Luis de Sebastián
Un planeta de gordos y hambrientos.
La industria alimentaria al desnudo
Capítulo 2.
El mundo de los hambrientos
(Ariel, 2008)
Comienzo con unas sencillas, pero básicas, definiciones.
¿Qué es el hambre?
El hambre se puede tratar como sensación, como condición personal y como circunstancia social.
El hambre como sensación
Es lo más cercano a todos nosotros. ¿Quién no ha experimentado la sensación de hambre alguna vez en su vida? Quienes han vivido situaciones de guerra saben lo que es no poder apaciguar esa ansia y desesperación que produce el hambre. Quienes se han visto en condiciones de pobreza, ya sea por poco tiempo (algunos estudiantes) o por períodos más largos, conocen la sensación. Los huelguistas de hambre y los que siguen dietas severas conocen esta sensación, por lo menos los primeros días.
Hambre es la sensación experimentada cuando el nivel de glicógeno (el supercombustible que utilizamos para esfuerzos intensos que se almacena en el hígado) se halla por debajo de un determinado umbral, lo que va acompañado de un fuerte deseo de comer. La desagradable sensación que estas reacciones provocan se origina en el hipotálamo (glándula del cerebro), y se reparten por el cuerpo a través de los receptores que se encuentran en el hígado. Aunque una persona de salud normal puede aguantar varios días sin ingerir alimentos, la sensación de hambre comienza normalmente después de varias horas de no haber comido nada. La raíz de la sensación de hambre está en la falta de nutrientes en el cuerpo: hidratos de carbono, grasas, proteínas, vitaminas, minerales y agua.
El hambre va acompañada de dolores que pueden llegar a ser fuertes, «dolores de hambre», que son contracciones que se sienten en la boca del estómago y que se producen intermitentemente al principio para hacerse continuas con el paso del tiempo. Los «zarpazos» del hambre se agudizan si hay niveles bajos de azúcar en sangre y por eso la sensación de hambre es más intensa en los diabéticos, una patología que en muchos casos resulta mortal.
El hambre como condición
Me refiero aquí a la condición de las personas que habitualmente están poco y mal alimentadas, tengan sensación y dolores de hambre o no. Es una condición objetiva que también se califica de desnutrición o falta de nutrientes en el cuerpo. La FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) la define como «la condición de las personas cuyo consumo de energía dietética está permanentemente por debajo de un mínimo de requisitos necesarios para mantener una vida sana y llevar a cabo un ligera actividad física». Esta condición es el hambre objetivada en millones de cuerpos de seres humanos que no pueden consumir la cantidad de nutrientes que necesitan para vivir plenamente. Cuando hablarnos de gente con hambre o de hambrientos, nos referimos a estas personas, quienes incluso podrían no tener las sensaciones y los dolores de la falta de alimentos (lo cual es más bien raro), pero todavía habría que considerarlos como hambrientos, porque carecen de la capacidad orgánica básica para sobrevivir en buenas condiciones.
Cuando esta situación de hambre y desnutrición es extrema y se extiende a muchas personas de la misma comunidad, poblado o región se hablará de una hambruna. Ésta supone una escasez extrema de alimentos y relativamente prolongada en el tiempo, la cual puede llegar a producir una gran mortalidad entre la población (starvation). Algo de lo que está pasando, cuando esto se escribe, en la región de Darfur en Sudán Occidental, como consecuencia de la guerra civil y de las limpiezas étnicas, Estas situaciones llaman mucho más la atención de la opinión pública mundial, y movilizan más ayuda humanitaria, que la silenciosa y continuada hambre objetiva —o desnutrición— de millones de personas que siguen su vida ordinaria hasta que una enfermedad o una alimaña acaban con su vida sin ruido ni dramatismo. Estas millones de muertes silenciosas por hambre o causas relacionadas con el hambre, 24.000 personas al día, de las cuales 18.000 son niños, no son noticia en nuestros telediarios, porque no son aparatosas ni casi visibles. Pero esas muertes son el enemigo que tenemos que combatir.
El hambre como circunstancia
Algunos expertos que llevan años trabajando el tema del hambre en el mundo no se quedan satisfechos con estas definiciones fisiológicas del hambre. Y no lo están porque creen que son incompletas y por lo tanto incapaces de ayudarnos a plantear bien la lucha global contra el hambre.
Nos hemos convencido de que mientras concibamos el hambre únicamente por medio de medidas físicas (índices de desnutrición, mortalidad infantil, etcétera) nunca llegaremos a entenderla, ciertamente no en sus raíces.
Los autores de estas palabras parten a buscar las raíces profundas del estado de hambre, de la condición profunda del ser humano hambriento, y señalan cuatro causas: la angustia de no poder elegir lo que sería bueno para su familia, el dolor de ver a los seres queridos morir de hambre, la humillación de encontrarse en una situación casi peor que la de los animales, y el miedo a las consecuencias de protestar, defender sus derechos o simplemente levantar la cabeza.
Las cuatro dimensiones del hambre son angustia, dolor, humillación y miedo. ¿Qué pasaría si dejáramos de contar los hambrientos y tratáramos de entender el hambre en términos de estas emociones básicas y universales?...
El hambre se ha convertido para nosotros en el símbolo último de la impotencia.
Si esto es así, para acabar con el hambre es necesario cambiar la situación de raíz. Demos poder a los impotentes y ellos se encargarán de combatir y desterrar el hambre de sus vidas. En principio es una solución, la solución final, al problema del hambre en el mundo, pero mientras llega la revolución necesaria para dar poder a los pobres tendremos que seguir tratando el tema de una manera más tradicional. Por lo menos para los objetivos de este libro.
¿Cómo se mide el hambre?
No se puede resolver ningún problema si no se conocen bien sus dimensiones. Y no se pueden conocer sus dimensiones, si no se adoptan algunas medidas objetivas y uniformes, aplicables en las diversas partes del mundo, para poder hacer comparaciones. De eso se ha encargado la FAO, organización especializada de las Naciones Unidas. La FAO se basa en los datos recogidos, según criterios comunes a todos, por los países miembros de las Naciones Unidas. Luego ha elaborado medidas para determinar la incidencia del hambre en las diversas regiones del mundo. Sus datos, aunque imperfectos sin duda, son los más fiables que existen para hacer comparaciones internacionales en cuestiones de alimentación y hambre.
Cuando nos preguntamos cuánta hambre hay en un país (sea pobre o sea rico) tenemos que responder averiguando cuántas personas están permanentemente desnutridas, no accidental o pasajeramente desnutridas, como consecuencia de una enfermedad o de una catástrofe natural. A lo largo de este libro se tratará siempre del hambre como condición objetiva, causada por la falta continuada de alimentos que resulta en desnutrición permanente.
Los nutricionistas, que estudian las necesidades de alimentación del cuerpo humano y los efectos de las distintas clases de alimentos sobre sus capacidades de funcionamiento, nos dicen que una dieta de 3.000 a 3.250 calorías al día es necesaria para poder realizar los trabajos de los empleos normales en nuestra presente situación de la sociedad humana con el esfuerzo físico y mental que suponen. De ahí se deducen los requisitos mínimos del consumo energético por persona.
Requisitos dietéticos mínimos de consumo por persona/día
La medida indica, en un grupo específico de edad y sexo, la cantidad de energía alimentaria promedio que se considera suficiente para mantener una vida sana y llevar a cabo una actividad física ligera. Naturalmente, con estos requisitos mínimos se puede «ir tirando», pero no se pueden realizar los trabajos normales en el Mundo Pobre que suelen ser muy exigentes de energía corporal. Para el total de la población, la cifra de requisitos mínimos es el promedio ponderado de los requisitos mínimos de energía para los diferentes grupos por edad y sexo de la población, que por supuesto varían mucho entre sí. Estos mínimos de dieta se usan exclusivamente para estimar la prevalencia de la desnutrición. Varía en los distintos climas y condiciones de los diversos países.
Según la FAO, los requisitos mínimos de energía alimentaria, en los países no plenamente desarrollados, oscilaba en el período de 2002 a 2004, entre las 1.730 calorías de Eritrea y Laos y las 2.030 de los Emiratos Árabes y la República Checa. En casi todos los países el mínimo está cerca de las 2.000 calorías por persona y día. Donde hay mucha población infantil y mucha desnutrición el promedio de requisitos puede resultar excesivamente bajo. Un adulto necesitaría por lo menos 1.000 calorías más para trabajar y encontrarse bien. En los países desarrollados se supone que no hay desnutrición. Y la que de hecho existe no aparecería en un promedio ponderado de los requisitos mínimos de toda la población.
El consumo de alimentos por países
Esta medida se refiere a la cantidad total de alimentos disponibles para el consumo humano, que la FAO calcula a partir de las tablas de «contabilidad alimentaria» de los países. Sin embargo, la cantidad real de alimentos consumida puede ser inferior a las cantidades dadas de alimentos disponibles, dependiendo del desperdicio y las pérdidas de alimentos en los hogares, por ejemplo, por mal almacenaje, al cocer y prepararlos, lo que sobra en los platos y lo que se da a los animales de corral o de compañía. Según datos recientes, en el período de 2002 a 2004 el promedio mundial del consumo energético era de 2.810 calorías por persona al día, que se reparten: 2.660 en los países en desarrollo (1.830 en África Central) y 3.340 en los países desarrollados (3.470 en los países más industrializados, 3.740 en Estados Unidos).
La caloría es una unidad de energía que se define como «la energía calórica necesaria para aumentar en un grado un gramo de agua». Esta unidad es realmente pequeña. Las cifras que normalmente se dan como «calorías» son de hecho «kilocalorías», es decir, mil calorías básicas. Se simboliza como Kcal, y es la manera de citarlo en documentos y también en los paquetes de los alimentos donde se da información nutricional. Por ejemplo, tengo ante mis ojos la caja de una lata de sardinas en aceite de oliva marca Cuca, que dice: valor energético 210 Kcal. Hay que recordar pues que los números de calorías por persona que da la FAO son realmente kilocalorías.
Consumo de proteína dietética
La nutrición requiere algo más que simples alimentos que suministran energía al cuerpo. También necesitan proteínas para hacer posible el crecimiento y fortalecimiento de los tejidos y los órganos del cuerpo humano. Las proteínas son lo que hace crecer al cuerpo humano. La medida del consumo de proteínas en los alimentos por persona es el total de proteínas, en gramos, que contienen los alimentos consumidos en el día. La lata de sardinas Cuca mencionada tiene 22,8 gramos de proteínas, que equivaldrían a todas las proteínas que se consumían por persona al día en la República Democrática del Congo durante el período de 2002 a 2004. Los países más pobres del mundo consumen entre 40 y 60 gramos de proteínas por persona al día, mientras los más ricos doblan este consumo. Israel, 136, Islandia, 134 y Estados Unidos, 133. España consumía 123 gramos de proteínas por cabeza al día entre 2002 y 2004, un nivel típico de las dietas mediterráneas de Francia (125), Italia (125), Malta (126), Portugal (125). Un análisis posterior tendría que determinar la procedencia de esas proteínas para diferenciarlas de las de los países nórdicos, que tienen niveles parecidos de proteínas en sus dietas.
Consumo de grasa
Las cifras sobre el consumo de grasas miden el consumo de grasas en los alimentos en gramos por día y por persona en toda la población. En esto hay diferencias enormes. En Burundi y Camboya, sólo se consumieron en el período del análisis 11 gramos de grasa por día y persona. Si hubieran comido una lata de sardinas como la mía hubieran consumido 13 gramos de grasas y 2,5 gramos de ácidos grasos saturados. Eso frente a los 157 gramos de grasa que se consumen al día en Francia (casi 15 veces más), 154 de Austria, 149 de Bélgica, España y Suiza, y 144 en Estados Unidos. El análisis de las diversas dietas requeriría saber qué tipo de grasas son éstas.
Con estas medidas podemos tipificar y medir el hambre como condición y circunstancia vital de una determinada población. Así, por ejemplo: la República Democrática del Congo, que es la que peor sale parada por estos parámetros, tenía en 2004:
Consumo energético: |
1.590 Kcal/persona/día |
Consumo de proteínas: |
25 gramos/persona/día |
Consumo de grasas: |
25 gramos/persona/día |
Desnutrición de la población: |
74% de la población |
¿Cuánta hambre hay en el mundo?
Las estadísticas de la FAO indican, como dato provisional que puede ser revisado posteriormente, que en el período de 2002 a 2004 había 870 millones de personas desnutridas, mal alimentadas y, en definitiva, hambrientas. Ésa es la dimensión global del hambre en el mundo, el 14% de la población mundial muerta de hambre en un mundo donde abundan hasta la exageración los alimentos. Pero algo nos puede consolar. En el trienio 1969-1971 había más de 1.000 millones de hambrientos. Las cifras se han reducido. En los treinta y pico de años que van de 1969 a 2004 la incidencia de la desnutrición, como porcentaje de la población total, se ha reducido en todas las regiones donde están los países pobres del 37 al 17%. E incluso en África Subsahariana la proporción se ha reducido del 33 al 31%. No es mucho, pero es algo. No hay estadísticas para el último trienio, pero podemos suponer que, si han continuado las tendencias observadas en la mayoría de los países, el número de gente con hambre ha disminuido. Pero no creo que haya bajado mucho de 800 millones. Y últimamente, como ya he indicado, está subiendo.
El hambre está naturalmente muy concentrada. En los países industrializados, por ejemplo, «sólo» hay 9 millones de hambrientos. Lo que debiera sorprendernos y avergonzarnos, entre otras cosas, porque la mayoría son niños. En Asia Oriental (fundamentalmente China) hay 163 millones, lo que supone una reducción del 140 % con respecto a los 393 millones de 1969-1971. La situación peor se encuentra en el África Subsahariana — ¡cómo no!— con 207,5 millones de hambrientos, más del doble de los que tenía en 1969-1971 (que eran 93,5 millones, según la FAO). En las grandes regiones donde se asientan los países pobres, si exceptuamos la ya mencionada, la incidencia del hambre se ha reducido. En todas ellas el número de hambrientos ha disminuido, a pesar de que en todas ellas la población ha aumentado en torno al 2 % anual. ¿Significa eso que se está ganado la batalla al hambre? Puede ser. Pero se avanza muy despacio, si tenemos en cuenta los recursos con que se cuentan para reducir la incidencia del hambre a un suceso limitado, esporádico, anormal y poco frecuente.
En los treinta años que reseñamos algunas regiones, como América Latina y el Caribe, apenas han avanzado en su lucha contra el hambre. Se redujo mucho la pobreza y el hambre en los años setenta (a 46,2 millones de hambrientos), pero ambas volvieron a rebrotar en la «década perdida» que causó el ajuste propiciado por el «Consenso de Washington» para pagar la deuda externa. A principio de los noventa eran casi 60 millones y actualmente se han reducido a 52. Proporcionalmente son menos (10% contra el 20% de hace treinta años), pero todavía un número muy grande de individuos. El norte de África ha mejorado mucho: de 20 millones de personas con hambre a principios de los setenta hasta 6 millones en 2004. El Próximo Oriente ha empeorado en los últimos años por razones obvias, dada la situación de guerra imperante. Pero sobre todo ha sido en la región Asia-Pacífico donde el hambre ha sido combatida con mayor éxito, de 770 millones en el trienio 1969-1971 a 527 millones en 2004. Son todavía muchos, pero son una proporción mucho menor de la población que hace treinta años.
La geografía del hambre
La FAO ha publicado unos mapas del hambre, uno de los cuales se reproduce con su autorización en la página siguiente, para identificar la presencia del hambre en los diversos países del mundo a lo largo de varias décadas. La FAO lo llama «el mapa del hambre», y contiene observaciones hasta 2004. Lo primero que llama la atención es la «mancha del hambre» que se sitúa en África Central.

(http://www.fao.org/faostat/foodsecurity/FSMap/map14_en.htm)
Los colores marrón y rojo representan proporciones elevadas de desnutrición en la población, desde el 35 % hasta más del 50. En el libro aparece «la mancha del hambre» que se encuentra en el África Subsahariana: Guinea Bissau, Sierra Leona, Liberia, Chad, República Centroafricana, República Democrática del Congo (donde más de la mitad de la población tiene hambre crónica), Angola, Zambia, Zimbabwe, Mozambique, Madagascar, Tanzania, Etiopía, Yemen del Sur y Nepal en Asia y Haití en el Caribe. Son los casos más extremos, como veremos también a través de otros indicadores.
- Entre el 25 y el 34 % de la población (una mancha menos oscura) sufren desnutrición en Níger, Malí, Sudán, Kenia, Botswana, República del Congo (Brazzaville), Camerún, todos Estados de África. Tibet, Myanmar (antigua Birmania) y Laos en Asia. Finalmente, Nicaragua, Paraguay y Bolivia en Latinoamérica.
- Un grado de incidencia menor, entre el 15 y el 24 % de la población, se encuentra en: Mauritania, Senegal, Costa de Marfil, Ghana, Nigeria, Namibia, Brasil (a pesar de su desarrollo), Venezuela (a pesar de su petróleo), Colombia, Ecuador, Perú, Guatemala, El Salvador, Honduras, República Dominicana, India, Camboya, Vietnam y Filipinas.
- Con un grado todavía notable de desnutrición, expresado con un leve oscurecimiento, entre el 5 y el 15 % de la población, se encuentran: Marruecos, Mauritania, México, China, Kazajstán e Indonesia.
- Solamente Sudáfrica en la región al sur del Sahara y Argelia, Libia y Egipto al norte tienen niveles de desnutrición propios de países desarrollados (menos del 5 % de la población).
En la versión «movible» del mapa que ofrece la FAO se pueden apreciar los cambios que han tenido algunos países. Me concentraré en China e India por la importancia numérica de estos países.
En 1970 ambos tenían color rojo intenso, lo que significa que entre el 35 y el 50% de la población pasaba hambre y estaba desnutrida. Diez años después, en 1980, la India seguía en la misma situación, pero el hambre en China se había reducido a una franja entre el 25 y el 35% de la población. En 1990 tanto China como India tenían en el mapa un color amarillo intenso, que representaba entre el 15 y el 25% de la población. Ese cambio era el resultado de un enorme esfuerzo en India para reducir la incidencia del hambre a la mitad. Ese mismo año la situación de la República Democrática del Congo era dos veces mejor (menos hambre) de lo que es ahora. En 1995 se llegó a la situación actual: China entre el 5 y el 15 % e India entre el 15 y el 25 %, lo que no supone cambio alguno en la situación del hambre. Desde 2004 hasta la fecha ha habido grandes mejoras de la situación del hambre en China e India, así como en Centro y Sudamérica. En África ha mejorado poco.
Los efectos del hambre
«La energía corporal disponible para trabajar es residual», afirma Robert W. Fogel, premio Nobel de Economía en 1993. Es el monto de la energía metabolizada (transformada químicamente para el uso del cuerpo) durante un día, menos la que se gasta en mantener el cuerpo funcionando. Es decir, que, aun cuando está en sumo reposo, el cuerpo humano gasta energía para llevar a cabo sus funciones de supervivencia: respirar, impulsar la circulación de la sangre, la actividad del cerebro y del sistema nervioso, los riñones, etcétera. Del total de energía que se ingiere hay que quitar la necesaria para que el cuerpo funcione, el resto es la energía de que se dispone para moverse, trabajar, jugar, y otras actividades. En los países del Mundo Rico hoy en día, un adulto de entre 20 a 39 años dispone de unas 1.800 a 2.600 calorías para trabajar (habiendo consumido unas 1.500 para mantener el funcionamiento del cuerpo). Por esta misma aritmética, a una persona mal alimentada no le queda energía para trabajar y rendir en su trabajo.
Naturalmente, cuando no se ingieren suficientes calorías para mantener el cuerpo funcionando, éste se muere. Es la muerte por hambre.
La nutrición —dice la OMS— es un ingrediente y fundamento de la salud y el desarrollo. La interacción de la malnutrición y las infecciones está muy bien documentada. Mejor nutrición implica sistemas de inmunidad más fuertes, menos enfermedades y mejor salud. Niños sanos aprenden mejor. La gente bien alimentada y sana es más fuerte, es más productiva y más capaz de aprovechar oportunidades de trabajo para romper gradualmente los círculos de pobreza y de hambre de una manera permanente.
En las escuelas del Mundo Pobre el hambre es una causa directa del bajo rendimiento de muchos de sus alumnos. La desnutrición se puede medir fácil y directamente, dada la estrecha relación entre en la situación objetiva de malnutrición con la sensación subjetiva de hambre. Medir aquélla resulta en una medida de ésta. Supongamos que nos ponen delante diez niños y niñas africanos, ¿se puede decir a simple vista cuál de esas personas tiene hambre y cuáles tienen más hambre que otras? Obviamente no. Normalmente se adivina o se deduce que una persona tiene hambre como condición objetiva de falta continuada de alimentación, ya tenga sensación o no, por su apariencia, peso, color, altura, si está sana o enferma, capacidad de trabajo y de juego. Los que muestren síntomas objetivos de falta de alimento, diremos que tienen más hambre que los que no presenten esos síntomas. Hambre se entiende y se expresa mejor como falta de alimentación o desnutrición. La falta de alimentación es la causa, la desnutrición el efecto y el hambre la sensación que esa carencia origina en la conciencia.
Las medidas objetivas de la desnutrición de una población se basan en la presencia o ausencia de los efectos que ella causa en el cuerpo humano: mortalidad, morbilidad, peso/estatura, rendimiento escolar y capacidad para el trabajo físico. El hambre incapacita, limita los recursos psicosomáticos, reduce la actividad física y mental a la mínima expresión, condena a una pobreza insuperable. Vuelve a la persona impotente y muy frecuentemente inhábil para la vida humana. Son características fáciles de reconocer en las poblaciones pobres.
La mortalidad en el mundo
Uno de los principales indicadores de la desnutrición, y el hambre como condición objetiva, es la mortalidad infantil y la «esperanza de vida» al nacer, una construcción estadística que está íntimamente relacionada con la mortalidad general de un país.
Para los países industrializados, lo que en mi terminología constituye el Mundo Rico, la esperanza de vida conjunta de mujeres y hombres es de 78 años. Para todo el mundo es de 67 años. La esperanza de vida del África Subsahariana es de 46 años. La esperanza de vida tiene mucho que ver con la mortalidad infantil y con la desnutrición, que es la causa última de muchas de esas muertes tempranas. Sobre todo porque, como ya hemos visto, la desnutrición hace a las personas más débiles para resistir infecciones y contagios de enfermedades que las llevan a la tumba. Veamos algunos datos:
- Valores de la esperanza de vida inferiores a 46 años tienen: Afganistán (42), Botswana (38), Burkina Faso (43) Burundi (42), República Democrática del Congo (45), Costa de Marfil (45), Etiopía (42), Lesotho (38), Malawi (38), Malí (41), Mozambique (41), Namibia (42), Nigeria (45) Sierra Leona (37), Tanzania (43), Uganda (43), Zambia (38) y Zimbabwe (39).
Casi todos los valores mínimos se encuentran en África, donde una combinación de circunstancias catastróficas, guerras y mal gobierno en general han producido situaciones de escasez de alimentos, hambre extrema, indefensión a las infecciones y la consecuente incidencia de pandemias como el sida, la malaria y la tuberculosis.
- Entre 46 y 60 años están el resto de los países del Mundo
Pobre: Camboya, Camerún, Chad, Eritrea, Ghana, Haití, Kenia, Laos, Madagascar, Mauritania, Myanmar, Nepal (60), Papúa-Nueva Guinea, Senegal, Sudáfrica, Benín, República de Yemen.
- Entre 60 y 74 años figuran los países más poblados del mundo, que han tenido en los últimos años grandes avances en la «esperanza de vida», como resultado de la mejora de su alimentación y salud: Argelia (71), Argentina (74), Arabia Saudita (73), Brasil (69), China (71), India (63), Indonesia (67), México (74), Pakistán (64) y otros países menores de ingresos medianos.
- Rusia con una esperanza de vida de 66 años es un caso de notable retroceso desde los niveles de hace unos años.
- Unos treinta países más desarrollados tienen más de 75 años y algunos, Suecia, Suiza y Hong Kong tienen 80, Japón con 82 años es el país con una esperanza de longevidad mayor. La esperanza de vida al nacer en España es de 78 años.
La mortalidad infantil
Se suele medir por el número de niños y niñas menores de cinco años que mueren en el año por cada 1.000 que nacen vivos. Estas muertes tempranas son el resultado directo de la desnutrición y el hambre de los niños y de sus madres. En el Mundo Rico este número era de 7 muertes por cada 1.000 nacidos en 2002. La media mundial es más de diez veces mayor: 81 muertos. Pero el promedio para los países del África Subsahariana estaba en la fecha indicada en 174. Por supuesto, dentro de este promedio hay cantidades mayores:
- 284 mueren en Sierra Leona, que tiene este macabro récord mundial (47,33 veces más que España, que tiene 6).
- Le siguen Níger con 264 muertes, Angola con 260 muertes, Malí (222), Burundi (208), Burkina Faso (207), Mozambique (205), Ruanda (203), Nigeria (201) y Chad (200).
- Un total de 43 países tienen un índice de mortalidad infantil superior a la media mundial de 81 muertes. Esos países suman más de 2.000 millones de habitantes.
Por otra medida llegamos al mismo resultado: la mortalidad infantil se concentra en los mismos lugares donde se concentra la desnutrición y el hambre, y afecta a las mismas personas.
En África, según datos de la Organización Mundial de la Salud, en el período 2000-2003 había unos 111 millones de niños y niñas menores de cinco años. De ellos murieron cada año de ese trienio 4,4 millones por diversas causas: 26% por causas neonatales, es decir, inmediatamente después de nacer, por falta de higiene y cuidados profesionales en el período después del parto; 21% de infecciones respiratorias agudas; 18% de malaria; 16% por diarreas en el período postnatal; 6% de sida; 5% de paperas; y finalmente el 2% de heridas varias y el 6% por otras causas sin especificar. La incidencia de las enfermedades infecciosas o contagiosas en cuerpos desnutridos, paridos por madres desnutridas, es devastadora. Éstos son los resultados del hambre.
Para efectos de comparación: en los países de baja mortalidad, como son todos los de la Unión Europea, hubo solamente 25.000 muertes de menores al año (de un total de 22 millones de niños en el mismo período). De ellos el 55 % murieron al nacer o poco después del parto; 2% por infecciones respiratorias agudas; 7% por heridas varias y accidentes, y 36% por causas no especificadas. Algunas de las enfermedades que más matan a los niños del Mundo Pobre no llegan a los hogares del Mundo Rico. La diferencia está en la presencia o ausencia de cuidados médicos, desde luego, pero también en el abismo que separa la nutrición de la desnutrición.
Por su aspecto los conoceréis
Además de la mortalidad infantil existen otros indicadores naturales de la desnutrición: peso al nacer y a los cinco años, estatura, desempeño escolar, índices de incidencia de enfermedades y otros. Veamos algunos ejemplos. Mientras en los países del Mundo Rico sólo el 7 % de los niños de cinco años tenía un peso que se podría considerar como inferior a la media, en los países del Mundo Pobre esta falta de peso afectaba al 36 % de los niños de cinco años (y en el Sudeste Asiático al 46 %). En el Mundo Pobre el 40 % de los niños nacieron en 2004 con un peso que se considera menor de lo normal. Son datos del Informe de la Salud Mundial de la OMS. Esos datos nos muestran una proporción importante de recién nacidos en algunos países del mundo con un peso inferior al que necesitan para sobrevivir. Lo cual refleja normalmente la desnutrición de la madre.
Es mucho mayor la proporción de menores de cinco años que tienen una falta de peso «moderada o severa», en términos de la OMS. Esta falta de peso es una señal segura de desnutrición permanente. La tercera parte de los niños del Mundo Pobre están en esta situación. Según el Estado Mundial de la Infancia de 2005, publicado por UNICEF, Afganistán, Bangladesh y Nepal, entre otros, tienen un 48% de los niños de cinco años faltos de peso; Etiopía y la India, 47%; Yemen, 46%; Burundi y Camboya, 45%; Eritrea, Laos y Níger, 40%, y otros cuarenta países con una proporción entre el 20 y el 39% de los menores de cinco años. Son unos datos impresionantes. ¡Pobres niños!
Índice de Masa Corporal
La desnutrición en niños y adultos se mide también por el Índice de Masa Corporal, IMC, que relaciona peso con altura, como ya hemos visto. El índice se toma como un indicador de las grasas que almacena el cuerpo, que es lo que distingue a los flacos de los gordos. Recuerdo que los valores del IMC que se consideran normales estarían entre 18,5 y 24,9. Con menos de 18,5 se considera a un adulto falto de peso y probablemente desnutrido. Por el contrario, un valor entre 25 y 29,9 indica exceso de peso y más de 30 es pura obesidad. Se suelen estimar tablas de pesos normales y valores límites por edades y sexos.
Ni que decir tiene que en el Mundo Pobre la inmensa mayoría de los adultos no llega al valor crítico del 18,5 por falta de peso como resultado de la falta de alimentación, la consecuente desnutrición y las enfermedades sufridas durante las edades de crecimiento. Con índices más bajos, valores de 12 o 13, las personas se convierten en cadáveres ambulantes, como los vemos a veces en las esquinas del Mundo Pobre.
Escolarización
La relación entre la escolaridad y el hambre es más compleja. Porque la tasa de asistencia a la escuela primaria puede estar afectada por circunstancias distintas de la alimentación, como sería la disponibilidad de maestros y la existencia de escuelas a distancias razonables, la extrema pobreza, el papel de la mujer en la familia, y otras circunstancias normales en la vida de los pobres. Además, es evidente que niños con mala salud no pueden asistir a la escuela, y de hecho muchos no asisten por esta razón. De todas maneras la comparación entre el número de niños y niñas que llegan al quinto grado de educación primaria (educación básica obligatoria) en un mundo y el otro es significativa. Mientras en el Mundo Rico el 100% de los niños en edad escolar suelen asistir a la escuela primaria y otros tantos llegan al quinto grado, en países pobres sólo asisten entre el 55 y el 60%, y de éstos sólo el 65% llega al quinto grado. Como indicador de desnutrición la más significativa de las dos tasas es la tasa de «perseverancia», medida como la proporción de los entrantes en la escuela primaria que acaban el ciclo (llegan a quinto grado, que se supone el último de esta etapa).
El absentismo escolar se puede deber a razones culturales en países donde incluso los niños pequeños tienen tareas y trabajos domésticos asignados en la familia (sobre todo las niñas, que cuidan de sus hermanitos), pero el abandono de la escuela es frecuentemente debido a la impotencia o incapacidad de los niños y las niñas para aprender. La falta de interés, la dificultad para concentrarse y aprender es frecuentemente un resultado de la desnutrición. Esto lo saben muy bien los maestros y los pedagogos que implantaron en muchos países el «desayuno escolar», para que los alumnos comenzaran alimentados el trabajo escolar.
La gran conclusión de todos estos datos es que tenemos ante nosotros un terrible problema humano, filosófico, de justicia y de sostenibilidad de la convivencia en el mundo. Motivos todos para la acción.
Causas del hambre: ¿hay exceso de población?
En otras épocas de la historia de la Humanidad el hambre estaba directamente relacionada con la capacidad de producir alimentos. Ciudades, regiones y aun naciones enteras sufrían la plaga del hambre porque en ellas no se producían suficientes alimentos para saciar las necesidades de todas las personas que vivían en ellas. Los que tenían poder y dinero adquirían —o conquistaban— las provisiones necesarias, pero no dejaban suficiente para el resto. Los más pobres o los más indefensos se morían de hambre. En ese caso la solución estuvo en producir alimentos suficientes para todos, producirlos en tal cantidad que sus precios fueran asequibles a todos los bolsillos. Así se acabó con el hambre en todos los países que hoy son desarrollados. Hoy en día la capacidad global de producir alimentos es enorme. Pero ¿por qué no se producen en cantidad suficiente para alimentar a toda la población? La escasez de alimentos no parece ser la causa del problema.
Dinámica de la población mundial
¿No será la causa del hambre en el mundo que en él hay demasiadas personas? Pero ¿cuántas son éstas? El 1 de junio de 2008 el «reloj de la población» de la Oficina del Censo de Estados Unidos registraba 6.671.641.239 personas en el mundo. Son unos 2.000 millones más que hace treinta años, y algo menos de 2.000 millones de los habitantes que habrá en los próximos treinta años.

Para 2050 la población mundial habrá crecido sobre 9.000 millones de personas, pero habrá crecido a un ritmo más lento que durante los cincuenta años anteriores. El ritmo de crecimiento de la población se va frenando, como se puede apreciar en el gráfico siguiente, que muestra la tasa de crecimiento de la población mundial.

En la década de los sesenta, que fueron años buenos para toda la economía mundial, la tasa de crecimiento de la población llegó a 2,2%. Desde entonces la tasa ha ido descendiendo hasta el 1,2% en la actualidad y se proyecta un descenso hasta una tasa inferior al 0,5% para 2050. Es una buena noticia para la tierra y para sus habitantes.
Pero estos datos son globales y lo que nos interesa en el tema del hambre, que está muy mal repartida por el mundo, es poder comparar la dinámica demográfica en las regiones y los países del mundo donde la incidencia de la falta de alimentos es mayor. Porque puede suceder que, a pesar de los datos globales, en algunas partes del mundo la relación entre población y producción de alimentos no sea propicia para satisfacer las necesidades de todos sus habitantes. En esas partes seguirá siendo verdad que hay demasiada gente para los alimentos que se pueden producir en las actuales circunstancias.
En el África Subsahariana había en 2005 unos 742 millones de habitantes, la población crecía a una tasa anual del 2,3%. De continuar esa tasa de crecimiento la población se duplicará en 36 años. Es decir, que en 2041 África Subsahariana tendría 1.404 millones de habitantes. Si para entonces la producción —con la importación— de alimentos no se ha duplicado, el hambre será peor de lo que es ahora. En Angola, Chad, Madagascar y Uganda, donde la población está creciendo a un 2,9% anual, será necesario que la producción —o la disponibilidad— de alimentos se duplique para 2027. En la República Democrática del Congo la población se duplicará en 22 años. ¿Se duplicará también el número de hambrientos? La pandemia de sida está frenando algo el crecimiento demográfico de África Subsahariana. Cuando la incidencia de esta enfermedad se estabilice, la población podría crecer más.
Puede no ser una casualidad que los países de más alta fertilidad del mundo están entre los que más hambrientos albergan. Los países con una mayor tasa de fertilidad, medida por el número de nacimientos en toda la vida de la mujer, suelen ser países muy pobres con alto número de personas desnutridas. Níger, por ejemplo, con un promedio de ocho nacimientos por mujer, Guinea-Bissau, Malí y Somalia con siete nacimientos; Sierra Leona, Afganistán, Burundi, República Democrática del Congo con más de seis nacimientos. Muchos de estos niños mueren al nacer o no viven más de un año, pero con una tasa de supervivencia creciente, estas tasas de fertilidad suponen una carga enorme para las despensas de las familias.
La producción mundial de alimentos
En algunos de estos países es posible que el hambre se deba a un desajuste entre la dinámica de la población y la producción de alimentos, como veremos después. Sin embargo, en el conjunto del mundo la producción de alimentos sería suficiente para alimentar a todo el mundo hasta 2030. Eso afirma la FAO, que cuenta con toda la información y los conocimientos necesarios para poderlo afirmar.
Las perspectivas de seguridad alimentaria a largo plazo para los países en desarrollo son buenas. Mientras que la población mundial se espera que llegue a los 8.000 millones para 2030, el crecimiento de la producción agrícola mundial sería más que suficiente para satisfacer la demanda global.
El estudio de la FAO, que usa estimaciones recientes de las Naciones Unidas del crecimiento de la población mundial, evalúa los desarrollos futuros en la producción, la demanda y el consumo mundiales de alimentos. El aumento de las cosechas, la cría de ganado, la superficie de bosque y la pesca, la desaceleración del crecimiento de la población (que ya hemos visto), el aumento y subsiguiente nivelación del consumo de alimentos llevarán a una reducción de la demanda de alimentos y de su producción. El estudio avisa, sin embargo, de que, si bien las tendencias globales observadas son razones para el optimismo, la pobreza y una mala distribución de los alimentos continuará limitando el acceso a la alimentación en algunas partes del mundo. Las condiciones actuales de la agricultura puede que quiten un tanto de optimismo a las predicciones de la FAO. Sobre todo si continúa creciendo la tendencia —de la que trataré largo y tendido más adelante— a emplear el maíz, la soja y la caña de azúcar para fabricar combustibles.
Es importante notar que las predicciones de la FAO de una abundante oferta mundial de alimentos están basadas en la disponibilidad actual de conocimientos tecnológicos (cuando se hizo el estudio). Los potenciales beneficios para la agricultura de la ingeniería genética se dejaron fuera de consideración con toda intención. Cosechas, ganado y pesca tratados genéticamente sufren todavía hoy de ambigüedades sobre su promesa a largo plazo, la seguridad y la aceptación por parte de los consumidores de esta tecnología, como luego veremos.
Parece ser; pues, que el problema de un posible desajuste entre la población mundial y su demanda global de alimentos y la producción de los mismos es, por ahora, un falso problema. El hecho de que existan más de 800 millones de personas habitualmente sub-alimentadas con peligro de sufrir todo tipo de enfermedades mortales se debe explicar no, como en la Antigüedad, por ese desajuste entre demanda y oferta globales, sino por problemas específicos de las regiones y de las comunidades que sufren hambre, así como por los mecanismos globales de distribución de alimentos, es decir, el funcionamiento de los mercados.
La revolución verde
A pesar de todas las quejas sobre los cultivos modernos, la agricultura es una de las grandes historias de éxito del período de la posguerra: el mundo produce el doble de cereales que en 1960 en sólo un tercio más de tierra, suficiente para proporcionar 2.700 calorías al día a cada persona del planeta.
Así resumía el semanario inglés The Economist la situación. Actualmente se producen cantidades suficientes de trigo, arroz y de otros cereales para proveer a cada ser humano sobre la tierra con las 3.000 calorías al día que se necesitan para llevar una vida decente. En esta cuenta no se incluyen otros alimentos muy utilizados como vegetales, legumbres de todo tipo, frutos secos, tubérculos, frutas, carne de herbívoros y pescado. En el mundo disponemos de 4,3 libras (un kilo y tres cuartos) de alimentos por día para cada persona viviente: dos libras y media de cereales, legumbres y frutos secos, alrededor de una libra de frutas y vegetales, cerca de otra libra de carne, leche y huevos. Todo lo cual sería suficiente para hacer engordar a más de uno.
El problema es que estos alimentos disponibles hay que comprarlos y mucha gente es demasiado pobre como para poder comprar los alimentos que hay en abundancia. Bueno sería aclarar que esta disponibilidad no sólo se refiere al mundo en general, donde hay algunos países muy ricos y productivos y muchos más pobres y muy pobres. Se sabe que incluso en algunos «países hambrientos» hay suficientes alimentos para todos sus ciudadanos. Algunos son exportadores netos de alimentos y de otros productos agrícolas, pero los tienen que vender a los extranjeros, porque en su país no hay suficientes compradores.
Efectivamente, uno de los fenómenos importantes para la agricultura en la segunda mitad del siglo XX fue la llamada «revolución verde». La producción agrícola se incrementa o bien cultivando más tierra o bien generando mayores rendimientos en la misma tierra. Esto último es lo que se intentó con semillas mejoradas. El término de revolución verde se acuñó en la década de los sesenta para resaltar un gran avance en la agricultura que se dio entonces. En parcelas piloto del norte de México unas variedades «mejoradas» de trigo dieron unos rendimientos extraordinarios. Las nuevas variedades de semillas producían más que las tradicionales porque respondían mejor al riego controlado y a ciertos abonos químicos derivados del petróleo. Con la ayuda decidida de los Agricultural Research Centres, que financiaron generosamente las Fundaciones Rockefeller y Ford, las semillas «milagrosas» se extendieron rápidamente por toda Asia, donde se desarrollaron nuevas variantes de arroz y de maíz. Las nuevas semillas, sin embargo, han creado nuevos problemas que entorpecen la lucha contra el hambre.
Diez años más tarde el término «revolución» estaba plenamente justificado, porque las nuevas semillas, acompañadas de abonos químicos, pesticidas y en gran medida con riego controlado, habían hecho cambiar las prácticas tradicionales de millones de campesinos en todo el Mundo Pobre. Veinte años después, ya terminando el siglo XX, casi un 75% de todas las áreas dedicadas al arroz en Asia estaban plantadas con esas nuevas variedades. Otro tanto sucedía con la mitad del trigo sembrado en África y más de la mitad con las siembras en América Latina y Asia. Cerca del 70% del maíz de todo el mundo se producía de una forma revolucionaria. En conjunto se estimaba que el 40% de todos los agricultores del Mundo Pobre usaban semillas de la revolución verde, sobre todo en Asia y luego en América Latina. Es evidente que los avances en la producción de alimentos que trajo consigo la revolución verde no eran una patraña. Gracias a las semillas mejoradas y a las técnicas que las acompañaron, decenas de millones de toneladas adicionales de cereales se cosechan cada año. Lo cual no quiere decir que las indudables mejoras en la producción de alimentos hayan bastado como elementos esenciales en una estrategia para combatir el hambre.
El quid de la cuestión es el reparto de los frutos de esas innegables mejoras. En el estudio sobre Hambre en el Mundo que hizo el Banco Mundial en 1986 se concluía que «un rápido aumento de la producción de alimentos no lleva necesariamente a una seguridad alimentaria», es decir, a reducir el hambre en el mundo. La situación actual de hambre sólo se puede resolver, decía el Banco Mundial, «redistribuyendo el poder adquisitivo y los recursos hacia los que están mal alimentados». Es lo mismo que se defiende en este libro: que si los pobres no tienen dinero para comprar alimentos, un aumento de la producción no les va a ayudar mucho. Aunque también es verdad que, si la producción fuera muy escasa (como sucede en las sequías y otras catástrofes) y los precios muy altos, muchas más personas de lo normal quedarían excluidas de los mercados. El problema de la oferta no es irrelevante, pero no es totalmente decisivo, mientras su aumento no lleve el nivel de los precios de los alimentos hasta equiparase con niveles de ingresos muy bajos. Lo cual normalmente no será un «precio de equilibrio».
Malthus revisitado
Thomas Malthus fue un clérigo, economista y demógrafo, quien en 1798 publicó Ensayo sobre el principio de la población para promover un «estrecho y constante control» del crecimiento de la población. Basaba su argumento en que la población tiende a aumentar en una progresión geométrica mientras que los alimentos lo hacen en una progresión aritmética. Lo cual implica que partiendo de un punto en que la cantidad de alimentos corresponda a la población existente, al cabo de unos años los alimentos habrán crecido menos que la población y habrá una escasez de alimentos que tenderá a hacerse cada vez mayor. Malthus consideraba que la miseria y el vicio (con lo cual se refería no sólo al abuso del alcohol, sino también a la anticoncepción y al aborto) se encargarían de frenar el crecimiento de la población. Esto no era una solución ideal para un pastor de la iglesia anglicana, que prefería la moderación de las parejas, el retraso del matrimonio y aun el celibato, pero era lo que de hecho creía que funcionaba. Malthus temía que si estos mecanismos fallaban, a la humanidad le esperaban hambrunas terribles que acabarían con una parte de la población. Malthus no contemplaba en su análisis las posibilidades de aumentar la producción por medio de la tecnología de alimentos.
La Humanidad parece haberse escapado de la “trampa maltusiana”. Desde los tiempos de Malthus la población se ha multiplicado algo más de seis veces, hasta algo más de 6.000 millones de personas, y los alimentos han aumentado para satisfacer las necesidades de tanta gente. En nuestros días uno de los grandes problemas de la humanidad es el constante aumento de la obesidad. Desde la década de los cincuenta la superficie cultivada en todo el mundo ha aumentado aproximadamente un 11%, mientras que el rendimiento por hectárea ha crecido un 120%. En el 2004, la producción mundial de cereales superó la marca de los 2.000 millones de toneladas métricas. Pero, según el historiador británico Niall Ferguson, estas estadísticas no refutan a Malthus:
En su acción conjunta, el vicio y la miseria (enfermedades, desastres y guerras) han asegurado que la población mundial creciera en proporción aritmética.
Eso hemos constatado en el gráfico 1. Pero el historiador continúa:
La verdadera cuestión radica en saber si nos encaminarnos hacia una nueva era de miseria... La ONU calcula que en 2050 la población mundial habrá pasado de los 9.000 millones. ¿Podrá la producción mundial de alimentos mantener el mismo ritmo?
Ésa es la gran cuestión a que nos enfrenamos hoy. La fuerzas que conspiran para poner techo a la producción de alimentos serían: el calentamiento global y el cambio climático con sus secuelas de condiciones atmosféricas extremas que causen daños permanentes a las zonas de cultivos; la producción de biocombustibles hace que se dediquen extensiones cada vez mayores de tierra a este uso, con detrimento de la producción de alimentos (según la OCDE, en 2016 la producción de etanol del maíz en Estados Unidos se habrá duplicado). Por otra parte, el aumento de ingresos en Asia está contribuyendo a aumentar la demanda de alimentos en todo el mundo. Estas tres fuerzas llevan a subir los precios de los alimentos afectados.
Eso quizá sea un estímulo, no previsto por Malthus ni los neomalthusianos, para producir más alimentos.
Según Malthus, la incógnita era si el hombre estaba condenado a oscilar entre la abundancia y la miseria. «Hemos vivido mucho tiempo —dice el historiador inglés— creyendo que era posible mejorar ilimitadamente.» Quizá estemos a las puertas de cambios que den razón, o una parte de razón, a Malthus. Es una opinión que merece toda nuestra consideración. Sobre todo en 2008, cuando ya podemos considerar que, por ahora al menos, se han acabado los alimentos baratos.
A este propósito, un reciente Informe del Desarrollo del Banco Mundial nos avisa:
A nivel global la seguridad alimentaria no ha sido un gran problema durante los últimos treinta años. Pero la aceleración del cambio climático, la amenazante escasez de agua, la lenta adopción de nuevas biotecnologías, la creciente demanda de productos para alimentar el ganado y los biocombustibles están creando nuevas incertidumbres sobre las condiciones en que la oferta de alimentos estará disponible en la economía global... Para satisfacer la demanda proyectada, la producción de cereales tendrá que crecer en un 50% hasta 2030 y la producción de carne en un 120%
El impacto de las catástrofes naturales
Uno de los mitos que hay sobre las causas del hambre es que ésta se debe a las sequías, las inundaciones, los terremotos y otras catástrofes naturales fuera del control de los hombres. Sin embargo, la causalidad de los episodios de la naturaleza en producir hambre de las personas no es lineal ni directa. En definitiva no hay una causalidad propiamente dicha. Hay catástrofes naturales que no tienen efectos significativos sobre la alimentación de las personas. Hay que buscar otros elementos, humanos y sociales, que se dan junto a los eventos naturales para causar hambrunas.
La «gran hambruna de las patatas» mató a más de un millón de irlandeses entre 1845 y 1849. Esta desgracia se suele considerar como una catástrofe natural, causada por una enfermedad de la patata. En otros países de Europa también se dio esta misma enfermedad, pero en ningún otro país causó una hambruna. Hay que considerar las circunstancias especiales de Irlanda en aquella época para explicar su catástrofe demográfica. Irlanda era entonces un gran exportador de alimentos a Inglaterra, trigo, carne y productos lácteos especialmente, de manera que los campesinos irlandeses, que eran la mayoría de la población, se vieron obligados a adoptar una dieta a base de patatas. La extrema dependencia de su alimentación de la patata fue la causa de la hambruna. No tanto la falta de patatas como la falta de otros componentes en su dieta, que estaban limitados por motivos económicos y en definitiva políticos. Las decisiones de los gobernantes ingleses hicieron a los irlandeses muy vulnerables a los embates de la naturaleza.
Esta es una constante que aparece en la mayor parte de las catástrofes alimentarias, aparentemente provocadas por las inundaciones, la sequía, las langostas o enfermedades de las plantas. Las acciones de los hombres convierten fenómenos de la naturaleza en catástrofes terribles. No es que haya más desastres naturales, sino que las poblaciones se han quedado más indefensas y vulnerables. Mi experiencia en Centroamérica lo confirma. Las víctimas de huracanes, terremotos, sequías e inundaciones han sido previamente hechas más vulnerables por las políticas agrícolas, de vivienda, sociales, por la falta de empleo, inversión y explotación inmisericorde. Citando a Amartya Sen, premio Nobel de Economía:
Teorías de que el crecimiento de la población hacían inminentes las hambrunas de tipo malthusiano ganaron apoyo a partir de la Gran Hambre de Bengala de los años cuarenta, que al principio se adscribió a las malas cosechas. Hasta la década de los ochenta no se supo que el hambre de Bengala y otros desastres alimentarios se debieron principalmente a un colapso del sistema de distribución de alimentos, causado frecuentemente más por perversas políticas gubernamentales contraproducentes que por una real escasez de alimentos.
Las hambrunas no son necesariamente desastres naturales, sino más frecuentemente desastres sociales. Ante nuestros ojos tenemos la crisis de alimentos en la provincia sudanesa de Darfur. El hambre que están pasando los refugiados no se debe tanto a la sequía natural de la región sino sobre todo a los ataques y las acechanzas de los «escuadrones de la muerte» y soldados regulares del ejército de Sudán que tienen a la gente aterrorizada. Nadie dirá que el hambre en Darfur es una catástrofe natural. Por otra parte, las hambrunas, como parece que fue el caso en la de Bangladesh, que se llevó a la tumba unas cien mil personas, mientras constituyen un desastre para los pobres, se pueden convertir en una oportunidad para los ricos, si acaparan los alimentos y los venden a precios elevados. La falta de inversiones en el sector agrícola, sobre todo el destinado a la producción local de alimentos (y no a productos de exportación) es otra forma de vulnerabilidad que crean los gobernantes. Muchas veces cuando se echa la culpa a los caprichos de la madre naturaleza se pretende cubrir los comportamientos oportunistas e inmorales de los seres humanos. Los alimentos son muchas veces instrumentos de guerra, y el hambre es infaliblemente un producto de ella.
¿Quiénes son los hambrientos?
Es hora de dejar la perspectiva global para fijar nuestra
atención en los hambrientos y en los países donde más hambrientos hay. Hora, pues, de examinar el hambre de cerca.
La población rural
En contra de lo que pudiera parecer por pura lógica, los campesinos y agricultores son los que más hambre padecen en los países en vías de desarrollo. Luego podemos contar a los habitantes pobres de los grandes centros urbanos. Y dentro de ambos grupos, los niños son los más afectados por la escasez de alimentos y los que más gravemente sufren sus consecuencias.

Este mapa de la FAO nos ilumina sobre una de las razones básicas y paradójicas del hambre en el mundo. (Podrá visitar este mapa en: http://www.fao.org/faostat/foodsecurity/FSMap2_en.htm. Pero también nos sugiere una vía infalible de solución. En todos los países, en los que más de la quinta parte de la población está mal alimentada y desnutrida, son países donde en 200 la población rural era un porcentaje muy elevado de la población. La paradoja es que el hambre reside en el campo, donde se producen los alimentos. Una vía segura de solución sería mejorar los niveles de producción y de vida de los agricultores. Más tarde veremos las dificultades que surgen para emprender esta vía en apariencia tan lógica y recta.
En India y en todos los países con problemas de desnutrición severa como el África Subsahariana, la población rural supone entre el 60 y el 80% de la población. Pero en Nepal, Nueva Guinea, Camboya, Etiopía, Uganda y Níger más del 80% de la población es rural. Así como la tercera parte de la población en Bolivia, en Sudamérica. Parece que sólo China, a pesar de tener más de la mitad de la población viviendo en el campo, no sufre de falta de alimentación como la India, por ejemplo. Que el hambre se concentre de esta manera en poblaciones predominantes rurales delata que la productividad del trabajo agrícola es baja o muy baja, y que ésta y otras razones de orden geográfico, económico y político, más que causas naturales, confluyen en fomentar el hambre en aquellas regiones.
En el campo es donde se producen la mayor parte de los alimentos a partir de productos naturales de la agricultura, la ganadería, la caza y la pesca. Y, sin embargo, es precisamente en el campo donde más hambre hay. Esta paradoja sólo se explica por la manera cómo se organiza la producción de alimentos en el campo. En primer lugar, las tierras agrícolas y las que se dedican al pastoreo son de propiedad privada. La propiedad de la tierra traza la primera línea de separación entre los campesinos con tierra y los que no la poseen, que equivale a decir, entre los que normalmente comen y los que no siempre comen. La inmensa mayoría de los pobres no poseen tierra; la alquilan para trabajar en ella como colonos, aparceros o arrendatarios (según las formas de contrato habituales en la región), o se emplean como jornaleros y peones, asalariados en definitiva, para trabajar en la tierra de otros.
Una peculiaridad del trabajo en el campo es su naturaleza cíclica (según el ciclo agrícola y el ganadero) que concentra el trabajo en determinadas épocas del año, durante las cuales se requiere mucha mano de obra, pero emplea poca gente el resto del año. Es un trabajo estacional e intermitente. Cuando se recoge el café, el algodón, los cereales, la caña de azúcar, el cacao, la fruta, etcétera, hay trabajo para muchas personas (y muchos de los que emigraron a la ciudad regresan al campo temporalmente). Son las épocas en que, en los países pobres, los campesinos sin tierra ganan más dinero. Pero la productividad es baja, porque frecuentemente se basa únicamente en la capacidad y energía del trabajo humano, sin la ayuda de máquinas y otras inversiones de capital. Se produce el fenómeno de los «rendimientos decrecientes» del trabajo, al aplicar cantidades crecientes de trabajo, con cantidades iguales de capital, a una extensión determinada y fija de tierra. Al ser baja la productividad son bajos los salarios.
Por otra parte, el precio de los productos de exportación sufren los altibajos de los mercados internacionales, con lo cual los salarios también tienen un carácter cíclico, dependiendo de la coyuntura internacional. Menos mal que en los países tropicales la naturaleza regala a todo el mundo frutas y otros productos alimenticios no comercializados o que crecen en tierras comunales o libres.
Los campesinos sin tierra, o con parcelas tan pequeñas que no son suficientes para producir los alimentos necesarios durante todo el año para toda la familia, se ven obligados a comprar los alimentos. Pero en muchos lugares apartados o con escasez de vías de comunicación en general, no existen mercados formales, que canalicen una oferta amplia, fiable y asequible de alimentos. Muchas veces, aun cuando una familia tenga algo de dinero para comprar alimentos, no tiene un mercado a mano para comprarlos. Tiene que o bien comprar a especuladores locales (que acumulan alimentos) a precios elevados, o tiene que incurrir en costos adicionales de transporte para ir a donde existen mercados organizados. La dispersión de los mercados de alimentos que funcionen razonablemente bien es una de las razones que fomentan el hambre en el campo.
Los pobres urbanos
La ausencia de mercados no es, sin embargo, una causa del hambre en las ciudades. En ellas, con poco esfuerzo se encuentran mercados para todo tipo de demandas. Aquí el problema es o bien el desempleo, o bien los bajos salarios de empleos temporales o de larga duración, debidos a la presencia de un enorme «ejército de reserva» de empleo, proveniente de la inmigración desde el campo. Por lo que podemos decir que el hambre urbana tiene sus raíces en el hambre del campo, o que también se origina en el campo. Más adelante se verán las propuestas que hago para solucionar o paliar estos problemas estructurales que son el nido, caldo de cultivo de la pobreza y del hambre. Es ya evidente que si se encontraran soluciones a la situación del campo en los países pobres, se habría solucionado el problema del hambre y de todas las consecuencias que hemos visto. La solución, sin embargo, no es fácil de llevar a cabo.
En cierto sentido los hambrientos urbanos están peor que los hambrientos rurales, porque en el campo siempre se puede encontrar algo que comer entre los productos que la madre Naturaleza produce y distribuye gratuitamente como son frutas, hierbas, hortalizas, aunque dependiendo de regiones y climas. En las grandes aglomeraciones urbanas, en cambio, no se encuentran estos dones de la Naturaleza. Cuando no se tiene dinero para comprar alimentos, o se mendigan o se consiguen los restos de la comida de los que tienen dinero.
Conclusión: un planeta de gordos y hambrientos
En vista de las críticas que se han hecho a la «sabiduría convencional» sobre la obesidad en Estados Unidos (no conocemos críticas semejantes en otras partes del mundo), un balance de estos dos primeros capítulos nos deja con la impresión de que de las dos condiciones: la obesidad y el hambre, el hambre es la menos discutible y de hecho la menos discutida. El hambre parece también más evidentemente ligada a la mala salud y a la muerte prematura que la obesidad y el exceso de peso. El hambre de los —por lo menos— 860 millones de personas habitualmente desnutridas, aunque vivan en zonas remotas del mundo y no afecte la salud ni la vida de los ciudadanos de los países ricos, debe ser tenida más en cuenta a la hora de buscar soluciones universales (y de gastar recursos escasos) que el exceso de peso y la obesidad de los 1.000 millones de ciudadanos de los países ricos y de las capas ricas de los países pobres. La condición de aquéllos no depende para nada de un valor bajo del IMC ni de la medida de la cintura, sino de carencias evidentes, cuyos efectos en la salud humana son del todo indiscutibles.
El hecho de que el libro trate las dos condiciones, hambre y obesidad, como fallos del mercado global de alimentos, para criticarlo, no quiere decir que considere a estos fallos simétricos o, de alguna manera, iguales. El hambre es una condición más cierta, grave, letal y más injusta. Los gordos y obesos, lo son en gran medida porque han elegido un estilo de vida que lleva a estas condiciones. Nadie, fuera de pocos casos muy excepcionales, ha elegido el pasar hambre como estilo de vida. Además, no todos acaban muriendo prematuramente por efectos de la gordura, mientras casi todos los hambrientos, sobre todo los niños, acaban muriendo antes de tiempo. Las dos condiciones, la de los gordos y la de los hambrientos, no se pueden comparar ni en gravedad ni en urgencia.
Pero es una vergüenza que en el mundo se gaste mucho más en evitar el sobrepeso que en erradicar el hambre y las enfermedades que no dejan nunca de acompañarle. Como es una vergüenza que no existan remedios asequibles para enfermedades letales como el sida, la malaria, la enfermedad del sueño, el mal de Chagas, y sin embargo haya 1.800 patentes pendientes para productos adelgazantes.
|
|