José Luis Zubizarreta
Distinguir procesos y separar tiempos
(El Correo, 26 de marzo de 2006)

            Es lógico que, cuando se produce un suceso tan anhelado como la declaración de un alto el fuego permanente por parte de ETA, las emociones hasta entonces reprimidas se desborden, y se proceda de inmediato a sacar del cajón los proyectos que cada uno tenía preparados a la espera de que ese preciso suceso se produjera. Por eso, podría parecer propio de un aguafiestas recordar ahora algo tan evidente como que la función no ha hecho más que empezar y que, a partir de este momento, los tiempos de intervención de cada actor habrán de ser pautados de manera paciente y ordenada. El presidente del Gobierno, a quien ha de reconocérsele el mérito de haber llevado hasta el presente las riendas del asunto con admirable determinación, parece tenerlo muy claro en lo que a él mismo se refiere. «Me tomaré las cosas con calma», dijo al terminar su declaración institucional de respuesta al comunicado de la banda terrorista.
            No todos los actores políticos han reaccionado, sin embargo, con la misma prudencia y contención. Los populares se han apresurado a descalificar el acontecimiento del alto el fuego como una mera «pausa» en la actividad de ETA, que pretende conseguir, a cambio de su gesto, los mismos objetivos políticos que siempre ha perseguido. Los nacionalistas, por su parte, han visto en él, además del inicio de un proceso de pacificación, la oportunidad de abordar, de una vez por todas, la resolución de lo que ellos llaman el «conflicto político» latente y alcanzar la definitiva normalización del país. Ambos, por paradójico que parezca, coinciden, por tanto, en el análisis del acontecimiento. Los unos por lo que de él temen; los otros por lo que de él desean obtener. Y los dos se retroalimentan.
            La «calma» que el presidente prometía e implícitamente reclamaba a los demás tiene que ver sin duda con el tiempo que se precisa para verificar si se han cumplido ya «las condiciones adecuadas» que el Acuerdo de Ajuria-Enea y la resolución del Congreso exigen para iniciar «procesos de diálogo entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la violencia» con el fin de proceder a un «final dialogado» de la misma. Es lo que procede cuando lo que se persigue es el abandono de las armas. Pero, habida cuenta de las reacciones arriba mencionadas, deberá aprovecharse también, y quizá sobre todo, para aclarar qué es lo que realmente está en juego en este proceso y cuáles son las actitudes que podrían arruinarlo. El presidente tendrá, la semana que mañana comienza, ocasión de debatirlo con sus primeros interlocutores: Rajoy e Ibarretxe.
            Con el Partido Popular lo tendrá más fácil. A éste, vistas las reacciones que el alto el fuego de ETA ha provocado tanto en casa como fuera, no le quedará más remedio que ir entrando en la dinámica del consenso. El aislamiento al que lo sometería la persistencia en la actitud crítica que ha mantenido hasta ahora sería un precio que no estaría dispuesto a pagar. Con los nacionalistas, en cambio, o, al menos, con algunos de ellos, las cosas se le complicarán. La declaración solemne con que el lehendakari respondió al comunicado de ETA aproxima de tal manera los procesos de pacificación y de normalización que resultará muy difícil conseguir que el segundo no acabe contaminando al primero. Y lo difícil se hará imposible, si aún se está convencido, como parece seguir estándolo gran parte del nacionalismo, de que no puede alcanzarse una paz permanente, mientras no se resuelva -y, además, a su favor- el conflicto político que daría origen, si no legitimidad, a la violencia.
            El nacionalismo democrático debería darse cuenta de que esta confusión de procesos sólo contribuye a obstaculizar la consecución de los objetivos que cada uno de ellos persigue. No puede alcanzarse el abandono de las armas, mientras al que las ha utilizado se le siguen dando argumentos para retomarlas. Y, mientras las armas sigan interviniendo en el conflicto, éste no podrá alcanzar nunca solución satisfactoria. Da la impresión de que una buena parte del nacionalismo democrático, de manera consciente o por inercia, no acaba de percatarse del garrafal error que cometió en el período de Lizarra: tratar de convertir un proceso de paz en otro de construcción nacional. Curiosamente, la izquierda abertzale, a juzgar por declaraciones de algunos de sus líderes, parece tenerlo más claro en estos momentos.
            Distingue 'tempora et concordabis iura', aconsejaban los juristas romanos para cohonestar las discordancias del derecho en las diversas épocas. El consejo vale también para lo que ahora nos ocupa. Resulta de todo punto imprescindible distinguir los dos procesos mencionados y separar incluso los tiempos en que habrán de abordarse. Cada uno en su momento, y ahora toca el de la pacificación.