Levante, 11 de noviembre de 2024.
Éramos 130.000 personas en la manifestación del sábado 9 de noviembre en València. Hacía un millón de años que no se veía tanta gente por las calles de la capital. Las lluvias y las barrancadas habían asolado muchos pueblos de la provincia de València. Más de doscientas personas muertas y cerca de cien desaparecidas. Las casas ya no eran casas. Eran montones de ruinas. El paisaje ya era otro, muy distinto. Todo paisaje son las vidas que lo habitan. Ahí su dimensión moral, el alma que lo construye en lo que es, en lo que respira con el aliento que le concede y nos concede la memoria de lo que hubo antes de que llegásemos nosotros. Vivir es añadir a lo que somos todo lo que hemos ido aprendiendo al paso de los años, el recuerdo de los sitios que ya no están pero se llenan de vida cuando alguien nos los cuenta, la seguridad de que una piedra a medias hundida en las aguas del río fue cuando ni siquiera habíamos nacido un puente por donde cruzaban los viejos con las caballerías para clavar el arado en las resecas entrañas de los montes. Todo eso ha desaparecido bajo el barro como desaparecieron Pompeya o casi la isla de La Palma envueltos en la rojiza marabunta de los volcanes. Ahora nos quedan, como no podía ser de otra manera, las ganas insobornables del rescate.