José Roldán
Retos de la negociación colectiva
(Página Abierta, 191, abril de 2008)
La negociación colectiva es un instrumento básico de los trabajadores para mejorar sus derechos laborales y sindicales. Sin embargo, a lo largo de los últimos años, sus resultados han sido muy limitados, lo que está generando desde hace tiempo no pocos interrogantes entre las filas sindicales más críticas.
Desde los años sesenta y setenta, el capitalismo ha experimentado un gran cambio. La “jaula de hierro” de la vieja organización empresarial, asentada en los principios del bien común y la corresponsabilidad social patronal, a la vez que servía a los intereses capitalistas, proporcionaba las justificaciones morales para unas demandas obreras caracterizadas por la mejora constante de las condiciones de trabajo en un marco de gran estabilidad laboral. Se podía avanzar poco o mucho, según las circunstancias del momento, pero la marcha era siempre en sentido hacia delante y, en el caso español, no era infrecuente eludir los topes salariales impuestos por el Gobierno.
El capitalismo social (1) asentaba su legitimidad en esa capacidad para prometer un bienestar futuro basado en la redistribución de un crecimiento continuo que necesitaba de la fidelidad de los trabajadores. Unos trabajadores cuya representación sociológica era el llamado obrero masa popularizado por el sistema taylorista de trabajo y encarnado en los especialistas de las grandes concentraciones industriales que lideraban las luchas sindicales de aquellos años.
Los años setenta del pasado siglo terminaron, si no con las empresas que se guiaban por esos principios, sí con el modelo predominante. El nuevo capitalismo no se justifica en la estabilidad de sus estructuras sino en la amenaza constante de que salten por el aire en nombre de un beneficio que ya no se mide por la solidez y permanencia de la organización, sino por la liviandad estructural, la cotización en Bolsa y la solvencia financiera.
La precariedad laboral, tanto en términos internos –con la extensión de muy variadas modalidades de contratación temporal–, como externos –con la proliferación de la subcontratación y la externalización–, forma parte de la esencia del nuevo capitalismo, que intenta maximizar sus ganancias de la mano de la mayor libertad de empresa. Bajo esa perspectiva, los trabajadores no pueden recibir más que una parte ínfima de la tarta sin siquiera disponer, a cambio, de la esperanza de una satisfacción diferida por medio de la estabilidad laboral. El obrero masa y el protagonismo social de las demandas de igualdad que llevaba asociadas, ha cedido el paso a una pluralidad de situaciones definidas según el lugar que se ocupa en una estructura empresarial mucho más flexible, conformada a su vez por una mayor diversidad de individuos que se perciben a sí mismos como diferentes, entre los que las mujeres y los inmigrantes irrumpen en la imagen estereotipada del viejo modelo de trabajador.
En España, una de las máximas esgrimidas por el nuevo capitalismo liberal ha sido la apelación a la autonomía colectiva de los representantes de trabajadores y empresarios en los procesos de negociación de las condiciones laborales, dejando atrás los viejos límites y regulaciones (laudos, reglamentaciones, salario mínimo, antigüedad, etc.) que imponía el anterior sistema autoritario, denostado a partes iguales por las gerencias patronales y por las demandas obreras que se hacían en nombre de la libertad sindical (2). Uno de los resultados de la pérdida de la tutela moderadora del Estado ha sido la eliminación de algunos beneficios sociales, atacados por la patronal como vestigios del proteccionismo.
Ofensiva patronal en la negociación
Agarrada a la bandera liberal –que han terminado haciendo suya los medios de comunicación, la clase política y una parte decisiva de la izquierda–, la patronal ha llevado a cabo una fuerte ofensiva en los procesos de negociación colectiva, cambiando su fisonomía, sobre todo desde los años noventa en adelante. Cada vez ha sido más frecuente la exhibición empresarial de sus propias demandas, incluso por encima de las propuestas laborales, con el fin de contener los salarios, incrementar la productividad, flexibilizar las condiciones de trabajo, atacar el absentismo e incrementar las desigualdades sociales en las empresas. No sólo han cambiado los contenidos de las reivindicaciones puestas sobre la mesa de negociación, también el ritmo ha pasado a ser manejado por los empresarios, sabedores de que el tiempo juega a su favor cuando la subida de precios erosiona los salarios obreros.
La ideología capitalista se ha introducido de una manera clara a través de las nociones, de apariencia neutral, manejadas y divulgadas por la ciencia económica y las agencias de opinión. Una nueva nomenclatura de términos como “competitividad”, “valor”, “flexibilidad”, “I+D+i”, “productividad”, “políticas activas” o “inflación”, ha terminado desplazando al vocabulario que vertebraba a la clase obrera, como “seguridad”, “mejoras salariales” o “lucha contra la desigualdad” (excepción hecha de la desigualdad de género). Un ejemplo de ello son los acuerdos interconfederales de negociación colectiva (ANC) firmados por CEOE, CC OO y UGT desde 2002, bajo la amenaza gubernamental de intervenir para limitar más aún las escasas protecciones legales de los trabajadores en la negociación colectiva. En dichos acuerdos, la lucha contra la inflación se liga exclusivamente a la moderación salarial, sin tener en cuenta el papel que los beneficios empresariales tienen en el incremento de los precios (3). La formación, tantas veces invocada bajo el eufemismo de las “políticas activas” para conjurar los males del mercado laboral, ha adolecido igualmente de una aplicación desigual en su acceso, sin llegar apenas a quienes están peor situados en la división del trabajo, dejando a las empresas y agentes sociales que administren los fondos públicos y sociales destinados a ella según sus exclusivos intereses.
Pero la nueva realidad empresarial, generada por los sistemas flexibles de producción y servicios, también obstaculiza las aspiraciones obreras de una manera más indirecta e insidiosa. La externalización ha hecho aparecer nuevos sectores laborales sin regular o regulados por anacrónicos convenios que poco o nada tienen que ver con la nueva realidad, como ocurría con las ETT, telemarketing o ahora con la intervención social. Y aparecen conflictos de intereses generados entre trabajadores viejos y jóvenes, fijos y temporales, centrales y periféricos, en un mercado laboral caracterizado cada vez más por la dualidad entre quienes parecen tener asegurado un lugar en la empresa y quienes tan sólo cuentan como subalternos.
No sería justo ver en esos conflictos solamente egoísmos de grupo. A menudo existen también diferentes formas de reaccionar ante las injusticias, de manera que los trabajadores veteranos, guiados por la experiencia acumulada, se muestran a veces más activos, a la par que muchos jóvenes prefieren no implicarse en la acción ante los problemas que padecen.
Cambios en la negociación
Uno de los cambios más importantes que ha afectado a la negociación colectiva de los últimos años es la separación de espacios entre el mundo de la empresa y el del sector al que pertenece. Si en los años sesenta y setenta la realidad de las empresas con convenio colectivo propio se insertaba en su sector, complementándose la acción sindical de aquéllas en éste, en la actualidad es cada vez más frecuente la desintegración y aislamiento de la negociación en cada espacio. Como consecuencia de ello, en las empresas se ha tendido a negociar los salarios más a la baja, aunque con mayores garantías en las cláusulas de revisión, mientras que en los sectores se han negociado convenios con subidas salariales superiores, pero con mayores márgenes de descuelgue empresarial (4).
Frente a esa situación, las direcciones de los grandes sindicatos no siempre han acertado a esgrimir sus bazas, las de la unidad y la movilización obreras. Más preocupados por preservar sus propios espacios y privilegios sindicales, han terminado cediendo terreno a las pretensiones patronales, subordinando a ellas las demandas de los trabajadores. Salvo excepciones, cada vez es menor el recurso a la movilización de las bases obreras. Las jornadas perdidas por huelgas motivadas por la negociación colectiva han disminuido hasta alcanzar unas cifras muy discretas (5), y los grandes sindicatos recurren cada vez menos a las movilizaciones de carácter general como las huelgas de 1988, 1992, 1994 o 2002, que permitieron estimular la acción sindical en su conjunto (6).
Respecto a las asambleas, su práctica, como ejercicio soberano de los trabajadores, ha perdido igualmente vigor a lo largo de las dos últimas décadas. Esa situación obedece, en parte, a la transformación del sistema de liderazgo obrero, visible ya en los años ochenta, pasando del prestigio de la “honestidad” al prestigio de la “palabra”, y que ha llegado a su apogeo con la instauración de los profesionales sindicales, cuya legitimidad no procede del contacto directo con los trabajadores sino del respaldo que reciben de los aparatos sindicales (7). Ese déficit participativo también obedece, en parte, a una mayor disposición de los jóvenes y precarios a delegar la gestión de sus asuntos en los “profesionales” de los sindicatos, sean éstos delegados, liberados o funcionarios. En suma, el retraimiento de la participación obrera directa ha coincidido con un mayor papel institucional de los sindicatos –especialmente los más burocratizados– para representar a los trabajadores.
Las consecuencias de todo lo anterior han sido una pérdida de vitalidad relativa de la negociación colectiva como instrumento para la mejora de la condición obrera. Mejoras sociales, como la reducción de jornada, se abren paso con dificultad o se estancan, a la vez que se aplican fórmulas de flexibilidad horaria que permiten regatear la jornada máxima legal. El papel de los salarios, elemento central de todo convenio colectivo, se ha visto recortado en la distribución del beneficio empresarial merced a la implantación de la referencia del IPC previsto y al recorte en las cláusulas de revisión (8).
A menudo, el sentimiento de retroceso cunde entre los trabajadores más veteranos, que han visto romperse la vieja acumulación de beneficios, la paulatina recuperación del poder adquisitivo, pese a la inflación, y las progresivas reducciones de jornada. Muchas de las antiguas mejoras obreras de carácter profesional (categorías, pluses, etc.) han quedado eliminadas o reducidas a derechos personales. La sensación de estabilidad y seguridad se ha visto cada vez más amenazada para todos.
A pesar del retroceso experimentado, la negociación colectiva sigue siendo, además de una escuela de participación ciudadana, una prueba importante para quienes todavía se empeñan en luchar por una sociedad más justa, igualitaria y democrática. En ella participan decenas de miles de trabajadores y trabajadoras, que se educan en los valores cívicos de la participación y la solidaridad. Pero esa experiencia de lucha se hace bajo un nuevo contexto que hay que considerar, especialmente por parte de quienes tratan de combatir los efectos más antisociales y disgregadores de las políticas patronales.
Muchos sindicalistas críticos con el actual orden social, ya sea desde dentro de esas grandes organizaciones o desde otros sindicatos más a la izquierda, se enfrentan a la disyuntiva de aferrarse a las viejas recetas, poniendo en riesgo su propia influencia social, o buscar nuevas vías, más pegadas a los cambios, que permitan seguir siendo un referente útil para los trabajadores. El reto se hace patente en las distintas fases críticas de la negociación colectiva.
El cambio de contexto obliga a las corrientes más radicales del sindicalismo a adecuar sus exigencias (las plataformas) y los instrumentos para alcanzarlas (la movilización, la democracia sindical...) No se trata de una situación totalmente nueva, ya que la propia esencia del sindicalismo siempre le ha obligado a pegarse al terreno. Aunque los cambios del contexto producen una práctica sindical más moderada y burocrática –y son producidos por ella–, sería falso plantearse la adaptación en términos de moderación/radicalidad, y tampoco sería adecuado tomar como vara de medir la lucha sindical de un periodo excepcional como el de la segunda mitad de los años setenta. La radicalidad no se mide tan sólo por el “grosor” de las propuestas y la “diferenciación”, sin más, respecto a “los otros”, sino por el grado de avance del sindicalismo de izquierda entre los trabajadores y trabajadoras, tanto en simpatías como en organización, lo que es tanto como decir “por la confianza que se es capaz de generar entre ellos y ellas”.
La participación de la gente trabajadora
En el plano de las exigencias, la confección de las plataformas reivindicativas sigue siendo un campo de acción propicio a la participación, la denuncia de la injusticia y la exigencia realista de medidas que permitan avanzar contra ella.
Las demandas del sindicalismo de izquierda deberían promover especialmente aquellas reivindicaciones que, insisto, siendo sentidas por los trabajadores, permitan romper la lógica de inseguridad y pérdida de derechos en que se asienta el nuevo orden laboral. En ese sentido, aprovechar la negociación colectiva para denunciar y reducir la temporalidad, frenar la subcontratación y ejercer un mayor control sobre ella, mejorar el poder adquisitivo de los salarios y avanzar en la igualdad –salarial, en la contratación, la formación, la promoción, etc.– de hombres y mujeres, jóvenes y veteranos, puede contribuir, además de a mejorar la situación de hombres y mujeres trabajadores, a fortalecer un movimiento realmente antagonista. Para ello no hay que desaprovechar la ocasión que brindan la aprobación y el eco social de leyes como la de igualdad o las declaraciones políticas –la mayoría de las veces más formales que reales– en favor de conciliar la vida laboral y familiar o de rebajar la temporalidad.
Un segundo aspecto que hay que tener en cuenta es la movilización. Es ésta, o el temor fundado a ella por la parte patronal, la que puede obligarla a apearse de sus posiciones más intransigentes. Pero también es el campo donde se forja el sentimiento de fuerza en que se ha educado tradicionalmente lo mejor del sindicalismo y los valores de la clase obrera. Sin movilización social, la capacidad de transformar la sociedad decae. Por eso sigue siendo una seña de identidad del sindicalismo crítico. Sin embargo, la movilización es un arte con reglas propias que no se debe ignorar si no se quiere perder apoyos, muy especialmente: que sus objetivos cuenten con la simpatía de la gente, que sea percibida como un recurso necesario y que busque la máxima unidad del campo propio y el aislamiento del contrario. En nombre de una supuesta radicalidad, a veces se ignoran esas elementales normas, perjudicando el avance sindical.
Un tercer aspecto importante que se debe promover es la práctica de la democracia como un valor cívico. En cada fase de la negociación colectiva (elaboración de la plataforma y su defensa durante la negociación, movilización y firma) se han de combinar la participación de los trabajadores y trabajadoras y la legitimidad legal que los sindicatos tienen a la hora de decidir lo que van a defender, la movilización o la firma. La convocatoria de una huelga no siempre se puede –a menudo no se debe– someter a decisión formal de la totalidad de los trabajadores, aunque sí deban legitimarse en su parte más activa, por ejemplo, de las reuniones asamblearias, y hay que defender que su ratificación se produzca con la participación en la movilización.
Un caso, sólo en apariencia similar, se produce con la decisión ante la firma final del convenio. En ocasiones –en nombre de la coherencia– se defiende no firmar como sindicato tal o cual acuerdo, al margen de lo que digan los trabajadores y de otras consideraciones, especialmente la de si el proceso de convenio ha permitido o no avanzar en fortalecer el movimiento sindical. Esta posición se apoya en la misma legitimidad “legal” que tienen las burocracias sindicales de los grandes sindicatos para firmar –con o sin referéndum– convenios de eficacia limitada, contando con no pocos defensores entre un sindicalismo radical curtido en la “cultura del rechazo” de los años ochenta, cuando esa posición todavía era una forma eficaz de presión o, al menos, de preparar las fuerzas para la batalla siguiente.
Cuando un sindicato decide con desdén que no firmará, aunque los trabajadores den su adhesión mayoritaria al convenio, se produce siempre una quiebra en la democracia obrera que puede terminar aislando a aquél de su base sindical. Paradójicamente, quienes así se automarginan tienen luego que recurrir –en caso de convenios de eficacia limitada– a inhibirse de representar a los trabajadores pidiéndoles que sean ellos mismos los que se adhieran a lo firmado por otros, o haciéndolo ellos mismos, para salvar, al menos, “los muebles” de las escasas mejoras alcanzadas. Tal inhibición puede ser sindicalmente contraproducente, por mucho que sea necesario criticar los frecuentes chantajes a que someten la patronal y algunas prácticas sindicales a los trabajadores.
José Roldán es afiliado del Sindicato del Metal de CGT (Madrid).
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(1) El aparente oxímoron de capitalismo social está tomado de Richard Sennett (2006), La cultura de nuevo capitalismo, pp. 29-37, entre otras. Se refiere al Estado de bienestar, pero podría incluirse el corporativismo franquista de los años sesenta y setenta.
(2) Luc Boltanski y Eve Chiapello (2002), El nuevo espíritu del capitalismo. Señalan cómo lo que llaman “crítica artista” al capitalismo, centrada en la libertad, para diferenciarla de la “crítica social”, centrada en la explotación, tuvo parte de responsabilidad en el ascenso del nuevo capitalismo.
(3) En una reciente declaración del líder de CC OO, J. M. Fidalgo, se apela expresamente a modificar los criterios de inflación para revisar los salarios, tomando el IPC medio, en lugar del IPC interanual, justo cuando este último se ha disparado (Público, 22 de enero de 2008).
(4) Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales (MTAS). Estadística de Convenios Colectivos de Trabajo 2005-2006. Avance.
(5) La conflictividad laboral ligada a la negociación colectiva, según las estadísticas del MTAS, no ha superado, desde 1994, la cifra de 600.000 jornadas perdidas por huelgas cada año, cuando en la década anterior se situaba por encima del millón.
(6) Pere Jodar (2006), Conflictividad y huelgas generales en España (1993-2004). Se ha producido un descenso general de la conflictividad, aunque la motivada por la negociación colectiva crece relativamente a partir de 2002, coincidiendo con los ANC.
(7) El fenómeno ha sido descrito por el historiador Rubén Vega García (1998), Los contextos de la acción sindical, en Sociología del Trabajo, número 36, primavera de 1999.
(8) Juan Torres López (2007), La distribución de la renta en la España de Zapatero. Los salarios, considerando el cuarto trimestre, han pasado de representar un 49,94% del PIB, en 1995, al 51,11% en 2000, al 48,16% en 2005 y al 47,70% en 2006, perdiendo en los últimos seis años 3,41 puntos. Asimismo, la media de subida de los convenios en 2006 se ha situado en un 3,24%, frente a un 3,7% que subió el IPC en el mismo año, y eso sin tener en cuenta que el propio Banco de España reconoce que las subidas reales han quedado muy por debajo de las establecidas en los convenios. Por otro lado, según datos de 2007, la subida media de convenios se ha situado en el 2,9%, frente a un IPC del 4,2%.
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