Manuel Llusia

Elecciones generales de marzo de 2004.
El vuelco político y algo más

(Página Abierta, 147, abril 2004)

Poca gente pensaría hace un mes que en estas elecciones se podía producir un cambio tan fuerte, y de tanta trascendencia, como el acaecido. Y menos aún el PP y sus seguidores. Las encuestas sirven para eso, para prever que no va a haber sobresaltos, si todo transcurre con normalidad.
Se ha exagerado, no obstante, que, a tenor de esas encuestas, nada parecía poder modificar el resultado previsto (1). Quizá por la experiencia de las elecciones municipales, y en especial por las madrileñas; quizá por fatalismo, lado oscuro del ilusionado deseo; quizá por no ver las posibilidades de las tendencias de cambio. Quizá por no tener en cuenta que el porcentaje de indecisos declarados en esas encuestas (2), con otros signos que mostraban la hartura de mucha gente en relación con una parte importante de la acción del Gobierno del PP (3), podía romper ese infortunio. Tal vez por no pensar que la reacción electoral de una buena parte de los nuevos electores –desde el año 2000– podía ser diferente a la de no prestar atención a los comicios, a la de no ver sentido a votar o la de alejarse de ello por la decepción. Que, por el contrario, vería una oportunidad para expresar en las urnas lo que había gritado en la calle sobre la reforma de la enseñanza, la guerra, el desastre del Prestige y la forma de gobernar del PP. Tal vez, por no esperar, sobre todo, que la abstención de izquierdas también podía sumarse a la fiesta del voto de castigo. 
Tan es así, que la esperanza de cambio, hasta el último momento, y a pesar de lo que demostraba el terrible atentado y la actuación del Gobierno ante él, sólo alcanzaba a dibujar un mapa en el que el PP no tuviese una mayoría suficiente para gobernar. Aunque no digo que no hubiese quien llegara más lejos, y se acercase en su vaticinio a lo sucedido.
Lo cierto es que la sorpresa fue mayor que los augurios más atrevidos. El PP perdía las elecciones y una nueva etapa, sin ellos, se abría. Por fin, una mayoría social se conformaba electoralmente para responder a Aznar y todo lo que él había significado en estos últimos años. La invocación de Rajoy al apóstol Santiago fue insuficiente.

Falta investigación para comprender la respuesta social ante el atentado y las elecciones, para apuntar cómo ha podido ser la reacción de la gente joven con mayoría de edad, lo que ha podido suponer para ella las circunstancias tan intensas en las que ha vivido estos años pasados, culminados con una tragedia difícil de asimilar para cualquiera. Pero seguramente, ante la convocatoria electoral, días antes, se ha movido entre la decepción y el deseo de afirmación de las convicciones nacientes.  
Se ha especulado con que ha sido decisiva para esa respuesta electoral la inmoral y nefasta actuación del Gobierno en la información sobre la autoría del atentado. Sin duda habrá pesado lo suyo porque, ante situaciones que generan gran inseguridad en la sociedad, suelen existir fuertes tendencias a arroparse bajo el paraguas del poder existente. Pero lo cierto es que la sociedad, lejos de ver un paraguas frente al terror, abrió del todo sus ojos al convencimiento de que había sido precisamente ese poder el que nos había hecho más vulnerables.
Creo, además, que la respuesta electoral iba más lejos. La masiva participación suena a la prolongación de una reacción, frente al atentado y sus consecuencias, solidaria, serena y movilizadora, llena de valores humanos y ciudadanos muy positivos. Pienso, pues, que ha sido una deliberada afirmación democrática frente a la acción criminal; y, para una mayoría de votantes, una condena a la trayectoria de Aznar y su Gobierno, trayectoria cuyo carácter ha sido confirmado estos días  (y en la campaña y precampaña electoral dirigidas hacia Catalunya).
Lo anterior, de entrada, avala uno de los rasgos positivos de un régimen democrático: la posible influencia social sobre el poder político, gracias al derecho al voto y a la pluralidad de fuerzas electorales. Lo que no elimina los límites y graves defectos del actual sistema político, sobre los que aquí se ha hablado en muchas ocasiones.
La importancia y efectos de vuelco político –en medio de tan grave suceso– traspasa con él, sin duda, las fronteras de nuestro país. Y puede decirse que todo ello está ya influyendo internacionalmente. Pero esta cuestión requiere reflexiones aparte. Como lo precisa el seguimiento de las repercusiones que sobre nuestra sociedad hayan podido y van a tener los sucesos de estos días.
   
Los contundentes resultados del PSOE, el particular reparto de escaños y la soledad del PP (ninguna fuerza puede estar interesada ahora en esa amistad) permiten a Zapatero y compañía afrontar la labor de gobierno, y esta nueva etapa parlamentaria, con cierto desahogo, aunque no hayan conseguido una mayoría absoluta. Algo, que por cierto, no desea que exista mucha gente en este país. [En relación con esta postura, cabe pensar, no obstante, que una parte del electorado de izquierdas, aun preocupado por las tendencias bipartidistas de nuestro sistema político –atenuadas sobre todo por el entramado de fuerzas específicas de la, digamos, periferia– y las experiencias de mayorías absolutas, se ha inclinado en estas elecciones más hacia la necesidad de concentrar el voto para asegurar mejor la derrota del PP]. 
Sin embargo, respecto de esos resultados, las especiales circunstancias en las que se ha votado pueden permitirnos pensar que, de momento, parece más consolidado el voto del PP (que concentra a una amplia mayoría del electorado de derecha) que el del PSOE, que sin duda ha obtenido un “préstamo electoral” de votantes de IU, del BNG, de la abstención de izquierdas..., y de ese sector menos definido contrariado con Aznar y su Gobierno.
¿Qué sucederá con esa bolsa prestada en el próximo futuro, habida cuenta de los retos que, por otro lado, tiene que afrontar el nuevo Gobierno del PSOE, quizá sorprendido, asimismo, por el cambio? Ciertamente, también, el PP, como perdedor, puede sufrir desgastes posteriores; aunque, sin embargo, en el horizonte nada indica que los indudables malestares interiores puedan producir fracturas. Y el PSOE puede decepcionar sólo a una parte de sus apoyos en estas elecciones, y mantener la fortaleza de lugares que han sido claves en el vuelco electoral.
Por supuesto, el grosor de esta visión de conjunto necesita ser limado, entre otras cosas, con un análisis detallado de los resultados que muestre los perfiles particulares de unas comunidades autónomas y otras, lo común y lo específico y diferente. De ello nos ocupamos aparte.

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(1) El sondeo que el CIS hizo entre el 24 de enero y el 16 de febrero atribuía al PP la mayoría absoluta (176 diputados y un 42,2% de los votos) y un leve ascenso al PSOE (131 escaños y un 35,5% de los votos). Una semana antes de las elecciones, diferentes encuestas vaticinaban una victoria holgada del PP pero sin alcanzar  la mayoría absoluta. Así, la del Instituto Opina para El País asignaba al PP entre 168 y 172 escaños y el 42% de los votos y al PSOE entre 134 y 141 escaños, con el 38% de los sufragios. Por su parte, El Mundo publicaba una encuesta de Sigma Dos que otorgaba entre 168 y 173 escaños al PP (con un 42,1% de los votos) y entre 138 y 144 al PSOE (un 37,6% de votos).
(2) El citado sondeo del CIS señalaba que un 31% de los encuestados no contestaban o no tenían decidido su voto, mientras que por encima de un 6% se declaraba abstencionista. Respuestas habituales en este tipo de sondeos.
(3) Según el sondeo del CIS hecho en febrero, la mayoría de los consultados prefería que José Luis Rodríguez Zapatero fuese el próximo presidente del Gobierno (un 34,1%), antes que Mariano Rajoy (33%). Una preferencia que se expresaba, asimismo, en la encuesta de Opina publicada en El País el 7 de marzo de 2004: un 37,6% de los encuestados deseaba que ganase el candidato del PSOE, mientras que un 33,8% se inclinaba por el del PP. Son algunos ejemplos de esos signos.