José Ramón Recalde
El alto el fuego de ETA
Violencia y víctimas
(Página Abierta, 172, julio de 2006)
A las pocas horas del anuncio por ETA del cese definitivo de la lucha armada, me pidieron desde una emisora de radio que hiciera un análisis de la situación. Me lo pidieron cuando yo estaba en un taxi, y se cortó la comunicación. Pero tuve tiempo de decir en unos pocos segundos que, previo a cualquier análisis, manifestaba mi alegría y que ese cese de la lucha armada era un triunfo del Estado de derecho y una derrota de ETA. Vale la pena algunas veces disponer sólo de quince segundos porque puede resultar más gráfico lo dicho que todo el desarrollo de un pensamiento.
Considero que el paso que ha dado ETA es definitivo, que estamos ya en el camino irreversible de la paz, aunque demasiadas tristezas han quedado en ese camino. Como todo juicio sobre lo que vaya a ocurrir en el futuro, tiene algo de apuesta. Pero también es una apuesta la de los que dicen lo contrario, que puesto que antes ETA ha roto treguas, ahora también va a romper con esa del cese de la lucha armada.
La política es compleja, y el proyecto a desarrollar y el objetivo que cumplir tienen más importancia que el juicio sobre la realidad. Más aún: el juicio sobre la realidad está más determinado por el futuro que por el presente. Y, desde luego, proyecto y objetivo, como están referidos a un futuro a desarrollar y a conseguir, no pueden ser espejo de la realidad actual, sino más bien el modo como hemos de modificarla, que a veces, por ser pesimistas, provocamos que la profecía agorera se cumpla.
Pues bien, creo que ahora mi apuesta es más sólida que la de los que sostienen lo contrario. Claro está que caben incumplimientos parciales, como es el caso de la menguante continuación de extorsiones gansteriles, o todavía alguna agresión por bandas abertzales, o incluso atentados esporádicos. No intento blindar mi argumentación. Todo eso puede ocurrir, y supondría una temporal derrota de mi apuesta. Pero ahora la victoria total está ya anunciada tras la declaración de ETA. El diagnóstico nuevo se sostiene en la eficacia de la lucha policial y judicial, en el hundimiento de la imagen de la lucha terrorista y en la creciente toma de conciencia entre los ciudadanos de que para luchar contra el terrorismo no es preciso tanto el valor como la decencia.
ETA ha reconocido su derrota, y nosotros, los que componemos una sociedad de ciudadanos, podemos proclamar ya desde ahora nuestra victoria. Hemos desplazado una losa, aquella que nos oprimía con la amenaza del asesinato y la extorsión criminal. Pero debajo de la primera losa aparece una segunda, que es aquella por la que, en aras de la unidad de la lucha antiterrorista, teníamos que cerrar filas olvidando objetivos partidistas, esto es, los que permiten construir la democracia. Pues bien, esperemos que la victoria contra ETA nos permita pasar muy pronto a la necesaria batalla política en la que no tengamos que perdonar nada a los adversarios políticos ni hacernos perdonar nada por éstos. Víctimas del terrorismo he sido yo y han sido, con peor suerte que la mía, muchos amigos socialistas. Otros lo han sido por ser miembros del PP. Pues bien, tengo muchas ganas de que termine la derrota de ETA para poder decir sin ambages cómo el modelo del PP es distinto del mío. Y para eso hay que levantar una segunda losa.
Las conversaciones de paz
El tema que ocupa hoy, por tanto, el primer plano en nuestro debate político es el de la verificación del fin de la violencia de ETA, y, en la medida en que esta posibilidad se confirme, el del diálogo para después de este final. ¿Estamos asistiendo a una capitulación de ETA o propiciándola?
El intento actual está hecho formulando el campo del acuerdo y sus bases políticas y, por ello, asumiendo, como antes he dicho, el riesgo del fracaso. Esta formulación parte de la decisión de los terroristas de abandonar las armas, que no depende de los demócratas sino de los asesinos de ETA. Luego queda pendiente un segundo paso: se ha de negar una concesión política a cambio de la paz. Y con estas condiciones cumplidas, positiva y negativa, aún estaría pendiente el diálogo que decidiera cuál es la solución aceptable que hiciera compatible el afán de justicia ofendida de las víctimas con el otorgamiento de medidas de reinserción ofrecidas a los miembros de ETA. Porque algo debe quedar claro: en el momento de la pretendida paz, los representantes o los valedores de los terroristas no van a coincidir con nosotros en las razones de la paz, sino en la eficacia de que la paz se alcance. Allá podrán otros, los de Batasuna, o también gente del PNV como Joseba Egibar, argumentar que el campo del encuentro es el diálogo político con ETA o con sus valedores. Por el contrario, si demócratas y víctimas entramos al trapo, es porque conviene ofrecer una solución al enquistamiento del conflicto de la violencia. No debe ser, luego, porque vayamos a aceptar la inicuidad de su causa, pues sólo en la medida en que nos reafirmemos en la justicia de la nuestra, podremos consentir más fe en la justicia, en la utilidad del pacto tras la sesión de las armas.
A pesar de la contundente mayoría que se ha manifestado en el Congreso y en la opinión pública en favor de las conversaciones de paz, reconozco mi inseguridad sobre la perspectiva de buen éxito de la iniciativa del Gobierno. Esa inseguridad podría llevarnos a un juicio de conveniencia. Si ETA está visiblemente derrotada, ¿por qué cambiar de política antiterrorista? Pero no es desde esta posición desde la que sostengo mi juicio, sino desde otra: precisamente porque ETA está tan derrotada es por lo que son oportunas ahora las conversaciones. En favor de esta alternativa podemos acumular razones diversas. La primera se sostiene en el sentido que debemos dar a la idea de ETA derrotada. ETA está derrotada pero todavía su brazo político moviliza a 150.000 votos que cuanto menos razonables sean desde el análisis de la realidad, más nocivos resultan como reducto de añoranzas. En esta situación hay una batalla pendiente que librar: la movilización ciudadana contra el crimen. En esto consiste la creciente toma de conciencia, de compromiso y voluntades, y de ahí la capacidad de movilización ciudadana contra los asesinos y terroristas.
Pues bien, el presente proyecto para el abandono de las armas tiene que sostenerse en la política de afirmación del Estado de ciudadanos, pero también en que la sociedad de ciudadanos, al sentirse implicada en el proyecto de paz, acepte el reto de la movilización democrática para derrotar a ETA en su última batalla, la de la opinión y la movilización popular. Por eso es importante que el Gobierno, si percibe pretensiones de busca de la paz por parte de los terroristas, responda comprometiéndose públicamente ante los ciudadanos a mantener el marco del posible acuerdo: primero, el abandono de las armas, y luego, la prohibición de concesión política al grupo terrorista o a sus valedores.., ni al nacionalismo. Y a partir de estas condiciones de entrada, habrá que componer las pretensiones de reinserción de los criminales, con las esperanzas de las víctimas, y de quienes se sienten movilizados por éstas, de que los criminales sean castigados. En este enfrentamiento, los miembros de ETA que abandonen las armas podrán lograr mejores condiciones en la medida no sólo de su renuncia, aunque ésta es condición previa para el acuerdo de paz, sino de la movilización de los ciudadanos en favor de ese acuerdo y de su capacidad de conexión con el sentimiento de las víctimas.
No se trata, por tanto, de que nos hagan tragar ni a los ciudadanos, ni menos a las víctimas, que criminales y ciudadanos estén en el mismo plano. Y aparte de ser el resultado del abandono de las armas por parte de los criminales, y con independencia de cómo vivan éstos el acuerdo, con sentido de realidad o como puente de plata, los ciudadanos han de verlo, primero, como un triunfo, y sólo después, acaso también, como un puente de plata.
Junto a esta confianza en el proceso abierto, me asaltan también sombras de desconfianza por algunas reacciones políticas. En injusta correspondencia a las difíciles condiciones del eventual pacto, se ha vertido un aluvión de juicios temerarios contra el proyecto de Rodríguez Zapatero. He percibido en esta acción, por parte de mis adversarios, la sustitución del debate por los juicios temerarios y, por parte de algunos de mis amigos, la plasmación de la política agorera en lugar del razonamiento.
Reivindicación de la memoria
Voy a hacer ahora una referencia al tema de las víctimas, que son un elemento fundamental a tener en cuenta en este momento de la paz, del triunfo y de la derrota de ETA.
No es imprescindible referirse a sistemas totalitarios para descubrir manipulaciones de la memoria, aunque sea en estos sistemas donde se alcanzan muestras mayores. La manipulación de la memoria se produce de diversos modos: por la falsificación de los hechos, por creación de mitos imaginarios, por la provocación del olvido, por el silencio impuesto. Afectan tanto a la historia como a los acontecimientos recientes. Es cierto que las agresiones a la memoria adquieren, en los sistemas totalitarios, un grado que si no fuera trágico podríamos calificar de ridículo. Pero también en las sociedades democráticas existen estas manipulaciones que provocan la falsificación de la Historia y de la política.
Como dice Tzvetan Todorov en un lúcido libro, Memoria del mal, tentación del bien, la memoria no se opone al olvido, sino que lo incluye, junto a su contrario que sería el recuerdo. La memoria se construye así como la integración entre la conservación, el recuerdo y el borrado, el olvido. Añade Todorov una contundente afirmación: «Lo lamentemos o no, no podemos elegir entre recordar u olvidar». Y sin embargo, esta es la tesis a la que se enfrenta en su proyecto moral. Es cierto, en efecto, que en la composición de nuestra memoria existe necesariamente un campo de olvido. De este modo, recordar y olvidar se presentan juntos. Pero es también cierto que la lucha contra el olvido, sobre todo cuando la memoria ha sido manipulada, se convierte en una tarea moral. Más aún: la recuperación del recuerdo es el proyecto de afirmación de la persona.
Desde el poder político, desde la dominación social, se practica con frecuencia la agresión al recuerdo, la provocación del olvido. De nuevo los grandes ejemplos se dan en los sistemas autocráticos: se hacen desaparecer rastros de acontecimientos y de personas; se impide la rememoración, utilizando para ello el miedo. Pero esta acción de provocar el borrado del recuerdo se produce también en los sistemas que, aunque construidos sobre pilares democráticos, se afirman sobre mitos históricos, apelan a patrias esenciales y desplazan a los que no pertenecen a los “nuestros” (eutarrak, decían los nacionalistas vizcaínos, los “nuestros”). Los que no pertenecen a los “nuestros”, a los eutarrak, quedan apartados así de cualquier protagonismo en la ciudadanía y en la palabra.
Pero esa sociedad de olvido y de mentira suele ser también una sociedad de víctimas que se busca que sea silenciada. Y las víctimas tienen un particular derecho a recordar. Aunque hay que distinguir dos categorías de víctimas. En primer lugar, todos los silenciados son víctimas de la falsificación; pero, de modo más grave, son víctimas los que, tras haber sufrido la violencia, son eliminados del recuerdo.
Frente a la falsificación de la memoria, frente a la imposición del olvido, todos tenemos el derecho a que los hechos que han sucedido sean reconocidos. El derecho a recordar lo tienen desde luego las víctimas. Pero ante la ocultación somos víctimas todos aquellos que la padecemos. Resistirse al olvido es así derecho de todas las víctimas del olvido. No debemos ocultar, sin embargo, que si bien somos víctimas todos los que padecemos esta ocultación de la verdad, hay una categoría especial de víctimas: las que sufren atentados a sus vidas, las que sufren amenazas, agresiones, persecuciones, y han de soportar esta situación arrinconadas o excluidas por causa de la falsificación de la memoria. Estas víctimas, las que han sufrido o sufren esta agresión del olvido provocado, son las primeras que pueden reivindicar el derecho a recordar.
Pero la reivindicación de una memoria fiel, el restablecimiento de los hechos, no sólo es un derecho sino también un deber. Es la obligación de los que nos sentimos solidarios con las víctimas asesinadas, oprimidas, menospreciadas, atacadas y perseguidas. Es un deber denunciar la falsificación y la mentira que han propiciado o tolerado las agresiones. De nuevo es Todorov quien nos enseña: «El establecimiento de los hechos es en sí mismo un fin digno de estima». O también, «la vida perdió contra la muerte, pero la memoria gana en su combate contra la nada».
Está muy bien que un lema nuestro sea la reivindicación del valor de la palabra contra la violencia. Está muy bien que reivindiquemos la verdad contra la mentira, la verdad contra la memoria deformada que ideas esenciales sobre nosotros han establecido. Esto nos va a obligar a matizar esa proclama de nuestro proyecto, el valor de la palabra. Es cierto, la palabra y el diálogo son los medios para construir una sociedad democrática, pero nunca se podrá constituir esa sociedad con una palabra sometida a la amenaza de los violentos, ni sostenida en el ámbito de la mentira. A la desmemoria ajena hemos de oponer la recuperación del recuerdo. Y que no esperen nunca que el precio de la paz pase por la desmemoria propia; que no esperen nunca que nosotros vayamos a olvidar por su cuenta: el recuerdo y el olvido serán siempre por nuestra cuenta. Nuestro proyecto es el ejercicio de un derecho y el cumplimiento de un deber. Se consigue con un diálogo –campo de la política–, pero con un diálogo que se construya con la exclusión de la violencia, sin concesiones a la violencia; además, como desagregación de la verdad y como denuncia de la falsificación del recuerdo.
El precio de la paz
Junto al tema de la violencia y de su fin, existe otro que es el de la organización del Estado y el de la composición armónica de una sociedad de ciudadanos. Que quede claro que el precio de la paz no puede pasar por el de las concesiones al nacionalismo.
Y aquí quiero hacer presente la matización más profunda que intento establecer hasta ahora. He hecho una consideración larga a la memoria, a la apelación del recuerdo de las víctimas; pero la política no se construye así, la política se construye con la sociedad de ciudadanos. Las víctimas no pueden ser protagonistas. O sea, tienen el derecho a ser recordadas, pero no pueden ser protagonistas en la construcción de la política. Los que tienen que ser los protagonistas en la construcción de la política son los ciudadanos, en una sociedad democrática, con los partidos. Todo el homenaje a las víctimas debe ser siempre sobre la base de que no altere esta función, que es la del protagonismo de los ciudadanos y no de las propias víctimas. Las víctimas tienen derecho a ser recordadas y tienen derecho a plantear sus quejas, pero no pueden sustituir a los ciudadanos en la construcción de la sociedad.
Por el contrario, junto al tema de la violencia y su fin, existe otro que es el de la organización del Estado y de la composición armónica de una sociedad de ciudadanos. Que quede claro que el precio de la paz no puede pasar por el de las concesiones al nacionalismo.
El objetivo de acabar con el monopolio del poder por parte del PNV es una exigencia democrática fundamental. Objetivo independiente de la capitulación de ETA, y ni siquiera de la tentación de pacto en la que se pudiera caer. No hay precio que pagar que refiera el pacto con el PNV. Acostumbrado a plantear en mi libro de memorias la autocrítica, la autocrítica frente a la falta de comprensión sobre la violencia, etc., llego a hacer una reflexión más: la autocrítica frente a haber pactado los Gobiernos de coalición con el PNV, que sólo han servido para que el PNV continuara apropiándose de la sociedad. Mea culpa, una vez más, porque yo he sido miembro de esos Gobiernos.
Ya desde ahora en algún punto se ha alzado la losa que nos permite denunciar la hipoteca por la que cedimos la gestión política a acreedores usureros, como han demostrado serlo los socios nacionalistas. Sí, eran los monopolizadores de nuestra sociedad vasca, más que los violentos que intentaban destruirla. Me refiero a esos nacionalistas que pactaron entre ellos el plan Ibarretxe, a los que antes habían conspirado con ETA para el pacto de Lizarra y mantuvieron el pacto cuando ya ETA había roto su tregua y había reanudado sus asesinatos, el más significativo de los cuales fue el de Fernando Buesa, ex vicepresidente del Gobierno vasco. Incluso a los del pacto de Ajuria Enea.
Es cierto que hasta ahora ha sido políticamente incorrecto criticar este pacto antiterrorista, el de Ardanza; pero no olvidemos cómo se llegó a él. Se trataba de una aspiración a formar, abriéndose a todos, un frente democrático contra ETA. Éste fue promovido, en primer lugar, por los comunistas, a quienes no me unía ningún proyecto político. Luego siguieron los socialistas, y luego los demás, entre ellos Alianza Popular. Los últimos en llegar al Pacto de Ajuria Enea, al pacto de Ardanza, fueron los nacionalistas del PNV.
Claro está, los nacionalistas consiguieron compensar la mesa de comensales y Ajuria Enea, con su postrera incorporación, pues si no acudía el último comensal no había mesa. Se pueden buscar parabolismos evangélicos para esta situación, pero yo prefiero de todas las parábolas la de los vendimiadores de la última hora. Cuenta Mateo que Jesús contaba que el Reino de los cielos es como aquella vendimia a la que se fueron incorporando en horas sucesivas distintas partidas de vendimiadores, todas las cuales recibieron al final de la jornada el mismo salario. Pues bien, el PNV, superando incluso el chollo de los vendimiadores de última hora, cuando se incorporó al Pacto de Ajuria Enea se quedó con la parte del león tanto del salario como de la vendimia. Dejando de lado el problema de si el Reino de los cielos, dado ese proyecto amoral, podría haber pasado sin problemas una visita de los inspectores de Trabajo, aunque se creyeran eso de la tecnología de la gracia, lo cierto es que el Reino de la Tierra fue no una mesa de partidos con iguales derechos, sino una mesa en la Presidencia del Gobierno vasco, sometida a la dirección y arbitrio del lehendakari.
Conviene que recordemos esta condición de partida cuando ahora el lehendakari Ibarretxe pretende volver a las andadas, como si no tuviera que hacerse perdonar el dirigismo del primer pacto, el de Ajuria Enea, y sobre todo la desleal deriva posterior: Lizarra, plan Ibarretxe... Hoy el presidente del Gobierno vasco intenta de nuevo convocar la mesa de partidos para marcar el sendero de la política. Pues bien, el Gobierno vasco tiene su mesa de partidos institucionalizada: el Parlamento. Y si el PNV pretende otra mesa, no es el lehendakari el que puede convocarla, sino el órgano de dirección de su partido. Atender a la invitación de Ibarretxe puede ser un simple acto de cortesía que, conociendo el percal, puede resultar caro.
En la lucha política para erradicar el terrorismo de ETA hay que agrupar esfuerzos, claro está. Por eso, es bien recibido el nuevo clima que se esboza, en la medida en que se esboce, entre el PP y el PSOE, para conducir el pacto antiterrorista. También sería deseable agrupar esfuerzos con el PNV, pero con la segunda losa levantada, sin caer de nuevo en las dirigistas manos del nacionalismo. Juntos sí, pero sin avasallar.
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José Ramón Recalde, doctor en Derecho, es profesor emérito de la Facultad de Ciencias Empresariales de San Sebastián, de la Universidad de Deusto. Nació en San Sebastián en 1930. Fue miembro fundador del Frente de Liberación Popular (FLP), donde militó desde sus inicios en 1958 hasta su desaparición en 1969. Detenido y torturado por la policía franquista, fue juzgado por un Consejo de Guerra. Permaneció en prisión un año, entre 1962 y 1963. Como abogado, se dedicó principalmente a la defensa laboral y política.
En 1978 ocupó la dirección de Derechos Humanos de la Consejería de Interior del primer Consejo General Vasco. En 1988 fue nombrado consejero de Educación, Universidades e Investigación del Gobierno vasco de coalición PNV-PSE/PSOE. Desde este año, hasta 1991, ejerció como portavoz socialista del Ejecutivo vasco junto con el nacionalista Joseba Arregi. Y a partir de 1991 ocupó la consejería de Justicia en el nuevo Gobierno tripartito de Ajuria Enea, formado por el PNV-PSE/PSOE-EE, hasta las elecciones al Parlamento vasco celebradas en octubre de 1994.
El 14 de septiembre de 2000, José Ramón Recalde sufrió un atentado de ETA que a punto estuvo de costarle la vida.
El presente texto corresponde a la conferencia pronunciada el pasado 2 de junio en La Bóveda, Madrid, y organizada por Liberación-Amauta y PÁGINA ABIERTA.
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