José Ignacio Lacasta-Zabalza

Normalidad republicana
(Página Abierta, 176-177, diciembre de 2006/enero de 2007)

            Hay un extravío de la conciencia de la sociedad española, motivado en buena medida por la inmunidad de los poderes públicos franquistas, cuya responsabilidad y la de sus funcionarios se canceló con la amnistía de 1977. La Ley 46/1977 de 15 de octubre amnistió expresamente los «delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de la persona reconocidos en las leyes». Sin discutir ahora la oportunidad de la medida, lo cierto es que se ha visto acompañada por un espeso silencio, nunca conveniente, de todo lo actuado entre el 1 de abril de 1939 y el 15 de junio de 1977, ya que finalmente se ha fomentado una perjudicial sensación colectiva de irresponsabilidad política general. Un editorial de El País de 26 de julio de 1998, a propósito de la sentencia condenatoria de Vera y Barrionuevo por el caso Marey, decía lo siguiente: «A muchos militantes y dirigentes [del PSOE] les resulta muy doloroso aceptar que los suyos paguen por lo que no pagaron los que sirvieron a la dictadura».
            No se puede decir más claro una inmoralidad más grande: a nadie le hace gracia ser los primeros dirigentes del poder político español en la Historia que fueron responsables de algo, tras más de medio siglo de inmunidad absoluta.
            Unas ideas así dificultan enormemente el asentamiento común de los valores democráticos. Y como el franquismo no ha sido responsable de nada, resulta ahora que la República fue responsable de todo: del desorden, del caos, de la ingobernabilidad, de la quema de conventos, de los desmanes revolucionarios y hasta de la Guerra Civil. Como si la República –valga la metáfora corpórea– se hubiera dado a sí misma un golpe militar en la cabeza. No son sólo los revisionistas de la Historia, pues al fin y al cabo éstos no han hecho sino conectar con los tópicos, prejuicios e ignorancia de las muchas personas que han querido atenuar o legitimar el crimen de lesa Constitución –en palabras del filósofo del Derecho Felipe González Visen– que fue el 18 de julio de 1936. Crimen que abolió el sufragio universal desde esos años hasta el 15 de junio de 1977, por si acaso hay alguien (que ya lo hay) aspirante a sostener que fue el orden del franquismo algo necesario para instalar la democracia definitivamente.
            Esta mala conciencia ha hecho que quede en el ambiente social una también nefasta idea: la República no trajo más que problemas y sus defectos fueron tan enormes que era imposible que saliera adelante. Es cierto que en ese período hubo tremendas convulsiones para cualquier estabilidad: el golpe de Estado (fracasado) de Sanjurjo, la Revolución de Asturias, la represión posterior y el 18 de julio de 1936, verdadero causante de la terrorífica Guerra Civil. Así mismo es cierto que la propia República se dotó de un exceso de excepcionalidades a su propio sistema constitucional, siguiendo una mala costumbre de los poderes políticos españoles: la militarización del orden público (1).

Una Constitución “normativa”

            La vida de la República fue muy corta, pero en tan pocos años resulta difícil proponer –y a veces realizar– tantas cosas positivas y hasta estupendas. No está de más contemplar ese período desde la perspectiva de su normalidad, que también la tuvo, para aproximarnos más y mejor a la realidad de lo acontecido (2).
            Para empezar, es la primera vez en la Historia que una Constitución española se presenta en tanto que normativa. Las Constituciones del siglo XIX habían sido programas políticos (de ahí su carácter programático), declaraciones de intenciones y nunca leyes o normas exigibles, que exigieran a su vez –como la de 1931– que ninguna ley inferior contraviniera lo que dice el texto constitucional. Y, para que no se quedase en algo sobre el papel, fue creado el Tribunal de Garantías Constitucionales, que funcionó durante varios años y redactó un buen número de sentencias. Hasta entonces, los poderes públicos, en una tradición muy española, eran perfectamente irresponsables de sus actos (desde los llamados “actos de soberanía” hasta las sentencias injustas, no había lugar para ninguna defensa ciudadana ante ellos ni ninguna indemnización). Hizo falta que se promulgase la Constitución de 1931 para que su artículo 41.3 abriera una vía de exigencia de responsabilidad de los funcionarios por los daños causados a terceras personas. Artículo que se inspiraba en el 131 de la Constitución de Weimar.
            Tampoco está de más recordar que la voluntad expresa de quienes fabricaron la Constitución posee un pacifismo explícito recogido en su Título Preliminar, donde se afirma: «España renuncia a la guerra como instrumento de la política nacional» y, lo que era importantísimo en aquella excitada época, que el Estado español se comprometía a acatar las normas universales del Derecho internacional y a incorporarlas a su Derecho positivo. No son sólo buenas intenciones, sino un alcance democrático de un proyecto modernizador que fue quebrado, precisamente, por la actuación conjunta de militares africanistas que nunca renunciaron a la guerra como método de exterminio de marroquíes y conciudadanos españoles y aquellas potencias que hicieron de la violación del Derecho internacional (Alemania e Italia) y la burla de la Sociedad de Naciones su sello de distinción.
            Conviene rememorar ese pacifismo constitucional, porque la República no inició nunca ninguna guerra. Y, desde los tiempos de Francisco de Vitoria y el Derecho de Gentes de los siglos XVI y XVII, son los responsables primeros de las guerras quienes las inician (cosa que se pierde de vista demasiado a menudo con respecto a los sucesos de 1936-1939).
            Si se repasa la literatura política de ese tiempo y del inmediatamente anterior, puede verse con particular insistencia un fenómeno desagradable e inconveniente, consistente, en las filas de la izquierda, en el uso de una retórica exagerada, abracadabrante a veces, con proclamas revolucionarias vinieran o no vinieran al caso, loas a Rusia –la de Stalin– como un paraíso social, inflamados deseos anticlericales (a veces criticados incluso desde la propia izquierda, como lo hiciera juiciosamente el artista ácrata aragonés Ramón Acín), etc. Proclamas incendiarias utilizadas y ampliadas luego por la derecha para asustar al público en general. Baste recordar la frase de Azaña «España ha dejado de ser católica», que se refería a la separación constitucional entre Iglesia católica y Estado, manipulada con éxito por la propaganda derechista para convencer al público del anticlericalismo feroz que nunca tuvo Manuel Azaña.
            También es verdad que esa literatura estaba impregnada de una oratoria y pensamiento, tradicional desde los inicios del siglo XIX español, que atribuía preferentemente «los derechos políticos a la colectividad en lugar de radicarlo en los individuos o en el conjunto social entendido como un agregado de ciudadanos». Dice Álvarez Junco que «pueblo, nación, proletariado y raza» son palabras exteriores y superiores a los individuos y sus derechos. Y que hay un «déficit de individualismo en la cultura política española» (3).

El pensamiento liberal republicano

            Este déficit puede leerse, efectivamente, en numerosos escritos de la era republicana y aledaños. Pero la República también ejerció una hermosa y equilibrada defensa de los derechos individuales junto a los colectivos. Se ha hablado mucho estos días del voto de la mujer (que introdujo la República, duela a quien duela) y se ha hecho bien en criticar las inconsecuencias y resistencias de cierta izquierda parlamentaria de entonces. Como casi siempre, los defectos de los republicanos parecen ser mayores –en no pocas versiones periodísticas actuales de la etapa republicana– que el enorme mérito en la consagración electoral de la igualdad de la mujer, que finalmente queda bajo sospecha. Pero el Derecho republicano, el efectivo y practicado, puede ayudarnos a comprender dos cosas: a) que la legislación republicana –y su práctica– no admitía la discriminación de la mujer, y b) que todo esto tenía un serio apoyo en una asentada doctrina sobre los derechos individuales y los colectivos.
            Una lectura del Código Penal de 1932 y su hermosa Exposición de Motivos nos habla a lo vivo de las virtudes (y también fallos) de ese pensamiento liberal republicano. Desde luego, es consecuente con la libertad de las mujeres al abolir la venganza del honor del marido (restablecida por el franquismo) o al castigar penalmente la violación de la intimidad, secretos y correspondencia de las féminas. Y lo hace porque así lo deduce expresamente del principio de igualdad de la Constitución de 1931. Al proteger la libertad de conciencia como derecho individual y la libertad de cultos, la Exposición da su contundente y realista motivo: por «la importancia de estas infracciones en un país radicalmente intolerante».
            En el Derecho civil, se aprobó –y así lo decía la Constitución (artículo 43)– el divorcio por mutuo disenso, la investigación de la paternidad, los derechos del niño según la legislación internacional y una preciosa cláusula que rezaba así: «No podrá consignarse declaración alguna sobre la legitimidad o ilegitimidad de los nacimientos ni sobre el estado civil de los padres, en las actas de inscripción, ni en filiación alguna». Naturalmente, este derecho y esa legislación se aplicó en el seno de aquella sociedad. Y la mejor manera de verlo es conocer la saña que empleó el Derecho civil franquista en abolir lo promulgado por la República: derogación de los efectos jurídicos de las “uniones libres” de mujer y hombre, el desplazamiento de los llamados –con crueldad notoria– frutos del “parentesco ilegítimo”, la distinción horrenda entre hijos legítimos e ilegítimos, la constancia expresa y jurídica de la diferencia, la supresión del divorcio (verdadero derecho de autodeterminación en ese tiempo de la mujer española), instauración del “carácter confesional del matrimonio” y su “indisolubilidad”. Y como colofón, aunque esto es ya Derecho penal, “restablecimiento del delito de adulterio”. Todo, en un orden jurídico católico y franquista, que subordinaba la mujer al marido y necesitaba el permiso de éste hasta para comprar y vender.
            Ese Derecho civil franquista es el que algunas generaciones tuvimos que estudiar (4). Su máximo líder, José Castán Tobeñas, explicaba así las razones para proceder de ese modo contra la legislación republicana: «La legislación de la República, que en su afán democrático e individualista amenazaba con pulverizar y anular la familia».
            Quedémonos con la existencia –tan poderosa como para inspirar una Constitución y toda una legislación aplicada– de esa cultura, porque la hubo y seria, pletórica de “afán democrático e individualista”. Esa cultura no la inventó la Segunda República, sino que recogió y desarrolló lo que dijo la Primera, así como la labor de no pocos liberales –y aquí el adjetivo es exacto– que le precedieron o contribuyeron luego al despliegue de todas esas ideas y a la igualdad de mujeres y hombres. Sin remontarnos al siglo XIX, se puede citar una buena colección de adalides de esa cultura: Recaséns Siches y Gómez Orbaneja, catedráticos y magistrados del Tribunal de Garantías; Antón Oneca, penalista y magistrado del Tribunal Supremo; el catedrático de Derecho Penal Jiménez de Asúa; Ángel Ossorio y Gallardo, civilista y presidente del Tribunal Supremo republicano; Fernando de los Ríos, quien se definió a sí mismo como “cristiano eramista” y tuvo el enorme mérito de criticar la ausencia de libertades en Rusia (asunto sobre el que escribió un famoso libro); Niceto Alcalá-Zamora, hijo, maestro de procesalistas de varias generaciones; el mismo Francisco Ayala, por aquel entonces profesor de Derecho Político. Y un muy largo etcétera que abarca casi todas las ramas académicas del Derecho. Entre ellos no fueron raros los católicos (Gómez Orbaneja, Recaséns, Osorio...) que conllevaron su fe religiosa junto al más fundamentado liberalismo.
            La Constitución de 1931 hizo mella en las conciencias nacionalcatólicas de juristas que le negaban su carácter normativo y que el Derecho de familia (mujer e hijos sobre todo) tuviera que respetar y desarrollar la libertad e igualdad de la mujer recogidas en el máximo texto (5). Pero solamente por la fuerza de las armas y la guerra pudieron interrumpir abruptamente esa cultura liberal (resucitada finalmente al abrigo de la Constitución de 1978).
            Y esto no son cosas de leguleyos. Tampoco hay que aceptar que la República fuera liberal, individualista, solamente en el plano de las leyes y no de la realidad. Porque ahí están los divorcios, matrimonios civiles, filiación sin distinción de origen, el sufragio femenino y otra consideración jurídica general de la mujer para demostrarlo.
            El Tribunal de Garantías, aunque a veces tuvo momentos atormentados por la irrupción de la política en sus decisiones, también poseyó una muy interesante normalidad. Numerosas y bien razonadas sentencias sobre la libertad de industria y comercio, la libertad de cultos, el derecho a expresarse libremente (de capital importancia en la época), la inviolabilidad del domicilio, la libertad de profesión, la garantía del “debido proceso legal” (de origen anglosajón), el asilo político, etc., nos demuestran la presencia de una vigorosa cultura jurídica de inspiración liberal (6).
            El derecho de huelga, y la discusión sobre su titularidad individual y ejercicio colectivo, tienen particular interés, que alcanzó también al Tribunal Supremo y su –creada así mismo por la República– Sala de lo Social, cuyos magistrados decidían sobre centenares de sentencias.
            Tiene razón, pues, Álvarez Junco al criticar la endémica falta de ejercicio de los derechos individuales. Pero hay que matizar su importante opinión, porque la República también hizo gala de un liberalismo bien entendido y los liberales existieron de verdad; sus opiniones, además, se proyectaron institucionalmente. Ese ideario honra a quienes lo sustentaron y es preciso defenderlo frente a quienes ahora embellecen al franquismo y niegan el pan y la sal a una República que, pese a quien pese, sigue siendo el régimen que levantó más de 15.000 escuelas en una sociedad analfabeta.

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(1) El Decreto de Plenos Poderes, la Ley para la Defensa de la República, la Ley de Orden Público (usada por Franco en la represión de Asturias) nos hablan de una continuidad histórica en los malos hábitos del ejercicio del poder político español: los poderes ejecutivos no sometidos a control jurídico alguno y la dejación en manos militares del control del orden público son algunas de sus gravísimas consecuencias (que también pervivieron durante el franquismo).
(2) Los estudios de Gabriel Jackson, Hugh Thomas, Paul Preston y otros historiadores más recientes como Julián Casanova, en general excelentes investigaciones, no son conocidos más que por una minoría lectora. La “conciencia” de la que aquí se habla es la del conjunto de la sociedad y su percepción del franquismo y del antifranquismo. Formada –y deformada– por la propaganda audiovisual y también diversa según las zonas geográficas.
(3) Álvarez Junco, José, “Todo por el pueblo. El déficit de individualismo en la cultura política española”, Claves de Razón Práctica, nº 143, año 2004, pp. 4-8.
(4) Castán Tobeñas, José, Derecho civil español, común y foral, Madrid, Reus, 1954, tomo V, vol. I, pp. 19-20, 35 y 40-44.
(5) Es significativa la “renuencia” del luego franquista Castán Tobeñas, en esas fechas magistrado del Tribunal Supremo republicano, a engarzar los principios constitucionales de 1931 con los derechos efectivos de la mujer. Serrano, Antonio, Un día de la vida de José Castán Tobeñas, Valencia, Tirant lo Blanch, 2001, pp. 190-215. 
(6) Ruiz Lapeña, Rosa María, El Tribunal de Garantías Constitucionales en la II República Española, prólogo de Emilio Gómez Orbaneja, Barcelona, Bosch, 1982.