacionalismo se apropió del término para aplicarlo a su idea de la nación vasca. Defender la casa del padre se ha convertido en muchas ocasiones en el resumen del sentimiento nacionalista.
La nueva situación permite entender esa frase de una forma renovada y esperanzadora: la mejor forma de defender la casa del padre es permitiendo que sea la casa de todos, sin que nadie tenga derecho a reclamar derecho de primogenitura. Todos son habitantes de esa casa. Por eso es preciso empezar a dejar de lado la imagen de la casa y pasar a pensar Euskadi en términos de ciudad, una ciudad en la que conviven ciudadanos distintos, diferentes, pero iguales en derechos. Defendamos la casa del padre haciendo que se convierta en la ciudad de todos. Renovemos el pacto estatutario. Recobremos la esperanza. Volvamos a empezar desde donde empezamos, sin la hipoteca de ETA, sabiendo que tendremos que cambiar algunas cosas, todo menos la voluntad de pacto, menos la necesidad de reconocernos mutuamente, menos la convicción de que nos tenemos que identificar en la pluralidad y complejidad de nuestras identidades, y en las instituciones fruto del pacto que garantizan la convivencia de esas identidades plurales y complejas.
Será una nueva política y una nueva esperanza construida sobre la memoria de las víctimas, sobre la memoria de los asesinados por ETA, sobre su verdad objetiva, sobre su significado político: que Euskadi nunca debe ser, ni parecerse a lo que ETA pretendió instaurándolas como víctimas.
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