Rafael Arias Carrión
La gran final
(Página Abierta, 171, junio de 2006)
La película La gran final nos muestra cómo tres lugares tan distantes como el Sáhara, la estepa mongola y el Amazonas se encuentran unidos por el épico deseo de disfrutar a través de la televisión de la final del Mundial de fútbol de 2002.
Ahora que estamos en plena vorágine futbolera con el Mundial de fútbol de 2006 que se disputará en junio en Alemania, no está de más comprobar con La gran final cómo algunos acontecimientos retransmitidos por televisión –un Mundial de fútbol, por ejemplo– son capaces de ser seguidos atentamente en lugares en donde difícilmente creeríamos que pudiera haber medios para enchufar una tele.
¿Cómo es posible que en lo más recóndito de las estepas mongolas los niños sepan quién es Ronaldo? ¿Cómo es posible que uno de los electrodomésticos imprescindibles en esa misma estepa sea el microondas? A la primera cuestión contesta la película La gran final. A la segunda contestó el director de la película, Gerardo Olivares, en la rueda de prensa que dio en Madrid, cuando afirmó que es una cuestión de supervivencia y de adaptación. En unos lugares en donde es difícil calentar la comida por falta de leña, con el desmesurado empleo de tiempo que supone recolectarla, el microondas es todo un invento. Con el acompañamiento de una batería... en dos minutos, la comida caliente. Mostramos una mirada prejuiciosa cuando creemos que las diversas civilizaciones que, aparentemente, nada tienen que ver con nosotros, desconocen lo que denominamos “tecnología”.
Para nuestra civilización resulta muy fácil ver las imágenes que nos ofrece la televisión. Basta con activar el interruptor del aparato proyector y ¡ya está! Salvo en algunos pueblos recónditos, todavía existentes, adonde no ha llegado la electricidad, no hay misterio en ello. Pero si nos alejamos un poco, poder ver lo que nos ofrece la televisión no es tan sencillo.
Esa es la historia que nos cuenta Gerardo Olivares: la pasión que despierta un partido de fútbol, que lleva a una familia de nómadas mongoles, a una caravana de camelleros tuaregs en pleno desierto del Sáhara y a un grupo de indios del Amazonas a hacer todo lo humanamente posible para poder disfrutar de la final del Mundial de fútbol de 2002, partido que enfrentó a la selección brasileña encabezada por Ronaldo con la selección alemana del guardameta Oliver Khan.
Pero más allá de la pasión futbolera, la mirada de Gerardo Olivares surge de la pregunta de si estos tres grupos, que apenas tienen contacto con nuestra civilización, nos conocen, si tienen suficiente información sobre nuestro modo de vida. La respuesta es, sin duda, afirmativa. Saben mucho más de nosotros que nosotros de ellos, y saben aprovechar de nuestra civilización lo que creen conveniente.
Tal como ha aparecido en numerosos documentales tras el fatídico 11 de septiembre de 2001, y también en películas de ficción –como muestran, por ejemplo, los episodios dirigidos por Idrissa Uedraogo y Samira Majmalbaf de la película colectiva 11-09-01 (2002)–, la tecnología consigue que en cualquier punto del planeta se sepa cuándo se juega la final de fútbol, sean conocidos los rostros de George Bush Jr. y de Bin Laden, y se sigan con reverencia los amores y desamores surgidos de las telenovelas.
La mirada del director Gerardo Olivares –con una larga carrera como documentalista, y que hace ahora su primera incursión en el cine de ficción– no puede estar más cercana a su experiencia en el documental. Aunque sabemos que “estamos ante una ficción”, la mirada antropológica que se desprende de la cámara y del tratamiento de las tres historias realza la idea de que “la realidad es así”. Y, en este caso, el intento de no manipular en exceso las imágenes se convierte en su mejor virtud, ya que las anécdotas mostradas en La gran final que realzan las historias son las que ha ido recogiendo su director en sus múltiples viajes, para plasmarlas en imágenes con una lógica interna, con sus pequeñas dosis dramáticas de emoción, diversión y reflexión.
Esa mirada antropológica a la que aludo se concentra en los detalles que dan vida como seres humanos a algunos de sus personajes y que nos hacen comprender sus peripecias. En el caso de la familia de nómadas mongoles, aprendemos cómo han variado sus rutas en función de las antenas parabólicas –los “árboles de hierro”, tal como los denominan–, buscando nuevos caminos que faciliten el acceso a una antena para poder ver la televisión, para poder ver, en este caso, un partido de fútbol; y, en otros casos, para ver los culebrones. Además, de la experiencia compartida de ver la final del Mundial surge la relación con un grupo de militares del Gobierno dispuestos a multarles por hacer uso fraudulento de la antena. De ese acto violento y poco comprensible para los mongoles se pasa a jugar un partido de fútbol... y de allí a compartir la final ante la tele, eso sí, cada uno defendiendo unos colores, el amarillo brasileño de los mongoles frente al blanco alemán admirado por los militares.
En el caso del grupo de camelleros tuaregs, observamos cómo, tras encontrarse con otro grupo de personas que emigran con destino a Francia, surgen deseos y necesidades en ambos grupos y cómo el sueño de un mundo mejor en el Norte es una realidad para los migrantes. Para llegar a ese Norte soñado, algunos de ellos venden páginas de revistas pornográficas a los musulmanes con los que se van cruzando.
Por último, los indios del Amazonas no comprenden al hombre blanco ni sus reacciones, y sólo se acercan a él... para disfrutar del fútbol.
Definía, en mi opinión acertadamente, Llorenç Soler al documental como «una ficción construida con elementos extraídos de la realidad» y a la ficción como «un documental sobre una puesta en escena» (*). La gran final es una ficción cargada de verosimilitud.
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(*) Chema Castiello: “Entrevista a Llorenç Soler. La cámara, un arma de denuncia”, en Mugak nº 34, dedicado a “Cine y migraciones”, San Sebastián, 2006.
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