José Mª Ruiz Soroa
¿Sabremos ganar?
(El Correo, 26 de marzo de 2006)
Si alguna hermenéutica puede hacerse del comunicado de ETA, su resultado último sería el constatar que la última carlistada vasca da un paso más hacia su definitiva rendición a la modernidad. Por vez primera, en su discurso aparecen los ciudadanos como sujetos decisorios a tener en cuenta, unos ciudadanos a los que se cita nada menos que tres veces en el texto, mientras que al 'Pueblo' (el ente metafísico que substituyó a los antiguos gran hermanos 'Dios', 'Patria' y 'Rey') sólo se le cita dos. Ganamos los liberales, aunque sea todavía por estrecho margen. Y no sólo esto, sino que llevada por la corrección política de los tiempos, ETA se ha apresurado en su versión corregida a incluir a las ciudadanas, a las que había olvidado de citar en el comunicado inicial, en el que olvidó el obligado pareado del 'os/as'. Signos evidentes de incorporación a una modernidad aseada.
Tomar como sujetos decisorios a los ciudadanos concretos en lugar de a los entes metafísicos y a sus gestores exclusivos es un paso enorme en lo intelectual, un paso que dará sus frutos implacables en el futuro. Porque primero, como si se tratase de un juego burlón, se adoptan sólo los términos de la conversación democrática, el lenguaje de los signos, pero luego se acaban asumiendo los contenidos de esos signos, ésta es la lógica implacable de lo simbólico en la interacción humana. Hoy ETA nos ha reconocido a los ciudadanos el derecho a decidir, y éste es un gran paso intelectual para ellos. Quedan otros, tales como reconocernos el derecho a decidir si queremos decidir, qué queremos decidir y cómo queremos decidirlo, puntos todos sobre los que la carlistada sigue manteniendo posiciones dogmáticas (tales como que los ciudadanos vascos tienen forzosamente que decidir su futuro político, tienen que decidirlo ellos solos y tienen que hacerlo de una sola vez). Esos pasos se darán, sin duda, aunque convendrá escuchar a los únicos que saben algo del proceso y aceptar que conseguirlo será largo, duro y difícil. La modernidad es un parto arduo para quienes no sólo nacen tarde, sino que vienen atravesados.
Mientras ese alumbramiento tiene lugar en una obligada reserva y obscuridad (la política debe ser a veces invisible, si quiere ser efectiva), el único análisis con algún sentido es el que se refiere a los peligros que nos acechan a los ciudadanos asistentes, aunque sólo sea por ver de no caer en ellos.
El primero de esos peligros es el de recaer en el mito del comienzo, en la ilusión de vivir un tiempo nuevo donde por fin el futuro puede construirse sin constricciones de ninguna clase. Es una tentación que se percibe ya por doquier en tanto y tanto discurso popular y voluntarista: nos hemos librado del terror, ahora ya no hay excusa para que todos juntos, en pacífico diálogo, no construyamos el futuro mejor para Euskal Herria. Todo es ahora posible porque todos estamos unidos en lo esencial. Imagen peligrosa donde las haya, pues esconde una realidad que es precisamente la contraria. La sociedad vasca es la misma que era ayer y los problemas que en su día generaron y alimentaron el terrorismo siguen ahí. Las cuestiones que nos dividen como sociedad, nuestras líneas de fractura particulares, no han desaparecido junto con el terrorismo, simplemente se van a manifestar de otra forma. No está en nuestra mano empezar de nuevo, porque somos seres situados en una larguísima historia de encuentros y desencuentros, muchos de los cuales han fraguado como estructurales de nuestra sociedad. Evitemos entonces fomentar el discurso del inicio inocente de un nuevo tiempo y el del futuro abierto a toda posibilidad, porque ése es un mito que sólo lleva a la frustración social a medio plazo.
Parece que el meollo del discurso de unos va a ser el de que ahora por fin vamos a poder exigir lo que se nos negaba con la excusa de que existía el terrorismo. Que ya no hay razones para no abordar la gran cuestión, las grandes palabras. Otros sostendrán que es absurdo suponer que lo que el terrorismo no consiguió por el crimen lo vaya a conseguir por dejar su actividad. Ambos discursos tienen sentido y, sin embargo, son directamente incompatibles. La única salida a esa contradicción es la de abandonar la imagen del presente inaugural, la de no pensar la situación como un tiempo nuevo e inmaculado que todo lo permite. Porque, sencillamente, no es ésa la situación real. Aunque suene extraño, lo cierto es que la desaparición del terrorismo no amplía el espacio de oportunidades políticas, sino que lo estrecha.
Otro serio peligro es el de no tener en cuenta los efectos políticos del terrorismo, pensar que éstos desaparecen junto con aquél. No es así, treinta años de terror de inspiración nacionalista han provocado cambios políticos perdurables en la sociedad. Por citar algunos, sucede que hoy existen las víctimas como concepto operativo, no sólo como realidad personal. Recuerden la época de las negociaciones de Argel y observen el cambio ocurrido: entonces existían víctimas reales, pero eran invisibles como hecho político; hoy ya no es así. Otro cambio: la parte no nacionalista de la sociedad vasca ha encontrado una identidad aglutinante que no existía hace años. En política existe un factor que, no por oculto, deja de ser trascendental: la intensidad con que cada grupo siente sus intereses. Esa intensidad no es ya, como lo fue durante muchos años, patrimonio exclusivo de los nacionalistas. Las correlaciones políticas no son lo que eran, simplemente porque la intensidad de los sentimientos se ha distribuido más homogéneamente.
Pero si hay un peligro que de verdad nos acecha en este momento histórico es el peligro de los bien intencionados, el de esos voluntarios que quieren colaborar al proceso con sus seráficas buenas intenciones, quitando obstáculos, exigiendo medidas de humanización y similares. Aún suponiendo que sus buenas intenciones sean sinceras y no sectariamente interesadas, el daño que causan al desarrollo del proceso quienes exigen la legalización apresurada de los radicales, la derogación de la legislación de partidos, la salida de los presos, o la suspensión de la acción independiente del Estado de Derecho, es enorme. Quizá ellos crean que ayudan, pero lo que hacen es emborronar la percepción de una de las partes del proceso que, llevada por esas peticiones exteriores, tenderá a creer que ya tiene conseguidas esos objetivos y endurecerá sus demandas. Hacer creer a los terroristas que la legalización y los presos están ya casi logrados, porque la sociedad vasca lo exige, es la vía más directa para conducir el diálogo a su fracaso, al alentar esperanzas desmesuradas por su parte y privar al Gobierno de parte de sus bazas de negociación. Y desgraciadamente hay mucho bienintencionado irresponsable en nuestro derredor, aunque también es digno de ser reseñado que los dirigentes del PNV (no así el Gobierno vasco) parecen negarse últimamente a caer en esta trampa.
Lo peor que podría pasar es que la sociedad olvide cómo se ha llegado al punto de inflexión, cómo se ha derrotado a ETA; es decir, que se ha logrado mediante la firmeza y la exigencia democrática. Sería sencillamente estúpido sustituir ahora ese criterio por otro de una boba generosidad bienintencionada. Son quienes administran el proceso quienes pueden y deben calibrar los tiempos y el alcance de las concesiones, no los espectadores, so pena de hacer naufragar el proceso mismo a fuerza de querer empujarlo.
Y, por último, dirigido a tantos y tantos ciudadanos fervientemente contrarios al terrorismo: aceptemos que hemos ganado, construyamos un imaginario de triunfo para explicar lo que está ocurriendo. Visualizarlo como una derrota, como un chantaje, como una concesión a los terroristas, no es sólo una mezquindad, sino que sería un error político trascendental que puede llegar a invertir el significado y las consecuencias del paso que ha dado ETA. Porque si no hemos ganado nosotros, han ganado ellos. Hay que saber ganar, y lo primero para ello es aceptar que hemos ganado. Enhorabuena, ciudadanos.
|
|