Juan José Carreras

¿Por qué hablamos de memoria cuando
queremos decir historia?

(Hika, 185zka. 2007ko otsaila)

            En un congreso no se corre ningún riesgo si comenzamos sorprendiéndonos ante la proliferación abusiva de la palabra memoria, utilizada cada vez más en perjuicio de la palabra historia. La vieja metáfora de la historia como memoria, “vitae memoriae” de Cicerón, parece andar desbocada y uno de los dos términos acabó canibalizando al otro. Los títulos más comedidos se limitan a meras yuxtaposiciones del tipo “historia y memoria de”; los más radicales prescinden de la palabra historia, bautizando como memoria cualquier investigación histórica, con independencia de su naturaleza, sea una persona, una clase, una nación o un grupo coral. El lugar reservado otrora para las clases sociales, las estructuras, las mentalidades o las ideologías parece estar ocupado por la memoria o distintas memorias, convertidas en nuevos personajes que, en su marcha triunfal a través de la historiografía, se benefician de toda clase de desplazamientos metafóricos que permiten adjetivarlas como “dominantes” o “sometidas”, “propias “ o “impuestas”, “vencidas” o “insumisas”, “heredadas” o “artificiales”, “reprimidas” o “reconciliadas”, y hablar también de caminos, paisajes, jardines o incluso “norias” y “puertas” de la memoria. Cuando se trata de empresas editoriales, nos encontramos con expresiones enigmáticas como “tiempo-memoria” o “años-memoria”, para designar simples cronologías o listas de aniversarios. Las batallas por la “memoria”, expresión que cobró sentido hablando de los supervivientes del Holocausto, se tornan batallas “entre” memorias, para informarnos, por ejemplo, de que la tradición historiográfica antigua fue favorable a Alejandro Magno, de cómo Darío perdió otra batalla: la de la memoria…
            Ciertamente, esta memorialización de los títulos es un mero recurso tipográfico, de editoriales o editores convencidos del valor de mercado de una moda que apuesta por el recuerdo y la nostalgia. Una moda, como dice un autor nada sospechoso, sino todo lo contrario, «que manifiesta también una voluntad artificial de sacralización y un deseo de dar un supplement d’âme a la historia de los profesores y los manuales, como si la palabra memoria encerrase una dimensión ética, casi mágica, y permitiese paliar la incertidumbre». En todo caso, esta hipóstasis de la memoria, capaz, como la Virgen Santísima, de multiplicar su presencia en los más diversos lugares gracias a sus diversas advocaciones, estimula y promueve el estudio de temas que antes se agrupaban habitualmente bajo distintos epígrafes, como conciencia histórica, imágenes de la historia, tradiciones, mentalidades, escuelas historiográficas; o actividades tan usuales como la enseñanza de la historia, bautizada ahora como “gestión de la memoria”. En la magna obra colectiva editada por Pierre Nora se recogen, por ejemplo, investigaciones muy originales de mentalidades y tradiciones orales e historiográficas, como las de Joutard y J.C. Martin, recolocadas bajo sugestivos epígrafes como “contra-memoria” o “región-memoria”.
            Pero hace falta bastante imaginación para suponer que esta ubicuidad de la memoria acabará por alumbrar, más allá de la memoria social como objeto, algo así como una nueva disciplina, “una historia de la historia”, una “historia en segundo grado”, cosas ambas que ya se estaban escribiendo bajo otros nombres.
            Todos sabemos que este pontificado de la memoria es reciente; por eso, para empezar, no está de más, nunca mejor dicho, hacer un ejercicio de memoria.
            En un principio la historia es recuerdo conservado en la memoria, y recuerdo reciente, pues si hacemos caso del viejo Hegel en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, «los historiadores trasladaron al terreno de la representación espiritual lo sucedido, los hechos, los acontecimientos y estados que habían tenido antes sus ojos», o se sirvieron de los ojos de los demás si no lo vieron ellos mismos. Por eso, dice el filósofo, sus obras se depositaron en el templo de Mnemosyne, la diosa de la memoria.
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            Entrado el siglo XIX, la historiografía profesional, en este caso el alemán Gustav Droysen en su Historik, sitúa como Hegel un momento de reflexión ajeno al recuerdo en el nacimiento de la historia, cuando se superan «las representaciones heredadas y legadas» a través de representaciones familiares, locales o nacionales (una especie de memoria colectiva), «que nos poseían y dominaban». La ilusión de poseer el pasado a través de la memoria se rompía: «los pasados ya no existen en ninguna parte», quedan sólo restos que, según Droysen, no sirven para resucitarlos «como fueron», sino sólo «para fundamentar las representaciones (Vorstellungen) que nos hacemos de ellos», y, al lado de las memorias transmitidas, figura el material, o extramemorial, como tal «el prado comunitario del norte de Alemania, un trozo vivo de historia». Por eso, en Droysen y desde entonces hasta hoy, el punto de partida ya no será el recuerdo, sino «la pregunta y la búsqueda desde la pregunta», y el objetivo no será la memoria, sino el conocimiento, el «forschend zu verstehen», comprender investigando.
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            Halbwachs, discípulo de Durkheim y socialista, va a desarrollar de manera muy distinta la inevitable ruptura entre memoria e historia. (…)
            En 1923 Halbwachs funda nada menos que la sociología de la memoria con una obra seminal, Les cadres sociaux de la mèmoire (Los marcos sociales de la memoria), con el mérito añadido de llevar la contraria a Bergson. Parafraseando a Marx, podríamos sintetizar su pensamiento diciendo que son los hombres quienes recuerdan, pero que lo hacen en condiciones que no han elegido ellos mismos, y en el caso de Halbwachs esas condiciones son los marcos sociales de la memoria colectiva de los grupos o de las clases sociales, que condicionan la memoria e los individuos a través de procesos de intercomunicación, de dominio y a través del propio lenguaje. La memoria, concluye Halbwachs, no es un acto de un individuo aislado, sino un fenómeno de naturaleza social.
            Halbwachs no se cansa de repetir que en cada grupo la memoria es, en buena medida, «una reconstrucción del pasado con ayuda de datos tomados del presente y preparada, además, por otras reconstrucciones hechas en épocas anteriores y en las que la imagen ya fue convenientemente alterada». Todo esto supone que cada grupo afirma su identidad singular (limitada) en el espacio y en el tiempo, afirmando las continuidades y evitando las diferencias. La historia procede de modo contrario: no comprometida con los prejuicios del grupo, actúa de manera imparcial y con objetividad (científica), superando sus límites espacio-temporales (toda historia es en potencia historia universal comparada), y rompe la ilusión de continuidad, concentrándose en los cambios y en las diferencias. La oposición, latente desde siempre, entre memoria e historia, se define como ruptura; «la historia comienza donde acaba la tradición, cuando se descompone la memoria social»
            Halbwachs es hijo de su tiempo, como lo fueron Carlos Marx o Max Weber, pero no deja de ser significativo que, todavía hoy, sirva de referencia en el intento de deslindar la historia de una tradición de memoria tan pertinaz y absorbente como la del pueblo judío.
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            La recepción de Halbwachs se encuentra entre las primeras defensas de la historia frente a la palingenesia memorial que acompañó a la llamada posmodernidad. En 1988, el medievalista Le Goff, por ejemplo, advertía contra «las tendencias recientes que parecen casi identificar la historia con la memoria, e incluso en cierta manera preferir la segunda, que sería más auténtica, más “verdadera” que la historia, que sería artificial y consistiría, sobre todo, en una manipulación de la memoria». Y diez años después, cuando las aguas de la memoria anegaban las portadas de los libros, haciendo desaparecer la palabra historia, Krzysztof Pomian declaraba, frente a los espejismos del presente, que ya era tiempo de que la historia se liberara de la hegemonía de la memoria, dejando de ser parte de ella para transformarla en objeto de estudio, cosa de la que Pomian daba testimonio como colaborador de la obra colectiva de Pierre Nora.
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            Pero para explicar el poderío actual de la memoria conviene mirar más allá del ámbito académico, donde el diálogo con la memoria es casi siempre un diálogo con texto. Un historiador americano habla de una pesadilla que obsesionaría a los profesionales, la de que las personas sobre las que escribimos regresaran de alguna manera, como el fantasma del rey Hamlet, para hacernos saber lo que piensan de lo que hemos escrito».
            Pero la situación es más delicada cuando se trata de vivos que se enfrentan con el historiador en la realidad, no en sueños. Cuando, además, creen estar rindiendo testimonio de algo inefable por monstruoso y amenazado de olvido, la situación habitual puede tornarse dramática. De ahí el interés paradigmático de la relación entre los testimonios del Holocausto y los historiadores.
            Aquí tocamos con los dedos el antagonismo clásico entre el recuerdo, que cuenta por sí mismo como memoria, y el historiador, cotejándolo e integrándolo en un relato general. El testimonio quiere poner a salvo lo que dice del papel homogeneizador de la historia, que ignoraría la unicidad de su testimonio, neutralizando la indignación y la injusticia que sufrió. Llevada al extremo, esta actitud no admite conciliación entre memoria e historia. «El Holocausto, dice Eli Wiesel, trasciende la historia…, es el acontecimiento definitivo. El definitivo misterio que no puede ser comprendido o comunicado. Sólo los que estuvieron allí saben qué fue aquello; los demás no lo sabrán jamás»; ya que luego, el antiguo deportado en Buchenwald no duda en afirmar que «cualquier superviviente de los campos de concentración tiene más que decir sobre lo que pasó que todos los historiadores juntos».
            Por suerte, no todos pensaban lo mismo que Eli Wiesel; frente a su misticismo y su sacralización de la memoria está el racionalismo escéptico de Primo Levi. Incluso cuando el autor italiano habla del “agujero negro” que fue Auschwitz, y de los peligros de un exceso de comprensión, nunca rechaza la historia, ni mucho menos. Es más, confiesa con modestia «no ser quien para escribir una obra de historiador», y dice que para un conocimiento del Lager [campo de concetración], los propios Lager no eran un buen observatorio; un capítulo entero de su obra póstuma está dedicado a las desviaciones de la memoria, un instrumento maravilloso, pero falaz».
            Los debates sobre el Holocausto, que se generalizaron desde los años ochenta, no sólo aumentaron el interés por la memoria, sino que debilitaron todavía más el metarrelato que se suponía referente del paradigma de la historia social de los años sesenta. «Diciendo Auschwitz, concluía Lyotard en 1980, se niega simbólicamente el progreso, pues ninguna explicación puede situar a Auschwitz en la línea que conduciría a la emancipación, y diciendo Auschwitz se niega sentido a la historia, pues ninguna historia puede dar sentido a Auschwitz». Y, además, Auschwitz era sobre todo memoria; es significativo que todos los intentos de despojarlo de su centralidad comenzasen descalificando (respetuosamente) su memoria como memoria mítica.
            El valor de la memoria también aumentó a partir de la caída de la Muro de la Berlín, pues cogió a los historiadores tan por sorpresa como a políticos y a los periodistas. La única verdad a aquellas alturas parecía residir en las masas que gritaban «Wir sind ein Volk» [nosotros somos un pueblo], precisamente porque tenían memoria de que lo eran. Una verdadera sinfonía de memorias acudió después del hundimiento de los regímenes comunistas de Europa del Este. En los Balcanes, una región que, parafraseando el dicho atribuido a Churchill, producía más memoria de la que podía consumir, «el deber de memoria» se transformó en un “derecho a venganza” en favor de un recuerdo colectivo, que podía remontarse a una batalla perdida en 1389.
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            Parece existir acuerdo en líneas generales sobre las razones que explican a un tiempo la oferta y la demanda de memoria. El proceso de «globalización penetrante» (Castells dixit) produce simultáneamente la crisis de los antiguos metarrelatos, confrontados al metarrelato mismo de transformación del capitalismo, algo que está en el trasfondo de los vaivenes metodológicos de la historiografía que favorecen el auge de la memoria y, por otro lado, provoca reactivamente «una marea de vigorosas demandas de identidad», ansiosas por poseer memorias propias. (…) En la teoría de la compensación del filósofo Hermann Lübbe, esta pérdida de estabilidad, o incluso angustia, ante los cambios y la aceleración del tiempo se contrapesaría con la memoria: el museo, la conmemoración, los “lugares de la memoria”… y los libros de historia. Se compensarían también los cambios que no se pueden o no se quieren evitar: los himnos de Hölderlin o la Sinfonia renana de Schumann compensan el Rin como vertedero de la industria europea.
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            Como todas las cosas, la memoria puede ser buena o mala, memoria justa o injusta memoria, pero tratándose de historia estos adjetivos, como otros muchos, no se refieren a la historia misma, sino a sus usos sociales. Como proceso cognitivo que es, a la historia como tal le son ajenas cosas como cuanto debemos recordar como deber y cuanto podemos olvidar como derecho; estas cuestiones no pueden ser respondidas desde dentro de la disciplina, competen a los usos sociales o políticos de la historia. La historia tampoco garantiza llenar los huecos de la memoria, continuamente cuestiona los recuerdos todavía intactos e intenta conocer lo que ignora, de modo que, al cabo, ninguna memoria puede reconocerse en el pasado reconstruido por la investigación histórica. Pero, con todo esto sucede como con los preceptos evangélicos, incluso cuando hace más de dos siglos que la historia y la memoria son en principio afanes distintos, a veces, muchas veces, la carne es débil y los historiadores no quieren o no pueden evitar ser llevados a mezclar memoria con historia, lo que podría justificar que en muchos casos sea justo calificar de ejercicio de memoria sus textos. Sin embargo, hay un peligro que se ha de evitar siempre: la pérdida del contexto y la igualación de las memorias, lo que Regine Robin llamó la «gran nivelación». Se le ocurrió el término a esta historiadora, al contemplar, en unas vitrinas de una exposición en un museo de Berlín, los objetos que recordaban las penalidades sufridas por los soldados rasos, rusos y alemanes, en la batalla de Stalingrado. El discurso que resultaba del conjunto podía resumirse en una sola frase: En Stalingrado todos pasaron frío.
En fin, no es un pecado mortal hablar de memoria cuando queremos decir historia; lo importante es que al final se escriban buenas historias.

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NOTA. Juan José Carreras era Catedrático emérito de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza. Falleció repentinamente el pasado mes de diciembre. Sirva la publicación de este texto suyo en hika como sentido homenaje a este maestro de historiadores y de la historiografía, persona entrañable, comprometida y progresista. Este texto es una selección de una conferencia pronunciada en la Universidad Complutense en 2006, en unas Jornadas organizadas por la Cátedra Extraordinaria de la Memoria Histórica, dirigida por Julio Aróstegui. El texto completo está publicado en gallego en el nº 74 de la revista gallega dez.eme, a cuyo coordinador, José Gómez Alén, agradezco sinceramente el haberme facilitado el artículo. Antonio Duplá