Miguel Rodríguez Muñoz

El mal y la palabra
(Página Abierta, 147, abril 2004; Hika, 153-4 zka. 2004ko martxoa-apirila)

Los atentados de Madrid del 11 de marzo escenificaron trágicamente el mal: no el mal como instrumento para obtener unos objetivos más o menos legítimos, más o menos razonables, no ese mal frente al que cabe predicar que el fin no justifica los medios, sino el mal como medio y como fin, como causante de un dolor y un sufrimiento inmensos con el propósito únicamente de sumar un mal a otro mal.
Siempre que se atenta contra la vida ajena, hay una negación de la plena humanidad de las víctimas, aminorada a ojos de los verdugos por su condición religiosa, nacional, moral, profesional, sexual, anónima, etc., que autoriza a usarlas, manipularlas y destruirlas como si se tratara de cosas. En los atentados de Madrid, tanto por su origen plurinacional como por sus creencias religiosas, las víctimas constituían una representación de la humanidad en su sentido más universal, y la violencia ejercida tuvo, en ese aspecto, un carácter fraticida.
Cada vez que se produce un atentado, máxime cuando la experiencia colectiva en ese terreno –como es nuestro caso– resulta larga y abrumadora, se pone de manifiesto una cierta incapacidad de la palabra, en merma de sus posibilidades liberadoras, para describir el dolor, emitir una condena o hallar consuelo ante el sufrimiento. Así, suelen utilizarse expresiones como “barbarie sin límites”, “salvaje y cobarde atentado”, “matanza de inocentes”, “acción injustificable”, etc., que, junto al rechazo de lo acontecido, revelan un uso del lenguaje tan impreciso como contradictorio, en el que si se diera vuelta a la oración se estarían afirmando cosas no deseadas. El obispo de Alcalá de Henares, por ejemplo, en una homilía leída durante el funeral por las víctimas de su diócesis, dijo que, con su acción, los autores de la matanza habían dejado de ser hombres, sin darse cuenta de que esa forma de pensar lo aproximaba a los esquemas mentales de los victimarios. Quizás por su naturaleza irrazonable, el mal no admite ser aprehendido fácilmente con palabras, pero, a diferencia de otras manifestaciones de lo inefable, no pertenece al orden de la metafísica sino al de la realidad más burda y, cuando se produce, resulta aconsejable y necesario hablar de él. En el lenguaje cotidiano, esa impotencia se expresa muy bien con la frase “lo que no tiene nombre”.
Es posible que algún día los historiadores, al abordar la tarea de poner nombre a los acontecimientos del pasado, de la misma forma que en su día calificaron al período de gobierno de la CEDA durante la II República como el Bienio Negro, acaben bautizando a los años de gobierno de José María Aznar, sobre todo a los últimos, como los Años de la Infamia. De todas las infamias cometidas por el PP a lo largo su insufrible mandato –durante el que, echando mano de la experiencia acumulada por la derecha, hizo de la política una forma de guerra civil–, ninguna tan despreciable como la pretensión de extraer rédito electoral de los atentados del 11 de marzo en Madrid, ninguna tan vil como ese intento de sacar beneficio del mal haciendo un uso tramposo de la palabra.