infoLibre, 16 de septiembre de 2024.
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba, en palabras de Winston Churchill, “en la cima del mundo”. Era sin duda la primera potencia militar, pero lo que llamaba realmente la atención era su fortaleza económica, la riqueza material que inundaba a millones de hogares y la paz y armonía que reinaban tras más de quince años de depresión y guerra. Muchos observadores celebraban que todo eso ocurriera en una sociedad democrática, sin clases, solía decirse, y sin las tradicionales divisiones ideológicas y políticas que impregnaban al continente europeo. Había algo excepcional, sin embargo, que ponía en duda esa celebración de la abundancia: el racismo que prevalecía tanto en el norte como en el sur, el hecho de que millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se toparan en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales.