José Ignacio Lacasta-Zabalza
Amnistía y excarcelaciones
(Hika, 178-179zka. 2006eko ekaina/uztaila; Página Abierta, 172, julio de 2006)
En su comentada entrevista del 14 de mayo pasado, ETA dijo: «La cuestión de los presos políticos en un proceso de resolución tiene un nombre: amnistía y excarcelación». Por su parte, Batzarre ha tenido estos últimos días el coraje cívico de hablar de la “excarcelación” de los presos de ETA. Una y otra afirmación, desde perspectivas tan diferentes por sus derivaciones políticas y éticas, merecen una reflexión a fondo y una serie de matizaciones.
En primer lugar, la amnistía (indulto general) está expresamente excluida del sistema constitucional español, que prohíbe hasta la iniciativa popular para proponer una ley que tenga por finalidad el ejercicio del derecho de gracia. Para que se pudiera lograr lo que pide ETA habría que reformar la Constitución. Cosa casi imposible, ya que se requiere de modo inevitable el concurso del PP. Por cuanto este procedimiento tiene unos requisitos enormemente rígidos en el plano normativo y unos obstáculos insalvables en su proyección práctica (piénsese, si no, en los escollos que encuentra una reforma constitucional de tan tímido alcance –la línea femenina de la Corona, el Senado– en el actual panorama político empapado por las obstinaciones del PP).
Y es que a la izquierda abertzale en general le hacen bastante daño para analizar la realidad actual sus propios prejuicios subjetivistas. Es decir, cuando se creen que la política sólo la domina la correlación de fuerzas. Que quien tiene la sartén por el mango es el que manda e impone sus condiciones. Y que los pactos se hacen entre quienes detentan esa dichosa fuerza. Así, le piden al Gobierno español cosas imposibles –como la amnistía– porque deducen que puede hacer con las leyes lo que quiera. Lo que es tanto como afirmar que no existe el Estado de Derecho o que esto es igual que el franquismo.
Ni esto es igual que el franquismo, en el que sería impensable la entrevista de Gara y la existencia de Gara mismo, ni faltan graves desviaciones (los repetidos indultos a los delitos de tortura o la Ley de Partidos, por ejemplo) en un Estado de Derecho español realmente existente y –con todos sus defectos– en funcionamiento cotidiano para quien lo quiera ver sin anteojeras prejuiciosas. Lo que no quita para que el Gobierno sí pueda promover indultos concretos, lo que, en el caso de ETA, dependería de la clase de delitos cometidos y de una voluntad nítida de reinserción de los posibles afectados.
Pero, sobre todo, este asunto tiene un trasfondo moral que no se puede ni se debe eludir. No es casualidad que la palabra amnesia tenga la misma raíz griega que amnistía. Y la amnesia –olvido total– no es conveniente ni para los crímenes del franquismo (desmemoria generadora de la caradura actual de la derecha española), ni para el terrorismo de Estado (léase los GAL y compañía), ni para los asesinatos de ETA. Y aquí habría que efectuar una necesaria separación en el tratamiento de estos problemas de forma más que precisa: no mezclar todos estos asuntos y diferenciarlos de manera adecuada para que cada cual sea exactamente responsable de sus propios actos delictivos.
No hay asesinatos y torturas mejores o peores según quién los cometa, sino crímenes inadmisibles –todos ellos– contra los derechos humanos. Ni los GAL o los desmanes estatales con resultado de muerte pueden tapar o excusar las barbaridades sangrientas de ETA ni disimular las cuantiosas cifras de su acción asesina, ni las actuaciones etarras pueden servir de atenuante o eximente a la barbarie inhumana del régimen franquista (en particular, desde abril de 1939 a junio de 1977). Confusiones nada imaginarias y que no solamente se dan entre los medios abertzales. Como se pudo ver con la concesión de una medalla de la actual democracia al repugnante torturador Melitón Manzanas (celebérrimo por sus fechorías cometidas en estas tierras), con los indultos parciales concedidos a Vera y Barrionuevo o con el cumplimiento de la condena (¡en su casa!) por parte del ex general Rodríguez Galindo.
Es cierto que la cuestión de la memoria antifranquista y la percepción social de las iniquidades de la dictadura de Franco tienen una enorme importancia (y la derecha teme con pavor fundamentado su divulgación entre el gran público, que todavía las desconoce), pero quede claro que aquí solamente se trata de los delitos de ETA y la excarcelación –que no amnistía– de sus presos.
Así, no es una operación de tono menor recurrir a los principios clásicos y a la ética que los sustenta. Puede parecer lejana la fecha de 1762, la de la publicación del libro de Cesare Beccaria De los delitos y de las penas, pero ese pensamiento es hoy día una de las principales fuentes de inspiración de lo más moderno de las teorías garantistas del Derecho penal (y la protección de los derechos fundamentales) de un autor tan reconocido internacionalmente como Luigi Ferrajoli.
A Beccaria le obsesionaba –con toda la razón del mundo– la impunidad como caldo de cultivo de las mayores injusticias. Pero proponía un diverso tratamiento para dos clases de delitos. Los delitos menos graves, contra la seguridad de los bienes, debían tener un tiempo de prescripción corto porque no se había dañado la vida ni la integridad de las personas. Pasado un cierto tiempo, no habría inconveniente mayor para darlos por caducados. Pero los delitos atroces, en principio, no merecen moralmente ninguna prescripción. Y esos actos atroces venían descritos –lo cual nos interesa muy mucho– por dos características: a) los que atentan contra “la seguridad de la propia vida”, como el homicidio y maldades similares en el gráfico lenguaje de Beccaria, y b) porque “dejan una prolongada memoria en los hombres”.
En el supuesto de ETA, no se puede establecer un denominador común entre unas y otras acciones, crueles e incruentas, agrupándolas bajo la categoría de delitos políticos. Porque en nuestro tiempo, la intencionalidad política para eliminar físicamente a seres humanos quizá lo único que hace es facilitar la entrada en lo que propiamente se llama genocidio, como lo es la destrucción de grupos de personas por sus ideas. Además, la propia Constitución excluye de la categoría de delitos políticos a los que están bajo la rúbrica de terrorismo, con lo que no hace sino seguir la orientación general de la legislación antiterrorista de la Convención Europea de 27 de enero de 1977.
Descartada la amnistía, sería forzoso tipificar –para su posterior tratamiento penitenciario– los delitos cometidos por ETA; entre los cuales hay una no pequeña cantidad de los que no son atroces y pertenecen más bien a actuaciones ilícitas que nada tienen que ver con los asesinatos y conductas semejantes. Es más, en ese territorio hay cuestiones relacionadas con la asociación o la opinión, ni siquiera con daños a los bienes, así como notorias injusticias por parte del Estado cuando ha aplicado el Derecho penal del enemigo a personas como el abogado Uruñuela, harto conocido en los medios jurídicos navarros por su incontrovertible pacifismo y defensa habitual de las causas difíciles. A no pocas de las personas condenadas o imputadas como –aberrante categoría jurídica– entorno, lo que da lugar a procesos desmesurados como el 18/98, no habría que haberles aplicado la legislación antiterrorista. Por lo que tampoco deberían permanecer en las cárceles ni estar sujetas a un proceso criminal.
Tienen razón los miembros de Jueces para la Democracia cuando exigen un cambio de legislación en esos aspectos antiterroristas; porque en nuestro sistema jurídico no se les puede adjudicar a los magistrados esa responsabilidad, la de suplir la ley, y además decirles que tengan en cuenta el contexto o la realidad social porque las normas carecen ya de sentido y son inadecuadas. Ese cambio le corresponde al Estado y a los órganos parlamentarios y gubernamentales que lo dirigen. Así como una revisión de la política penitenciaria. Si seguimos en esto a Beccaria, éste declaraba inadmisible que se pudiera incrementar la pena con otros castigos impuestos al arbitrio del poder. A través de la dispersión sistemática de las personas penadas por terrorismo etarra, lo que se ha hecho es aumentar la verdadera pena –privación de libertad– con el alejamiento como arma de presión (contraria al artículo 25.2 de la Constitución vigente). Con el subsiguiente e injustificable daño a los muchos familiares que no han cometido ningún delito. Hora es ya de que se rectifique este punto que, con la excusa del terrorismo, ha terminado por perjudicar a una población penitenciaria que tiene derecho –por más que el Tribunal Constitucional lo haya cercenado o negado– a la reinserción social prevista en el texto constitucional y en la legislación internacional sobre derechos humanos.
Y la ejecución de la penas es una potestad exclusiva de jueces y tribunales, como se desprende de la misma Constitución, que tanto se invoca como se desconoce por parte de la derecha española. Todo lo que se haga para reconocer a las víctimas, para resarcir los daños que les ha causado el terrorismo, será seguramente poco. Pero no se debe consentir –y hay que criticarlo públicamente– que algunos dirigentes de las asociaciones de víctimas, como el Sr. Alcaraz, se hayan erigido en una especie de jueces de vigilancia penitenciaria por libre con su sonsonete –contrario al principio constitucional de la humanidad de los castigos– del “cumplimiento íntegro de las penas”. Cuando no en políticos que torpedean con descaro irresponsable la estrategia del Gobierno –y la de todas las fuerzas políticas menos la del PP– en su búsqueda de la paz.
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