Ramón Casares

Madrid en el corazón
(Página Abierta, 147, abril 2004; Hika, 153-4 zka. 2004ko martxoa-apirila) 

En la mañana del jueves 11 de marzo, las imágenes y las noticias se afanaron para llevarnos al paroxismo del espanto. El atentado se nos fue instalando como una esfera pulida, inasible, lejana de horror y de llanto. ¿Cómo penetrar en ella, como llegar a su núcleo humano, con todo lo que se nos venía encima?
Porque llevábamos dos meses incubando una creciente sensación de amenaza. Un Gobierno, el tripartito, bautizado bajo el fuego de la amenaza y el desprecio; después ese mismo Gobierno vilipendiado y ridiculizado a cuenta de la insensatez de Carod; todavía la declaración de perdón de ETA diciendo que, puesto que habíamos sido buenos votando independentistas –¿a partir de cuántos votos se alcanza el perdón?– nos devolvía por un tiempo la soberanía del terror; y, ya en plena campaña, esa metáfora cervantina de Maragall espatarrado tragando hectolitros de vino de Murcia y de La Mancha por el caño catalán del trasvase; o Barcelona resucitada por enésima vez en la mente enfebrecida de García Valdecasas como la Rosa de Fuego, donde los asesinos mandaban conchabados con los amigos de los asesinos, y en cada rincón de la ciudad se preparaban bombas Orsini para interrumpir las procesiones y los liceos de la gente de orden.  
Durante las primeras horas, arrastrábamos este fardo amenazador e insensibilizante. Y para intentar soltarlo nos sometíamos a un doble y terrible deseo: el primero, que Aznar, Acebes y Mayor tuvieran razón –¡podían engañarnos, pero no podían engañarse!– y los autores fuesen los de ETA. Esto iba a ser el final de ETA y el final de la pinza que nos estaban tendiendo entre el PP y ETA. Nadie, ni siquiera los hermanos pequeños de los asesinos –creíamos– podrían comprender y apoyar tanta brutalidad. Imposible evitar pensar que en aquellas cabezas –por más huecas que parezcan– anide una chispa de humanidad. Pero, por este mismo puente, al minuto siguiente, ingenuamente acaso, nos decíamos: no puede ser ETA, porque ETA avisa, o ETA no haría una cosa así. Y de este modo llegábamos al otro deseo, no menos terrible: que fuese Al Qaeda, en la convicción de que así nos íbamos a librar del PP.
He oído decir que éstas eran las preocupaciones de la gente “politizada”, pero tengo la impresión de que hemos vuelto a los tiempos de la política y la culpa. Le oí decir a un compañero de trabajo: “Por la convivencia, que no sea ETA, por favor”. En otras palabras, para siempre ETA será “nuestro” monstruo, el que hemos alimentado con fascinación algunos, y aun no queriendo, la mayoría. El monstruo que, a los ojos de tantos, convirtió Catalunya en Lady Macbeth, inductora del asesinato y acusada por la mancha indeleble de la sangre en sus manos.
Hay que agradecer al señor Acebes que nos devolviera al mundo no sé si llamarlo de lo real, pero sí de lo humano, al confirmar indirectamente que nos habían querido engañar y decir que, como en el Pirineo, “todas las pistas estaban abiertas”. Volvíamos a un mundo reconocible: el Gobierno miente; la tregua es una ironía impotente de ETA; Carod, a pesar de ser poco de fiar, sacará muchos votos…  Había sido Al Qaeda; podíamos dejar de preocuparnos por nosotros, por las consecuencias de nuestras supuestas culpas, y poner crespones negros en los balcones e ir masivamente a las manifestaciones: que no fuese dicho que Catalunya no era la primera en la solidaridad.
¿Hipocresía? ¿Cobardía? Casa muy bien en el estereotipo catalán. Pero una vez que se intuyó la verdad pudimos volver a un mundo reconocible. Vimos la sangre derramada como nuestra sangre; comprendimos que la gente muerta, aterrorizada, destrozada, era nuestra gente, nuestras ecuatorianas, nuestros rumanos, nuestros magrebíes, nuestros estudiantes, nuestra gente de Madrid. Vimos estos trenes de cercanías, los mismos que nuestros rodalies –diseño catalán de Ramon Bigas–. Pasqual Maragall hizo una loa confusa y emotiva del espíritu cívico de los madrileños. Al final pudimos sentir el dolor y entonar el “No a la guerra” con ecos dormidos de “No pasarán”. Y, de esta forma, después pudo escribir una niña catalana, preocupada por la suerte de sus primas madrileñas:

11 de marzo en Madrid

A las siete y media en el tren.
Diez minutos después una explosión,
Los gritos y la desesperación.
¡Sangre, horror y dolor
Son la guerra y el terror!

Gracias, señor Acebes, por devolvernos a la humanidad.