Antonio Antón
Rentas sociales, trabajo y ciudadanía
(Artículo publicado en el número monográfico “Rentas básicas
y protección social” de la Revista Cuadernos de Relaciones
Laborales, Vol. 23, núm. 2 (2005), editada
por la Universidad Complutense de Madrid)
Resumen
Los nuevos mecanismos llamados rentas básicas o sociales, en el marco de las transformaciones del trabajo, la segmentación social y la actual ‘racionalización’ de la protección social, tienen dos componentes: uno, de reforma social; otro, de proceso cultural. El artículo se centra en el segundo componente, el cultural, y señala la importancia que tienen estas reformas, propuestas y debates en los procesos de socialización y legitimación social, así como, en la conformación de la ciudadanía social y en la renovación de nuevas mentalidades y corrientes de pensamiento. Profundiza en dos aspectos clave: la relación entre la universalidad de los derechos y las necesidades sociales y la acción por la igualdad, y la oposición entre incondicionalidad total y reciprocidad o valores solidarios. Explica las polémicas teóricas más significativas que hay detrás de los discursos que fundamentan algunas propuestas. Por último, expone los criterios fundamentales de una renta social.
Palabras clave: Renta social, trabajo, ciudadanía social, igualdad, reciprocidad.
SUMARIO: 1. Introducción. 2. Dos modelos de rentas básicas. 3. Superar la oposición entre trabajo y rentas sociales. 4. Universalidad de los derechos y concreción segmentada según las necesidades sociales. 5 Incondicionalidad total y conflicto con los valores de reciprocidad y solidaridad. 6. Efectos culturales e implicaciones teóricas. 7. Conclusión. Criterios de las rentas sociales. Bibliografía
1. Introducción
Este artículo analiza los debates sobre el carácter y sentido de los nuevos mecanismos de protección social, las rentas básicas o sociales, y su conexión con el trabajo, los derechos sociales y la ciudadanía, en el marco de las nuevas tendencias sociales (Tezanos, 2001a, 2001b, Alonso, 1999, 2000). Trato estos temas, fundamentalmente, en dos planos: el teórico, sobre su fundamentación y su relación con las diversas corrientes de pensamiento, y el sociocultural, sobre las implicaciones culturales, la conexión con las nuevas dinámicas sociales y los efectos en la educación en valores y en los cambios de mentalidades.
Señalo, sintéticamente, las cinco dinámicas que hay que considerar como marco general:
Las amplias transformaciones del trabajo, del empleo y las condiciones laborales, fruto de la globalización económica, la aplicación de política económicas neoliberales y, sobretodo, la introducción de nuevas tecnologías de alta productividad.
La existencia de una sociedad segmentada con un volumen importante de precariedad laboral, paro y vulnerabilidad, aumentando las necesidades sociales del tercio más desfavorecido y por el envejecimiento de la población.
Los límites y el deterioro de los sistemas de protección social y de los derechos sociales, derivados de contención del gasto social y de las políticas de ‘racionalización’ del Estado de Bienestar.
La disminución del papel del empleo como: instrumento central y suficiente de acceso a las rentas y distribuidor de las riquezas; articulador de fuerza social y generador de proyectos alternativos, y factor cultural y creador de identidad social.
Las fuertes tendencias hacia la individualización, los cambios culturales, de valores y de mentalidades, junto a la dificultad de forjar nuevas identidades colectivas ‘progresistas’ y ‘solidarias’, con especial reflejo en las nuevas generaciones.
Estas dinámicas afectan desigualmente a diferentes sectores de la población; se produce una gran estratificación y diversidad en cada una de ellas y en la conformación de grupos con diferente combinación de las mismas. En particular, tienen unas características específicas entre las nuevas generaciones jóvenes, con relaciones sociales más abiertas pero, una gran parte de ellos, con trayectorias laborales precarizadas, con una socialización laboral dura. La experiencia y la percepción de los jóvenes sobre los dos aspectos clave, el empleo y los sistemas del Estado de Bienestar, son muy diferentes al de las generaciones anteriores. Combinado con las nuevas dinámicas socio-culturales –desde la alta competitividad laboral hasta nuevas formas solidarias-, configura una realidad distinta ante estos dos elementos, el trabajo y la protección social. Todo ello afecta al sentido de pertenencia social, a la conciencia sobre la ciudadanía y los derechos sociales y a aspectos básicos del tipo de contrato social, de la correspondencia de derechos y deberes.
En términos históricos, los primeros tipos de protección social han sido mecanismos constitutivos del modelo de Estado de bienestar conformado, sobre todo, tras la II guerra mundial, en el marco de políticas keynesianas y bajo el influjo del pensamiento de Marshall (Marshall, 1950), que pretendía dar un carácter más universal a los derechos sociales y la protección social. Se generalizaron la extensión de los subsidios de desempleo, del sistema de pensiones, incluidas las no contributivas, y de los servicios sociales, que pretendían hacer frente a los riesgos del paro, la vejez y la ausencia de rentas salariales, vinculándolos al empleo, es decir, como salarios sociales e indirectos. Tras la crisis socioeconómica de los años 70 y 80 y los cambios demográficos, se inicia la racionalización de ese sistema de protección social; al mismo tiempo, se ven los riesgos de la nueva segmentación y fractura social y durante los 90 se van generalizando en Europa un segundo tipo de prestaciones: las rentas mínimas de inserción –RMI-, también llamadas básicas. Pero, a su vez, desde mediados de los 80 se amplía el debate sobre las insuficiencias de los dos tipos de mecanismos anteriores y aparecen las propuestas del tercer tipo de rentas sociales o básicas.
Estas propuestas de reformas y de ampliación de estos mecanismos nuevos de protección social y acceso a la ciudadanía social tuvieron un gran eco en Francia desde los años 1995 y 1996, tras las grandes movilizaciones del sindicalismo y del movimiento de solidaridad con los desempleados, la apuesta de toda la clase política por superar la llamada ‘fractura social’, la renovación e impulso a las RMI y, finalmente, la aprobación de la ley de las 35 horas. Estas propuestas han tenido una repercusión importante en el País Vasco y Navarra (Abalde, 2000); también el PSOE divulgó su modelo de Renta Básica de Ciudadanía . Al mismo tiempo, se ha iniciado un proceso de reforma y ampliación de las normativas sobre rentas básicas en varias comunidades autónomas -País Vasco, Madrid y Navarra-. En el plano cultural y teórico el debate sigue abierto.
A mi parecer, de los tres tipos de rentas básicas –subsidios o salario social, rentas mínimas, rentas sociales- hay que superar los dos primeros enfoques, valorando la necesidad práctica de su ampliación, para ir hacia un tercer planteamiento, más renovado. Estas últimas posiciones aportan nuevas perspectivas, tanto para la reforma social y la profundización de la protección social, como para el debate de importantes temas sociales y teóricos. Estos sistemas se pueden considerar como garantía última de protección social y acceso a la ciudadanía. Aunque los objetivos más inmediatos son la acción contra la pobreza, aparecen las cuestiones generales del papel del trabajo, la ciudadanía o el modelo de sociedad. Así, intentaré clarificar algunos de los aspectos más problemáticos y contradictorios que acompañan las argumentaciones en defensa de algunos modelos y versiones de las rentas básicas. Prácticamente, desde los comienzos del debate en España ha habido división de opiniones en el campo progresista, en particular, sobre las cuestiones teóricas y filosóficas que están subyacentes (Antón, 1998, 2000, 2003).
La primera modalidad ha venido siendo defendida, tradicionalmente, por la izquierda clásica y el movimiento sindical. Las dos últimas modalidades son defendidas por pensadores de diferentes corrientes de pensamiento. Algunos, desde el pensamiento neoliberal, proponen distribuir una renta pública igual para todos, basada en los ‘impuestos negativos’ (Nozick, 1974; Friedman, 1996). Otra corriente importante la representan autores vinculados al liberalismo social (Galbraith, 1984; Dahrendorf, 1999; Rifkin, 1996). Otros autores han abordado estas cuestiones partiendo de la tradición socialdemócrata (Marshall, 1950), de forma renovada. Es el caso de Offe (Offe, 1997) y Beck (2000) que han abordado el papel de las rentas básicas y la crisis del empleo estable (Offe, 1992; Beck, 2000) en el marco más amplio de la sociedad del riesgo (Beck, 1998, 2002), en esta modernidad tardía (Giddens 1993, 1997). Por último, un modelo particular, lo constituye la propuesta de Renta Básica -RB-, elaborada por Van Parijs (Van Parijs, 1996) -que se autodefine partidario del liberalismo ‘radical’-, y defendida por el Basic Income European Network –BIEN-. En España existen diferentes autores y grupos que se apoyan en ese modelo, aunque con diferentes versiones o matices. Entre ellos está José Iglesias, pionero en España de estas propuestas (Iglesias, 1998, 2000, 2001) –con un enfoque marxista-, y la Red Española de la Renta Básica, cuyo presidente es Daniel Raventós (Raventós, 1999) -con un enfoque republicano-. Este modelo considera las aportaciones de Rawls (Rawls, 1996, 1997) a la filosofía política, que han renovado el pensamiento del liberalismo político con una nueva fundamentación de la justicia, dando soporte a la justificación de una renta básica (Antón, 2000, 2003).
En este trabajo pretendo exponer, por un lado, una valoración crítica de las ideas principales del modelo de RB inspirado en Van Parijs (Van Parijs, 1996) y, por otro lado, explicar los criterios fundamentales y las características principales de otro enfoque de renta social, desde una perspectiva social igualitaria y un pensamiento crítico. Empezaré con una descripción sintética de ambas posiciones. Posteriormente entraré en cuatro cuestiones de fondo: 1) la relación del trabajo con una renta básica; 2) el grado de generalización de la distribución de una renta pública, de cómo se concibe y se aplica la universalidad de los derechos sociales; 3) cómo abordar la incondicionalidad de los derechos con un enfoque contractualista –con nuevos acuerdos sociales con un reequilibrio de derechos y deberes- y con la perspectiva de una construcción social y cultural más solidarias; 4) los aspectos teóricos de las diversas corrientes de pensamiento. Finalmente, expongo los criterios fundamentales de una renta social.
2. Dos modelos de rentas básicas
La corriente progresista basada en Van Parijs define la RB como una renta pública pagada por el Estado, individual, universal –igual y para todos e independientemente de otras rentas- e incondicional –sin contrapartidas ni vinculación al empleo-. Añaden dos aspectos fundamentales: debe distribuirse ‘ex-ante’ -al margen de los recursos de cada cual- y ‘sin techo’ -acumulando sobre ella el resto de rentas privadas y públicas-; además, consideran que deben ser sustituidas algunas prestaciones sociales.
Planteadas con los valores democráticos clásicos, las características fundamentales de ese modelo están basadas en la idea de libertad -o la no dominación-, dejando en un segundo plano subordinado los principios de igualdad y de fraternidad –o solidaridad-. La definición pura de ese modelo de RB mantiene una ambigüedad deliberada sobre su sentido social y comunitario, sobre a qué clases sociales beneficia y sobre el objetivo de una sociedad más solidaria y con mayor igualdad, aspectos fundamentales para concretar una distribución de la renta pública y el papel del gasto social.
Adelanto unas ideas básicas de mi punto de vista, que considero afín al de Offe (Offe, 1997): en una sociedad segmentada, con fuerte precariedad y con una distribución desigual del empleo, la propiedad y las rentas, se debe reafirmar el derecho universal a una vida digna, el derecho ciudadano a unos bienes y unas rentas suficientes para vivir; son necesarias unas rentas sociales o básicas para todas las personas sin recursos, para evitar la exclusión, la pobreza y la vulnerabilidad social; se debe garantizar el derecho a la integración social y cultural, respetando la voluntariedad y sin la obligatoriedad de contrapartidas, siendo incondicional con respecto al empleo y a la vinculación al mercado de trabajo, pero estimulando la reciprocidad y la cultura solidaria, la participación en la vida pública y reconociendo la actividad útil para la sociedad; hay que desarrollar el empleo estable y el reparto de todo el trabajo y fortalecer los vínculos colectivos; se trata de consolidar y ampliar los derechos sociales y la plena ciudadana social con una perspectiva democrática e igualitaria.
En resumen, parto de un modelo social con una perspectiva transformadora con la ampliación de los derechos sociales, con el objetivo de avanzar en la igualdad y promoviendo los valores de la solidaridad y la cultura de la reciprocidad, para garantizar la libertad y el acceso a la ciudadanía de todas las personas. Eso me lleva a tratar y formular de otra manera los criterios de universalidad e incondicionalidad y apostar por otra fundamentación, por otras bases teóricas y culturales, aunque haya muchas coincidencias prácticas. Por tanto, considero que hay que abandonar el modelo ‘ortodoxo’ de RB, sus principios centrales, y crear otro enfoque, reformulando las características de una renta social, igualitaria y solidaria.
3. Superar la oposición entre trabajo y rentas sociales
Desde el punto de vista histórico, estamos en una etapa de cambios y transición del pacto social de la sociedad keynesiana -del pleno empleo con Estado de bienestar y participación democrática-, con una nueva redistribución de la propiedad, la riqueza y las rentas, así como de la fiscalidad y del gasto social. En el plano cultural, hay una crisis, más profunda, de la cultura obrera y de la ética del trabajo. Las bases de la ciudadanía, de las instituciones básicas y de los acuerdos colectivos se están modificando a gran escala. El debate sobre el papel del trabajo y de la protección social o de la renta básica, sobre la correspondencia entre derechos y deberes, hay que situarlo en ese contexto.
Inicialmente, hay dos opciones extremas. Una, la tradición keynesiana y moderna, con la pretensión de que el trabajo -como fuente de rentas y estatus- y el deber cívico, continúen siendo las principales bases de la sociedad, exigiendo en esa medida los correspondientes derechos para facilitar la ‘cohesión social’. La universalidad de los derechos sociales correspondía a una sociedad de pleno empleo, cotizaciones sociales e integración sociopolítica y nacional. La segunda opción, parte del papel poco relevante del empleo, abandonando la ‘centralidad’ del empleo y el marco global de la corresponsabilidad social. En su forma extrema, señalan el ‘fin del trabajo’ y se desconsidera la problemática del trabajo y la reproducción social con una nueva centralidad, una nueva ‘base’ en la distribución –RB- o el consumo.
Ambas, además de economicistas, son unilaterales, por su pretensión de universalidad, en unas sociedades segmentadas y diversas; a mi parecer, hay que elaborar un tercer enfoque, más multilateral. Existen profundas transformaciones de la sociedad y del trabajo y hay que definir mejor el papel y sentido del trabajo y de los derechos sociales. Eso conlleva revisar las bases constitutivas de la modernidad y de la desigualdad socioeconómica y replantear el contrato social, con una nueva combinación de derechos y deberes.
Van Parijs propone, como alternativa al trabajo, una RB como base de la libertad y la ciudadanía, independientemente del resto de rentas y bienes y dejando en el ámbito individual, la elección y el comportamiento en el resto de la problemática económica y social. El modelo de RB –individual, universal e incondicional- de la Red Europea de la Renta Básica –BIEN- y sus defensores en España (Noguera, 2001), se presenta como opuesto al derecho al trabajo y a los criterios de reciprocidad. Pone el énfasis en una incondicionalidad total, en la defensa de unos derechos al margen de deberes, planteando que, en los planos distributivos y éticos, esa filosofía y esa cultura es superior a cualquier otra. Considera que la oposición principal se da entre las rentas salariales y la renta básica, es decir, entre la población trabajadora y las personas desempleadas –o inactivas-; de ahí su carácter más antagónico con los salarios –directos o indirectos- por sus intereses contrapuestos en la distribución de la riqueza, y en la culturas que conllevan ambas, la cultura del trabajo o la ‘distributiva’. Se ha modificado la clásica oposición capital-trabajo, o la de minorías pudientes-mayorías desposeídas.
El problema es que con la RB, en el umbral de la pobreza, no se consigue el objetivo proclamado de la libertad para vivir sin empleo, y que una mayoría seguiría viéndose forzada a emplearse. Pero, ese modelo no aborda el problema de las formas y características del acceso de la población al conjunto de las rentas, a su producción y distribución equitativa, y deja en manos de cada individuo, la elección de su preferencia, en materia de empleo y del resto de rentas, al margen de las constricciones, necesidades y compromisos colectivos.
Por otra parte, es preciso establecer el alcance de esa oposición y en qué plano se establece. El propio Van Parijs admite que la reciprocidad debe funcionar después del reconocimiento y distribución de la RB. Otros autores (Noguera, 2001, Raventós, 2001) también reconocen la complementariedad del empleo, pero a posteriori. Según ellos, es fundamental la incondicionalidad de la RB, la ausencia total de reciprocidad, y una vez aplicada es cuando se desarrollaría mejor la reciprocidad y la generación de empleo. Primero, presentan a esa RB, como una ‘base’ distributiva, ética y constitutiva de la sociedad, en oposición radical a la reciprocidad y al trabajo. Segundo, sólo a partir de esa distribución inicial, de esa función básica, justifican el mantenimiento y complementariedad de esos mecanismos institucionales basados en los demás contratos –laborales, mercantiles, de propiedad-.
La oposición se plantea en términos radicales en cuanto a ser la ‘base’ inicial, el punto de partida, en el plano material –rentas- y ético. Pero, en el segundo paso, aparece la incorporación complementaria y subordinada a esa base inicial, tanto del papel del empleo como de la cultura de la reciprocidad. Con lo primero destacan el carácter alternativo y superior de sus principios, con lo segundo, su ambigüedad práctica. Para garantizar el primer paso –la RB- se utiliza el Estado como garantía distributiva pero, a pesar de la complejidad y las mediaciones sociales, para el resto de problemas económicos y distributivos, no hay instituciones ni acuerdos sociales ni normas morales para regular la acción y las responsabilidades colectivas, sino elección racional de los individuos.
Por mi parte, considero que esa oposición entre trabajo y RB está mal planteada y expresada en forma sesgada. Hay elementos contradictorios entre derecho y reparto del trabajo y renta básica -derechos sociales-; pero, ambos pueden ser complementarios, no alternativos. La oposición total se establece entre aquellos que consideran que sólo hay un elemento -el trabajo o la RB- exclusivo y central, en la sociedad o el individuo, tanto en la vertiente material como ética. Ambas posiciones suelen estar condicionadas por un pensamiento ilustrado fundamentalista, de buscar una única base o razón explicativa de la sociedad. Igualmente, en el plano de la cultura, de la filosofía social y de la educación cívica se debe superar esa dicotomía, de sólo deber –de trabajar- o sólo derecho –a disfrutar sin trabajar-.
La alternativa no está en situar al empleo o a los deberes por encima de los derechos universales, ni tampoco en la defensa unilateral de los derechos; está en la negociación y el establecimiento colectivo de unos nuevos acuerdos y reequilibrios entre derechos y deberes, con unos criterios igualitarios y solidarios. Así, se puede recoger la tradición universalista de los derechos individuales y colectivos, enmarcarla en una perspectiva social y contractualista, reconocer la vinculación social y englobar esa forma distributiva en el marco de un conflicto, más global, de la creación y reparto de la riqueza.
En el plano colectivo, no se puede obligar que toda la población trabaje, durante toda su vida, ni tampoco garantizar que nadie lo tenga que hacer. En la esfera económica, la decisión del nivel de la población activa ocupada y de las diferentes formas de contribución económica y participación social, junto a la garantía de unos derechos sociales universales y una compensación ajustada, debe ser fruto de debate y acuerdo público, no de imposición unilateral de los poderes económicos y políticos. Pero es un problema que desborda la referencia exclusiva a la elección individual. Una elaboración y gestión participativa y democrática de los recursos productivos y laborales que la sociedad necesita, proporcionaría una mayor legitimidad a la hora de distribuir, de forma equitativa, las tareas de producción y reproducción social, y supondría una mayor educación solidaria y más capacidad de exigencia moral y jurídica para exigir esas responsabilidades.
Esta cuestión tampoco se puede resolver de forma individualista, a la libre opción de cada cual, sino de forma colectiva. La voluntariedad y la posibilidad de elegir una opción vital, deben contemplar el proceso de participación pública en la conformación de las diversas oportunidades. En el plano material, quién y cómo se producen y se distribuyen los bienes y las rentas, cómo se participa en la ciudadanía y en la vida colectiva. Para negociar colectivamente una redistribución más igualitaria de una renta pública, se debe tener en cuenta el conjunto de bienes y rentas de la población, conocer sus condiciones materiales de existencia y establecer sus necesidades para vivir dignamente.
Ambos aspectos -trabajo y renta pública- son relativos, no esenciales ni universales, para todas las personas. La participación en el empleo y en el trabajo, de una parte importante de la población, es imprescindible para la sociedad. La garantía de unos medios suficientes para sobrevivir también. Aunque no sean absolutos, tienen un reflejo muy amplio en la realidad –socialización, cultura, acceso a rentas- y hay que ver su adecuación, su parcial oposición y su complementariedad.
En definitiva, hay que superar la dicotomía y la oposición esencialista de ambos elementos; superar la unilateralidad de la fundamentación en el ‘deber de trabajar’, sin apenas derechos, o en el derecho a una RB, universal e incondicional, al margen de los deberes negociados individual y colectivamente. La solución no está ni en una ni en otra y su confrontación, bajo esos esquemas, no aporta una buena solución para la renovación del pensamiento progresista. Se trata de defender el derecho al trabajo “y” a una renta social –a la protección social plena-, y conseguir un nuevo equilibrio de derechos y deberes, adecuado a las nuevas condiciones y necesidades sociales. Y dada la importancia de la individualización se requiere una nueva acción cultural para conformar una conciencia social más solidaria y facilitar la participación y la voluntariedad. En un plano más general, garantizar la libertad y la igualdad, reformular las bases y acuerdos e instituciones constitutivos de la sociedad y, en un plano teórico, renovar un pensamiento más crítico con respecto a las diferentes tradiciones.
4. Universalidad de los derechos y concreción
segmentada según las necesidades sociales
El segundo gran conflicto a resolver es la tensión entre universalidad de la renta básica y acción contra la desigualdad. El modelo inspirado por Van Parijs pone el acento en la universalidad de la distribución de una RB igual, para todos, ex ante y sin comprobación de recursos. Pero entremezcla y confunde dos planos de la universalidad. Uno, que defiendo, es el derecho universal a la existencia, a unas condiciones dignas de vida, a que todas las personas tengan garantizados los medios y rentas suficientes para vivir sin caer en la pobreza. Esa es la universalidad de los derechos a unos objetivos igualitarios y de la garantía para todos de unas condiciones e ingresos mínimos (Ferrajoli, 1999). Otro plano, es el de la universalidad de los mecanismos concretos que, tal como se formulan, no comparto, ya que del derecho a la existencia no se deduce, mecánicamente, la universalidad distributiva de una renta pública igual y para todos. Esa universalidad de la RB no necesariamente es la plasmación ni la configuración de ese objetivo universal, ya que la sociedad en estos siglos se ha dotado de diversos mecanismos de distribución de bienes e ingresos, como la propiedad, el empleo, el gasto público o la solidaridad interpersonal, familiar o comunitaria, hoy día con eficacias diversas.
Si por ingreso o renta básica universal se entendiese lo primero, la garantía universal de todas las personas a tener medios suficientes de subsistencia, no habría problemas. El problema aparece al poner el acento en la distribución generalizada de una renta, a ricos y pobres, que conlleva una reforma fiscal sin la prioridad en el avance hacia la igualdad.
Por tanto, hay que distinguir derecho y garantía universales, de mecanismo distributivo. Los derechos sociales tienen esa especificidad, la combinación de su garantía universal con la distribución de los recursos materiales según las necesidades individuales y colectivas. La extensión de una renta pública a las clases medias y ricas necesitaría otra justificación adicional, que no es la acción contra la pobreza ni contra la desigualdad. Así, los defensores de ese modelo, para defender la universalidad de un mecanismo distributivo, tienen que confundir los dos planos, hacer un ejercicio de abstracción de la realidad y considerar el derecho a la RB al margen de las condiciones y necesidades de cada cual.
Esa escuela considera la RB como ‘base’ primera y principal, sin contar con la desigualdad distributiva de propiedad, recursos y rentas, realmente existentes; por tanto, no parten de la realidad de la pobreza, sino del sujeto abstracto. Así, al ‘distribuir igual para todos’, dejan en un plano más secundario la acción compensatoria por la mejora de las condiciones materiales de existencia de los sectores más vulnerables. En definitiva, el núcleo justificativo de esa universalidad distributiva mantiene la ambigüedad de su carácter social, de los beneficiarios, de los resultados netos redistributivos, del avance o no hacia una mayor igualdad.
Normalmente, no aclaran el sujeto concreto del deber ‘fiscal’, o se hacen alusiones genéricas al disfrute de la ‘riqueza acumulada’ por la humanidad, infravalorando la oposición de los poderes económicos o de las clases medias o desconsiderando la realidad de fuerzas sociales. Se abunda en las grandes ventajas para toda la población, ya que los beneficiarios serían ‘todos’, pero se margina el problema de dónde y de quién se retraen los recursos, quién puede salir más beneficiado o más perjudicado, en el saldo definitivo. Detrás de todo ello está siempre qué modelo contributivo, fiscal y redistributivo, se defiende. Por tanto, el criterio de igualdad, del avance hacia una sociedad más igualitaria, es fundamental para orientarse en estas sociedades segmentadas.
Cuando se pone el énfasis en los mecanismos distributivos universalistas ese modelo cae en un universalismo abstracto que choca con el núcleo duro distributivo: el que la propiedad, las rentas y el gasto público realmente existentes están ya distribuidos de forma desigual, y que su modificación progresista entra en conflicto con las clases pudientes. Es entonces cuando la imagen neutra y atractiva del universalismo abstracto, con su cara amable y compatible con los intereses de todas las clases e ideologías, pierde fuerza y se tiene que concretar. Cuando se pasa al problema de quién paga, de dónde se retraen los rentas o cómo se redistribuyen los recursos, aparece la diversidad de talantes progresistas o regresivos, la mayor o menor sensibilidad igualitaria o las tendencias al posibilismo, que dan lugar a diferentes versiones prácticas. Sin embargo, su punto de partida es ideal, el sujeto abstracto, que les lleva a mantener, al defender los principios, un carácter social ‘neutro’ y una perspectiva difusa de su modelo de sociedad, de la acción contra la desigualdad y redistribuidora de la riqueza.
A este primer principio general de este modelo sobre el carácter universal -igual y para todos e independientemente de otras rentas- de la distribución de una renta básica, yo le opongo otro enfoque; la redistribución –pública- de las rentas debe tener un objetivo igualitario: reequilibrar la desigualdad –privada-, responder a las ‘necesidades sociales’, erradicar la pobreza y combatir la precariedad laboral y social. La aplicación ‘estricta’ del primer enfoque beneficia, inicialmente, a todas las clases sociales, incluidos los ricos, pero suele esconder o ser plural en la segunda parte, en quién ‘paga’, y cuando se introducen correcciones fiscales se deja de aplicar el ‘principio’ inicial. El segundo se centra en garantizar un nivel de vida suficiente y el acceso a la plena ciudadanía de los sectores más vulnerables, que son los que más lo necesitan por su fragilidad, redistribuyendo de ricos a pobres.
Es verdad que en diversas propuestas de financiación elaboradas por algunos partidarios de ese modelo general se adoptan medidas fiscales progresivas en beneficio de las personas pobres. Pero hay que ser conscientes del enfrentamiento entre los dos criterios: el universalista –con la neutralidad fiscal para todos- y el igualitario –con redistribución hacia los desfavorecidos-. Veamos el conflicto y la combinación de ambos y el peso de cada principio. Partiendo de una distribución universalista, hay propuestas de financiación que van desde pagar la RB con los beneficios del capital, expropiándolos, hasta propuestas que defienden que se pague con el gasto social existente, reestructurando el estado de bienestar, con una orientación conservadora. Algunas versiones, que denomino heterodoxas , mantienen una distribución ‘inicial’ universal –para intentar salvar la coherencia con ese principio o por consideraciones técnicas-, pero corregida posteriormente a través de la fiscalidad; ésta puede llegar a ser una fuerte corrección fiscal para que, en el resultado final, haya una transferencia neta de rentas de ricos a pobres. Así, se pone en primer plano la garantía para cubrir las necesidades básicas, y se asegura el criterio de progresividad y compensación en la distribución ‘real’, con el beneficio para la gente más frágil y no para las clases medias y ricas. Pero, en esa medida, se va diluyendo el principio de distribución universal –que todavía permanece como referencia retórica o como símbolo de cierta identidad-, destacando una aplicación concreta distributiva hacia los sectores más necesitados, con la prioridad del objetivo de garantizar la supervivencia (Sanzo y Pinilla, 2004)
Entonces, lo que prima es el segundo enfoque, tal como lo defiendo: la prioridad del avance en la igualdad con una política ‘compensadora’; la no-aplicación, como resultado final, de una ‘distribución igual y para todos’ tal como definían los principios de ese modelo de RB. En definitiva, si la distribución ‘real’ –incluida la gestión fiscal- favorece a los pobres y perjudica a los ricos, no es sólo un asunto operativo de la financiación sino que afecta al principio de universalidad, lo que, siendo consecuentes, habría que reflejar en los principios: la acción contra la pobreza, la exclusión y la vulnerabilidad social sería la prioridad central de una renta pública en una sociedad segmentada, tal como también explica Sanzo. A mi parecer, lo que importa, en el plano práctico, es cómo queda la distribución ‘final’, y si ese saldo fiscal neto sigue el principio distributivo de ‘igual para todos’, o se prioriza el objetivo de la igualdad, teniendo en cuenta los recursos de cada cual.
Por tanto, lo fundamental no debe ser la universalidad distributiva –pública- sino el sentido de la equidad frente a la desigualdad privada. Ese sería el punto común. Sin embargo, si se mantiene la referencia al carácter universal de la distribución de una RB, especialmente si se le da una gran carga simbólica, se siguen conciliando ambos aspectos: mantener el ‘principio’ de la universalidad distributiva junto a una ‘aplicación fiscal’ compensatoria hacia los desfavorecidos. Ambos criterios son contradictorios y tienen un equilibrio inestable. Si realmente pesa lo segundo –reforma social concreta como objetivo central-, lo primero tiende a quedarse como mera referencia retórica o bien como una fase técnica no decisiva en el resultado fiscal neto; entonces, se acercan posiciones. Si pesa el interés por defender los principios puros, aunque sólo sea por motivos simbólicos o identitarios de una escuela, poniendo el énfasis en su universalidad distributiva y en su valor teórico como modelo social, este discurso sigue teniendo efectos culturales y educativos perniciosos, en conflicto con los valores de la igualdad.
Se puede relativizar todo el debate teórico, pero vuelve a surgir el conflicto cuando prevalece el interés de preservar como seña de identidad un valor, la distribución universalista, considerando los resultados progresistas e igualitarios aspectos ‘prácticos’ poco relevantes en el plano social o teórico. Cuando se pone el énfasis en esa definición pura se diluye el valor teórico, simbólico y cultural de la orientación social contra la desigualdad y las medidas prácticas resultan elementos secundarios. Por tanto, caben dos dinámicas. Una, desde la prioridad por la función teórica que cumple ese ‘principio’, quedan subordinadas las ‘aplicaciones’ progresistas, que son permitidas o utilizadas como pretexto defensivo ante la tradición redistribuidora y fiscal progresivas; sería una mera ‘adaptación’ práctica poco significativa para introducir cambios en sus formulaciones teóricas y de principios, que se consideran esenciales. Otra, con la prioridad por una sensibilidad social, es insuficiente quedarse sólo en una mera aplicación, sino que, para legitimar esa orientación, es necesario el desarrollo y justificación programática y ética de esa acción contra la desigualdad; por ello, aparecen otros objetivos y principios igualitarios, que superando el plano pragmático, entran en conflicto con las definiciones ortodoxas.
Así, en la medida que se afirma la primera opción -el gran valor simbólico del principio de la universalidad en la distribución de la RB-, aparece con toda nitidez las implicaciones teóricas y culturales de este conflicto entre los dos enfoques. Por tanto, si se defiende la universalidad distributiva –real- de la RB como aspecto fundamental e identitario, mantengo la crítica global de la ambigüedad social de ese modelo de RB, con respecto al objetivo de la igualdad. Mi discrepancia es de fondo, con esas bases teóricas, ya que el conflicto de posiciones permanece en el plano cultural y de valores y en relación con la actitud ante los grandes problemas de la desigualdad socioeconómica, la redistribución de la riqueza y los derechos sociales.
En conclusión, el equilibrio entre los dos aspectos –universalidad e igualdad- se consigue con la combinación entre la universalidad del derecho a una existencia digna y la concreción segmentada de la distribución de una renta pública. Por una parte, se resaltaría la importancia de unos objetivos, el derecho a unas condiciones dignas de vida, fortaleciendo la cultura universalista de los derechos y las garantías para todos y todas. Por otra parte, se clarificaría que el resultado neto redistributivo del Estado, el sentido de una renta pública y la protección social, debe ser compensatorio para los sectores desfavorecidos para avanzar en la igualdad socioeconómica y en el estatus de la ciudadanía social. Con ello se evitaría la confusión sobre los intereses sociales que se defienden. Se articularía mejor el conflicto entre universalidad e igualdad en una sociedad desigual.
5. La incondicionalidad total y conflicto con
los valores de reciprocidad y solidaridad
El tercer problema es el énfasis en la incondicionalidad total frente a los valores de solidaridad y reciprocidad. Afecta a elementos fundamentales de la modernidad, al tipo de contrato social, al equilibrio entre derechos y deberes. La principal orientación de las políticas de empleo, de los discursos institucionales, va dirigida hacia la socialización del individuo en la auto-responsabilización de su futuro laboral y de rentas, y en la propia interiorización de la obligación por prepararse y competir en el mercado laboral. Para el discurso dominante no hay responsabilidades de las instituciones públicas, ni para la generación, estabilidad y mejora del empleo ni para la protección social. La solución la tiene el propio individuo –en el mercado-, en si cumple con sus ‘obligaciones’ de acumular capital ‘humano’, tiene capacidad de adaptación y trabaja mucho. No aparecen los derechos, sólo los deberes.
La defensa de los derechos es la clave ante esa presión hacia el sometimiento al trabajo precario y flexible. La incondicionalidad de los derechos sociales pretende hacer frente a la excesiva presión neoliberal por los deberes, a la cultura del trabajo o a la imposición de contratos de inserción. En este caso, la exigencia de contrapartidas, se utiliza también como instrumento de control social, con una burocracia excesiva y para disminuir el gasto presupuestario al restringir el número de beneficiarios. De ahí, que frente a tanta ‘condición’ impuesta se exijan prestaciones ‘sin condiciones’.
Contando con el contexto de la dinámica contributiva y la amplia participación en la actividad productiva o social, esa incondicionalidad –matizada y relativa- puede utilizarse contra el exceso de condiciones o contrapartidas añadidas, y no tendría ese sentido tan absoluto. Así la he interpretado y utilizado, en ocasiones. Sin embargo, los representantes de ese modelo de RB, la consideran en sentido fuerte, en términos absolutos, como incondicionalidad total, expresamente al margen de todo tipo de compromisos y acuerdos colectivos. Por tanto, si se plantea como fundamental y seña de identidad, es unilateral y genera nuevos problemas de hondo calado.
Como he comentado antes, el hilo argumentativo de ese modelo de RB sería un derecho sin deber; la defienden como ‘previa’ a la sociabilidad; sería la base sobre la que se construye la sociedad y, por tanto, son posteriores la igualdad de oportunidades, el contrato social y la reciprocidad. Antes, en relación con el trabajo ya he avanzado algunas ideas. En el debate sobre las rentas básicas, este tema de la condicionalidad es complejo porque se deben tratar realidades diversas y tendencias contradictorias y referirse a un marco más general: al tipo de vínculos sociales, a los elementos constitutivos de la sociedad, a la necesidad de unos nuevos acuerdos sociales.
En primer lugar, una precisión. La incondicionalidad total no se puede contemplar como derecho de un individuo aislado, sino en el contexto social. Ese derecho de un individuo siempre se corresponde con un deber de alguien –otro individuo, la sociedad en su conjunto o las generaciones anteriores o posteriores-; por lo que no es justo reclamar la ausencia de obligaciones. No se trata de una visión colectivista –de control social- con la anulación de la libertad individual y la autonomía moral; tampoco de la imposición o coacción de las instituciones colectivas o incluso de mayorías sociales hacia individuos concretos. Todo lo contrario, se trata de fortalecer la libertad y la autonomía moral de todos y cada uno de los individuos para que puedan forjar sus proyectos vitales, en sociedad. Los recelos vienen desde una filosofía individualista radical para la que cualquier vínculo social, negociación, acuerdo, responsabilidad o colaboración con otras personas se consideran una concesión, una constricción, en detrimento de la propia autoafirmación y libertad. Por mi parte, abordo el problema desde una posición contractualista y de equilibrio y tensión entre la necesidad de libertad, autonomía y afirmación del individuo y la necesidad de compartir socialmente, las tareas y responsabilidades individuales y colectivas.
En segundo lugar, planteo la independencia de una renta social del empleo, ya que la considero positiva y necesaria para garantizar una mayor autonomía personal -en particular, para los sectores más precarios- frente a los condicionamientos del actual mercado laboral y la presión productivista, y en pugna contra ese discurso dominante de la ‘activación’, y del ‘deber’ sin -o con pocos- derechos. En ese sentido, un ingreso social, dirigido a los colectivos de jóvenes y mujeres vulnerables, proporcionaría una defensa frente a la precariedad y sería una garantía para facilitar su emancipación y unos niveles básicos de subsistencia. Sin embargo, esta presión por el deber también coexiste con cierta cultura ‘postmoderna’, de la espontaneidad del individuo en la satisfacción del deseo -de consumo-. En la cultura se separa deber –trabajo, esfuerzo- y derecho –bienes, estilo de vida-, aunque en la economía lo segundo –acceso a rentas- se subordina a lo primero –salarios-. Por una parte se cultiva el deseo de vivir sin esfuerzo, ni obligaciones, frente a todo tipo de corresponsabilidad social y, por otra parte, se impone –para la mayoría que necesita rentas- la ‘necesidad’ de trabajar, con unas normas de obligado cumplimiento. Estas dinámicas están influyendo en la conformación de las identidades, especialmente, de los jóvenes (Antón, 2004).
Igualmente, esa incondicionalidad tiene un significado distinto, más suave, cuando se utiliza en ámbitos donde ya se trabaja –en el empleo formal, el doméstico o sociocultural-, o se contribuye y participa de otras formas. Se da por supuesto la existencia y cumplimiento de compromisos, aunque no sean consideradas contrapartidas directas. En esos casos, ya no se mantiene la incondicionalidad absoluta.
En tercer lugar, la defensa y formulación a secas de incondicionalidad total, al margen del comportamiento social de las personas, coloca en mal terreno la resolución de los problemas del reequilibrio de derechos y deberes, los vínculos colectivos y la cultura solidaria y, en particular, la conformación de los valores y de la identidad colectiva de las generaciones jóvenes. Es pertinente la discusión de fondo, dejando claro mi desacuerdo con el énfasis en la incondicionalidad total. Van Parijs y sus seguidores defienden el ‘derecho a disfrutar del capital, capacidad productiva y el saber científico de las generaciones anteriores’. Pero, la apropiación y distribución de esa riqueza es unilateral y arbitraria sin que, paralelamente, haya unos deberes, una participación en la reproducción de esos bienes, cuando se tiene capacidad para ello. Replanteando la incondicionalidad pura nos permite un mejor enfoque para afianzar la capacidad autónoma del individuo y sus relaciones sociales, y reforzar lo ‘público’ con una visión colectiva y solidaria de las políticas y los derechos sociales.
El cuarto aspecto, consiste en superar la condicionalidad individual rígida. La fórmula ‘tanto trabajas, aportas o cotizas, tantos derechos tienes’ es insuficiente. Las fuertes tendencias individualistas tienden a compensar a cada uno según su contribución, su trabajo o su esfuerzo individual; es la base del contrato laboral y de la fuerte monetización de la vida pública y privada actual, y es una parte sustancial de los sistemas de remuneración y del estatus laboral y de consumo. No obstante, ante situaciones, necesidades y oportunidades desiguales no se pueden repartir los bienes públicos de forma milimétrica, según cada aportación individual; incluso, no se puede generalizar la correspondencia mecánica de los derechos sociales sólo en función de un empleo que está limitado y segmentado, o sólo de las cotizaciones sociales o aportaciones contributivas realizadas. Una de las bases fundamentales del actual sistema de bienestar y de protección social ha sido la solidaridad institucional e intergeneracional. Además, existen dinámicas solidarias y relaciones de reciprocidad en el ámbito institucional y a nivel intergrupal e interpersonal, que llegan hasta la ética de los cuidados. Por otra parte, están los compromisos colectivos para generar –producir- los bienes y servicios necesarios para la reproducción y bienestar de la sociedad. El empleo y el trabajo son necesarios y deberían regularse de forma negociada.
Estamos ante problemas sociales, que desbordan el ámbito individual de las decisiones de cada cual, y deben someterse a discusión y acuerdo colectivo. La actitud ante ellos forma parte de una ética colectiva y de la conformación moral de los individuos. Estoy hablando en el ámbito de los valores no en el normativo o jurídico. No defiendo una ética holista que desconsidera la autonomía moral del individuo, sino de la combinación de los dos planos, el colectivo y el individual. Desde la óptica individualista, cualquier demanda exterior es interferencia y constricción a la libertad individual, y es irresoluble el problema. A mi parecer, se debe defender hasta el derecho a rechazar un empleo y poder vivir dignamente. Pero la cuestión empieza ahí, no termina. Por tanto, es legítima la conformación de una opinión, de unas propuestas, de un debate, de una ética pública que oriente la distribución de las obligaciones laborales y familiares en un sentido más igualitario y acordado, respetando la autonomía individual para conformar sus proyectos vitales, pero resaltando los valores de la solidaridad y la reciprocidad y los mecanismos participativos y democráticos para resolver los conflictos y tareas colectivas.
En ese sentido, son positivas las políticas de promoción y estímulo a un empleo digno respetando su acceso libre y voluntario, y que se garantice el ‘derecho al trabajo’, en particular, de los jóvenes y de las mujeres. La participación juvenil en el empleo y la regeneración del mercado laboral, tienen algunas consecuencias positivas para sus vínculos sociales y su autonomía personal y para las relaciones en el conjunto de la población trabajadora. Sin embargo, las organizaciones sociales y económicas y las instituciones públicas no deben quedarse sólo en promover ‘incentivos’ para que sean los ‘individuos’ quienes opten sobre el empleo más ‘adecuado’. Quedarse en eso tiene el efecto perverso de dejar en el plano individual esa responsabilidad, ante una oferta mayoritaria de empleos precarios. Requiere entrar en la regulación de las estructuras educativas, en las normas del mercado laboral, en el reparto del trabajo y de los diferentes tipos de empleos, es decir, en la regulación y negociación de los mecanismos públicos y privados que tratan de los deberes cívicos y económicos. Y eso supone entrar en los intereses, aspiraciones y necesidades de los diferentes segmentos de la sociedad, desde una óptica contractualista y con un sentido igualitario.
El quinto aspecto. Aun manteniendo la incondicionalidad con respecto al empleo, es sensato dejar abierta la posibilidad de la ‘condicionalidad débil’, la participación negociada y libre en el voluntariado, en el llamado ‘trabajo cívico’ y en otras actividades en el ‘tercer sector’, al igual que la participación en actividades formativas con una perspectiva profesional o laboral. Así mismo, la revalorización social del trabajo doméstico y la actividad familiar, de la ayuda interpersonal o la acción formativa, supondría la ampliación del reconocimiento de la labor de utilidad social de la mayoría de las personas y ayudaría a legitimar el derecho universal a la protección social.
También es imprescindible socializar el trabajo doméstico y de ayuda a las personas dependientes, y disminuir la carga de trabajo para las mujeres y renegociar el uso del tiempo. Además, algunas relaciones interpersonales no deben ser consideradas ‘trabajo’, sino actividad sociocultural o personal. Es problemático monetizar todas las ‘actividades’ y las relaciones interpersonales –de amistad, afectivas, culturales, de apoyo-, y sumergirlas en el campo de la ‘economía’, del contrato laboral, o tratarlas como contrapartida de una renta pública. Su valor, reconocimiento y motivación están en otro campo, que se debe ampliar, por razones éticas y solidarias, con la perspectiva de un desarrollo ‘humano’ menos mercantil.
Por otro lado, no es suficiente trasladar el asunto de las responsabilidades a otro plano fuera de esta discusión, en la que sólo tocaría exigir derechos. No estamos sólo ante el individuo que reclama derechos al Estado; de ahí se derivaría el pacto clásico del individuo-Estado. Las instituciones públicas no son un ente abstracto, sino que representan diferentes intereses y condiciones de los diversos sectores de la sociedad. La referencia principal debe ser la sociedad civil, los comportamientos, mentalidades, educación moral y relaciones sociales. No se pueden eludir las responsabilidades y cómo abordarlas.
Ese derecho a una RB incondicional se reclama al Estado, y se da por supuesto la existencia de un sujeto del deber, de una realidad social e institucional, de unos acuerdos o imposiciones sociales anteriores y de unos impuestos y un gasto público. Habría que reconocerlo expresamente y partir de ese hecho: se pertenece a la sociedad, se nace y se tiene un vínculo colectivo y, en esa medida, se exige un derecho, su reconocimiento y su garantía. Entonces, estamos admitiendo una corresponsabilidad de unos deberes de otra contraparte de la sociedad; no hay nada previo al ser real. En el mismo momento que definimos derechos, estamos definiendo obligaciones de otras personas o instituciones. El sujeto abstracto sólo tiene un valor simbólico. Existe el individuo concreto, autónomo pero en sociedad. Hay sujetos de derechos y de deberes y su equilibrio debe estar sometido a negociación y acuerdo colectivo, no a decisión o imposición unilateral. Al admitir ese derecho se está reconociendo la colaboración de otros individuos. El derecho está condicionado por el deber.
En conclusión, los argumentos de ese modelo de RB sobre la incondicionalidad pura parten del énfasis unilateral en el derecho del individuo abstracto, y pueden facilitar una mentalidad no solidaria. En la medida que se defiende como el principal valor de la propuesta y unida a la defensa de la universalidad distributiva, al margen de las necesidades sociales, se agravan sus efectos culturales.
Por tanto, es conveniente un marco más amplio en el ejercicio y la correspondencia entre los deberes y los derechos, con una trayectoria vital y colectiva más larga y diversa. Todo ello requiere, en conflicto con las tendencias dominantes, nuevos compromisos privados y públicos e intergeneracionales, otros equilibrios y acuerdos sociales, y favorecer nuevas dinámicas colectivas y una cultura solidaria, atendiendo a las necesidades comunitarias. Pero todos esos elementos son desconsiderados o combatidos por los partidarios más ortodoxos de esa escuela de pensamiento.
Por último, ¿cuál es el debate teórico?. Noguera (2001) ha justificado teóricamente la importancia de la incondicionalidad con la crítica al valor de la reciprocidad. Junto a D. Raventós expresan una doble posición: a) destacan la incondicionalidad total de la RB y critican los valores de la reciprocidad -que consideran el adversario principal para su fundamentación-; b) después de distribuida su RB, ya no entra en conflicto con el trabajo, sino que garantizaría, incluso mejor, la reciprocidad y la mejora y ampliación del empleo. Su lógica es: 1) La RB incondicional es “la libertad para vivir como a uno le pueda gustar vivir” (Van Parijs), y 2) el individuo, entonces, es cuando se vuelve generoso y solidario y practica la reciprocidad.
Pero este segundo paso es idealista y nunca se atreven a concretarlo. No hay reconsideración de sus principios, sino que primero y básico es el ‘derecho’ incondicional, independiente de todo, y el resto vendría por añadidura. Por tanto, permanece el fondo de una desconsideración hacia las responsabilidades colectivas, los compromisos cívicos y la cultura solidaria, hacia el acuerdo social por la regulación colectiva de los derechos y los deberes, que son los componentes fundamentales del valor de una visión desde la reciprocidad, y claves para desarrollar personas libres y autónomas. Compartimos una orientación contra la precariedad laboral y una búsqueda de equilibrio entre el derecho al trabajo y a una renta básica. Pero hay que clarificar la combinación y jerarquía de los dos aspectos, valores y tendencias en conflicto, que constituyen las bases de la sociabilidad: derecho incondicional o reciprocidad, individualismo o solidaridad.
La pretensión de la superioridad de la RB como pilar de la sociedad no se sostiene, ya que desconsidera los equilibrios sociales existentes, los compromisos cívicos y los acuerdos colectivos y, éticamente, puede conllevar efectos perjudiciales para la educación cultural y de valores solidarios. En el plano práctico, siempre aparece el flanco débil de su desconsideración de los vínculos sociales, la problemática laboral y la participación pública.
Ese enfoque unilateral coloca en un mal terreno los problemas fundamentales del reequilibrio de derechos y deberes, los vínculos colectivos y, en particular, la conformación de los valores y de la identidad colectiva de las generaciones jóvenes. Por tanto, frente a la dinámica de la presión por los deberes no es bueno quedarse sólo en la defensa unilateral de los derechos, sino en el fortalecimiento de los valores solidarios y de reciprocidad.
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